El Papa León XIV, la sinodalidad y la democracia

Jóvenes y adultos junto a un sacerdote levantan las manos frente a una iglesia, expresando entusiasmo por la sinodalidad promovida por el Papa León XIV.

Por Martin Grichting

Los Estados Unidos no fueron fundados por católicos ni para ellos. Al contrario, durante mucho tiempo fueron visto con recelo. Esto se debió a que los gobernantes «católicos» de Europa habían sido una de las fuerzas que obligaron a emigrar a los padres fundadores estadounidenses: bautistas, puritanos y presbiterianos. Además, existían iglesias estatales anglicanas debido a la dependencia inicial de la madre patria Inglaterra. El proceso de «disestablishment», la abolición de las iglesias estatales, no comenzó hasta el siglo XVIII, en el curso de la independencia de Estados Unidos.

Sin embargo, la separación de la Iglesia y el Estado, que aún hoy caracteriza a EE.UU., no significó que los católicos pudieran desarrollarse libremente. Cuando quisieron empezar a construir iglesias, no encontraron en la legislación estatal personas jurídicas que se correspondieran con la concepción jerárquica de la Iglesia. Por tanto, los católicos tuvieron que optar por el sistema de «trust» democrático para comprar terrenos y gestionar los recursos financieros. La «congregation» ‒ todavía no se hablaba de parroquias debido a su carácter misionero ‒ obtuvo así el derecho a elegir «trustees», que pasaron a administrar las propiedades y el patrimonio de la iglesia sobre la base del derecho secular y con independencia del obispo y el párroco.

Es cierto que esto impulsó la construcción de iglesias y la expansión de la red parroquial. Sin embargo, el sistema alimentó conflictos en todo el país, que han pasado a la historia de la Iglesia como «trusteeism». Los laicos actuaban como amos de sus sacerdotes según el lema: «No taxation without representation» o, dicho de un modo menos distinguido, «Quien paga, manda». Los contrataban y los volvían a despedir, independientemente del obispo. Sacerdotes de reputación desfavorable que buscaban fortuna en el Nuevo Mundo se instalaban contra la voluntad de los obispos. En cuanto al contenido, no era una cuestión de «progresistas» y «conservadores», sino sobre todo de nacionalismo junto a lo humano y lo demasiado humano.

Los «trustees» irlandeses, por ejemplo, se negaron a emplear a un sacerdote francófono que había huido de la Revolución, simplemente porque no le entendían. Alemanes y alsacianos intentaron preservar su identidad cultural en el nuevo mundo fundando parroquias de nacionalidad y tratando de excluir a los creyentes de otras culturas. Los portugueses querían democratizar la Iglesia estatal europea. Pretendían ejercer democráticamente y directamente con la ayuda del «trustee-system» frente a los propios obispos y sacerdotes las «prerrogativas» sobre la Iglesia que habían usurpado los monarcas católicos en Europa.

A principios del siglo XIX, esto dio lugar a cismas que perturbaron gravemente la vida de la Iglesia. El cisma más famoso recibió el nombre del sacerdote William Hogan. Se alió con los «trustees» locales contra el obispo en la iglesia parroquial de Santa María de Filadelfia, que también hacía las veces de catedral. Cuando el obispo excomulgó a Hogan, los síndicos colocaron la insignia episcopal en la puerta de «su» iglesia: el obispo ya no tenía catedral.

Al principio, la Sede Apostólica se sintió abrumada por el fenómeno de la democracia en la Iglesia y tomó decisiones inadecuadas. Sólo cuando el arzobispo de Baltimore, Ambrose Maréchal, viajó a Roma en 1821, comenzaron las aclaraciones. Señaló que el primer obispo de Estados Unidos, John Carroll, había promovido el «trustee-system» porque había visto sus ventajas. Al final de sus días, sin embargo, se arrepintió de haberlo permitido porque amenazaba con destruir la Iglesia desde dentro. Según Maréchal, había que cambiar radicalmente el sistema. De lo contrario, la disciplina y la unidad de la Iglesia no podrían mantenerse.

El Papa Pío VII se dirigió entonces a los fieles de EE.UU. en 1822 con la carta «Non sine magno». Lo que escribió era de carácter doctrinal y, por tanto, tiene valor de actualidad: el Papa preguntó a los «trustees» si no sabían que el Espíritu Santo había ordenado a los obispos dirigir la Iglesia de Dios. Es bien sabido que no es el rebaño el que guía al pastor, sino el pastor al rebaño. En cuanto a la propiedad eclesiástica, el Papa afirmó que el derecho irrestricto y desenfrenado que los «trustees» solían reclamar para sí, incluso independientemente de los obispos, creaba problemas no sólo en Filadelfia, sino también en otras provincias. Si este derecho no era limitado por una normativa moderadora, sería causa constante de abusos y discordias. Los «trustees» debían tener en cuenta que los bienes que se sacrificaban para el servicio divino y para la iglesia y el mantenimiento de sus servidores pasaban al poder de disposición de la iglesia. Y por tanto: «Así como los obispos, por disposición divina, son los que presiden la Iglesia, no pueden ser excluidos del cuidado, disposición y vigilancia de sus bienes».

Lo que también es nuevo e inaudito en la Iglesia es que los «trustees» se hayan arrogado el derecho de emplear a sacerdotes que no tienen autorización válida o de despedir a sacerdotes. Si se llegara a eso en la Iglesia, ya no serían los obispos quienes presidieran la Iglesia, sino los laicos. El pastor estaría sometido a su rebaño. Y los laicos se atreverían a usurpar la autoridad otorgada a los obispos por decreto divino.

Apoyados por este respaldo romano, los obispos de Estados Unidos desarrollaron una animada actividad sinodal. Entre 1829 y 1891, se celebraron no menos de 34 sínodos diocesanos y provinciales y concilios plenarios. Tras consultar a su clero y a laicos experimentados, los obispos establecieron en los decretos sinodales las principales características de cómo debía situarse la propiedad eclesiástica en el derecho secular y cuál era la tarea de los laicos según la naturaleza de la Iglesia. Con la ayuda de una sinodalidad correctamente entendida, la democracia en la Iglesia quedó así erradicada en gran medida.

Como resultado, el «trusteeism» hizo que los obispos de todo un país reconocieran la necesidad de permanecer juntos y actuar al unísono. Vivieron así la colegialidad que más tarde puso de relieve el Vaticano II. Por mucho que los cismas y las consiguientes excomuniones de «trustees» y suspensiones de sacerdotes también formaran parte de esta dramática evolución, dieron a la Iglesia de Estados Unidos un carácter robusto en el siglo XIX, a pesar de la gran diversidad nacional de los fieles, que sigue teniendo efectos hoy en día. Otros factores fueron sin duda importantes. Por ejemplo, los católicos siguieron siendo durante mucho tiempo un miembro sospechoso de la sociedad estadounidense debido a la ya mencionada «culpa hereditaria» europea. La presión exterior fomentó la unidad interior. La situación social no mejoró hasta la segunda mitad del siglo XX. Una muestra de ello es que, en 1961, John F. Kennedy se convirtió en el primer presidente católico de EE UU. Y el primer Papa estadounidense tardó aún más en llegar.

El trabajo sinodal ‒ e intrépido ‒ de los obispos estadounidenses también dio sus frutos en el sentido de que muchos estados introdujeron la figura jurídica de la «corporation aggregate», como ya se conocía en el estado de Nueva York en 1863. Como resultado, el obispo diocesano, el vicario general y el párroco tenían asientos de oficio en cada «board of trustees», el órgano de gobierno. Estaban flanqueados por dos síndicos elegidos por los fieles. Esto significaba que el «pastor» ‒ al que entonces tampoco se llamaba párroco en la iglesia de la misión ‒ estaba autorizado a disponer de los bienes de la iglesia, ya que siempre disponía efectivamente de tres votos. Esto le permitía utilizar los fondos de la parroquia y los bienes eclesiásticos de acuerdo con las directrices de la Iglesia. Además, ya no podía ser destituido por el mero hecho de haber sido fiel a la Iglesia. Pero ahora estaba integrado sinodalmente en la congregación. Sin embargo, ya no podía ser un opositor independiente.

En 1911, la Congregación del Concilio ‒ el actual Dicasterio para el Clero ‒ publicó por fin una lista de clasificación sobre qué sistema de derecho de propiedad debía favorecerse. La llamada «corporation sole», que convertía al obispo en la única persona autorizada para disponer de todo el patrimonio de la diócesis ‒ incluidas las parroquias ‒, fue calificada de inferior a la «corporation aggregate». Ya entonces no se quería ni monarquía ni democracia, sino sinodalidad. En última instancia, la «corporation agregate» fue incluso la inspiración del consejo de asuntos económicos parroquial, tal como se conoce en el derecho canónico actual (cf. CIC, c. 537 y c. 1280).

Los traumas del «trusteeism» no se han olvidado hasta hoy. El arzobispo de Filadelfia, John Krol, lo advirtió en el Concilio Vaticano II. Y en San Luis, en los primeros años del siglo XXI, los creyentes de la iglesia de San Estanislao Kostka desafiaron a su obispo con la ayuda del sistema del «trusteeism» que todavía se utiliza allí. Al igual que sus predecesores del siglo XIX, acabaron por entrar en cisma junto con el sacerdote.

Por tanto, el volcán del «trusteeism» aún no se ha extinguido del todo. No obstante, es de suponer que el trasfondo y el conocimiento de la historia de la Iglesia en los Estados Unidos por parte del Papa León XIV le han sensibilizado respecto a la diferencia entre sinodalidad y democracia en la Iglesia, aunque esta última a veces se presente con la piel de cordero de la sinodalidad.