Ayer publiqué un artículo probablemente precipitado en el que vertía una dura crítica contra un sacerdote, Emilio-Jesús Montes Romero, cura-párroco de la Parroquia del Cristo de Valdepeñas, cuyo vídeo dirigiéndose a los feligreses para animarles a la generosidad con la parroquia tras unas costosas obras se hizo, como suele decirse, viral.
Y mi reacción fue, con toda probabilidad, injusta, al menos en el sentido profesional de que obvié todo contexto y ni siquiera tuve la prudencia de hablar con el protagonista para conocer su versión.
No me excusa en absoluto el hecho de que uno no siempre esté en condiciones de tratar todos los temas con la diligencia profesional que merecen, sobre todo por razones de tiempo y medios. Por eso quiero pedir disculpas a los lectores por mi negligencia y, especialmente, a don Emilio por todos los juicios temerarios y poco caritativos que vertí en estas páginas. Mea culpa.
En realidad, el blanco de mi crítica no iba dirigido a este sacerdote en concreto, cuyo caso usé como la proverbial anécdota que me permitía hablar de algo mayor y más universal, algo que llevamos viviendo desde los bancos desde hace mucho tiempo y que se ha intensificado con las restricciones impuestas con la excusa de la pandemia.
Nada de esto me justifica, por lo que querría disculparme personal, pero también públicamente con don Emilio, aunque añadiendo que sus palabras no me parecieron, en cualquier caso, las más oportunas.