Se apagaron las luces no imprescindibles en el Vaticano para celebrar el Día de la Tierra. El simbolismo no podía ser más perfecto y ominoso.
Los ritos, ya se sabe, no son importantes. Salvo, naturalmente, que hablemos de los ritos que simbolizan alguno de los mitos principales de la religión secular: esos nos obligan a todos, empezando por la Santa Sede, que da ejemplo.
Así, este pasado domingo la Basílica de San Pedro se oscureció para la Hora del Planeta. Porque en Alemania y un poco por todas partes es tendencia negar la doctrina perenne de la Iglesia, pero poner en duda los dogmas de la modernidad es anatema.
La Hora del Planeta es un ritual que se remonta al lejano 2007, cuando más de 2,2 millones de australianos se mantuvieron voluntariamente a oscuras durante 60 minutos para expresar su preocupación compartida por ese «cambio climático» que, como la Parusía, parece siempre a punto de llegar y nunca acaba de hacerlo. El Vaticano lleva al menos desde 2009 participando en este supersticioso ritual.
Naturalmente, la ONU está detrás de esta Hora del Planeta, y ha logrado que desde la Torre Eiffel a la Catedral de San Basilio de Moscú , pasando por el Cristo Redentor de Río de Janeiro hayan apagado su luz como ofrenda a Gaia en los últimos años.
Que el Vaticano participe en este sacrificio ritual a la Pachamama cósmica es, a la vez, significativo y esperable, porque todos sabemos la importancia crucial que el actual pontífice da a la hipótesis científica originalmente conocida como ‘calentamiento terrestre’ y que se ha convertido en la religión milenarista de obligada confesión en todo el planeta. Uno pensaría que, en Cuaresma y con la que está cayendo en la Iglesia, tendría más sentido convocar una hora de reparación entre los cristianos por la crisis de los abusos o, mejor aún, la abierta apostasía del episcopado alemán, aunque solo fuera por no parecer una ONG redundante que se limite e ponerle un disfraz clerical a lo que todo el mundo dice creer en el siglo.