La posición actual de la jerarquía de la Iglesia Católica europea en defensa de la inmigración masiva no solo es cuestionable desde un punto de vista económico, sino que además parece contradecir la propia tradición doctrinal de la Iglesia.
En lugar de defender el derecho de las naciones a regular sus fronteras y elegir los inmigrantes que mejor se integren en sus sociedades, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica en el punto 2241, la jerarquía eclesiástica ha adoptado una postura radicalmente abierta -y por tanto peligrosa-, que responde más a las exigencias del globalismo que a una verdadera caridad cristiana.
Este cambio de rumbo no es casual. Cáritas, una de las organizaciones más importantes de la Iglesia, se ha convertido en uno de los principales receptores de subvenciones estatales destinadas a la acogida de inmigrantes. La dependencia económica que esto genera ha llevado a la Iglesia a asumir una defensa acrítica de la inmigración masiva, una postura que va en contra del bien común y del derecho de las naciones a proteger sus fronteras y su cultura.
Pero lo más grave es que esta sumisión al globalismo no se queda solo en lo económico. La jerarquía actual parece estar dispuesta a vender sus principios tradicionales por un plato de lentejas. En lugar de mantener un sano equilibrio entre caridad y justicia, ha abrazado sin reservas el discurso globalista de fronteras abiertas, despreciando las consecuencias que esta política tiene sobre las sociedades receptoras: el aumento de la criminalidad, la desintegración cultural y la presión económica sobre los más desfavorecidos.
No es extraño, entonces, que el Papa Francisco haya llegado a hacer comparaciones extremadamente desafortunadas entre el control de las fronteras y prácticas abominables como el aborto. En una ocasión, afirmó: «El rechazo a acoger migrantes es una actitud que equivale a rechazar la vida, como el aborto.» Este tipo de declaraciones, además de ser una manipulación descarada de la moral cristiana, distorsionan el verdadero mensaje del Evangelio, que nunca ha defendido una acogida sin discernimiento, sino una caridad equilibrada y racional.
La postura actual de la Iglesia es una traición a su propia doctrina, que siempre ha reconocido el derecho de los estados a regular la inmigración para proteger su bienestar y el de sus ciudadanos. Lo que estamos presenciando es una jerarquía que ha sido seducida por las promesas del globalismo y que, lejos de actuar en defensa de la justicia y la verdad, se ha convertido en un engranaje más del sistema.
Mientras la jerarquía eclesiástica siga recibiendo jugosas subvenciones por cada inmigrante que acoja, seguirá atacando con dureza a aquellos políticos y ciudadanos que osen cuestionar la inmigración masiva. Y lo hará, no por motivos morales, sino por una cuestión puramente económica. En lugar de liderar con el ejemplo, la Iglesia se ha convertido en rehén de intereses ajenos a su misión evangelizadora y de defensa de la verdad.
El problema es que este enfoque no solo perjudica a las naciones receptoras, sino también a los propios inmigrantes, que son tratados como mercancía para recibir subvenciones, en lugar de como personas con dignidad. Es un nuevo tipo de trata de personas, disfrazada de caridad, donde los migrantes se convierten en una fuente de ingresos para las instituciones y no en los destinatarios de una ayuda verdaderamente cristiana.
En definitiva, la Iglesia debe recuperar su independencia moral y económica. No puede seguir siendo cómplice de un sistema que utiliza la inmigración como herramienta para destruir la identidad de las naciones y debilitar a las sociedades occidentales. Es hora de que la jerarquía deje de venderse al globalismo y vuelva a defender con firmeza los valores y la doctrina que siempre han guiado a la Iglesia.