Juan Pablo I ya es beato. La lluvia no impidió la celebración de la beatificación del Papa Luciani.
Durante su homilía, el Santo Padre destacó que seguir a Cristo «no significa entrar en una corte o participar en un desfile triunfal, y tampoco recibir un seguro de vida. Al contrario, significa cargar la cruz. Es decir, tomar como Él las propias cargas y las cargas de los demás, hacer de la vida un don, no una posesión, gastarla imitando el amor generoso y misericordioso que Él tiene por nosotros».
Francisco destacó que «para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a nosotros mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado. Allí vemos el amor que se da hasta el extremo, sin medidas y sin límites. La medida del amor es amar sin medidas».
Citando al Papa Luciani, afirmó que «somos objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae». El Obispo de Roma remarcó que «mirando al Crucificado, estamos llamados a la altura de ese amor: a purificarnos de nuestras ideas distorsionadas sobre Dios y de nuestras cerrazones, a amarlo a Él y a los demás, en la Iglesia y en la sociedad, también a aquellos que no piensan como nosotros, e incluso a los enemigos».
Además, el Pontífice pidió «amar; aunque cueste la cruz del sacrificio, del silencio, de la incomprensión y de la soledad, aunque nos pongan trabas y seamos perseguidos; amar así, incluso a este precio».
«El amor hasta el extremo, con todas sus espinas; no las cosas hechas a medias, las componendas o la vida tranquila. Si no apuntamos hacia lo alto, si no arriesgamos, si nos contentamos con una fe al agua de rosas, somos —dice Jesús— como el que quiere construir una torre, pero no calcula bien los medios para hacerlo; éste “pone los cimientos” y después “no puede terminar el trabajo”, insistió Francisco.
Este fue el estilo de vida, que según el Papa, llevó el nuevo beato: «con la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando hasta el extremo». Francisco remarcó que Juan Pablo I «encarnó la pobreza del discípulo, que no implica sólo desprenderse de los bienes materiales, sino sobre todo vencer la tentación de poner el propio “yo” en el centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesús, fue un pastor apacible y humilde. Se consideraba a sí mismo como el polvo sobre el cual Dios se había dignado escribir».
Por último, «con su sonrisa, el Papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor. Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, el rostro sereno, el rostro sonriente, una Iglesia que nunca cierra las puertas, que no endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está enfadada, no es impaciente, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la nostalgia del pasado cayendo en el “involucionismo”. Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña: la sonrisa del alma», concluyó el Papa Francisco.
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