Pasadas algunas semanas desde la Ceremonia de Apertura de los Juegos Olímpicos de París 2024, podemos señalar lo ocurrido como un signo del odio a la religión en esta Modernidad tardía, específicamente orientado contra la Religión Cristiana.
Desde esta perspectiva, que ocurriera en Francia -cuna de la Ilustración- no debe resultar sorprendente: que los ideólogos que detentan el poder, aprovechando la difusión a escala planetaria del evento, hayan hecho escarnio sacrílego no sólo de la Última Cena sino también de la cultura cristiana fundadora de Europa. Cultura que, en primer lugar, es refractaria a este auténtico adefesio que se quiere hacer pasar por expresión artística.
No se trata, pues, de una mera exageración del mal gusto y del agravio de parte de marginales respecto de la corriente cultural preponderante en Europa. Lo ocurrido en París –en perspectiva- no es algo sorprendente; no obstante tiene un enorme valor simbólico: la proclamación al universo de la consumación del objetivo de descristianización de la sociedad, lo cual orienta este trabajo a recordar la perspectiva histórica involucrada, antes que a formular un análisis pormenorizado del universo simbólico del evento, que otros han realizado con mayor competencia.
La visión sesgada del Iluminismo sobre la tolerancia y la libertad: Expresa Alvear Tellez respecto del doble rasero de las libertades para la Ilustración, detrás de la tolerancia y de la libertad de conciencia y de religión modernas se esconde la mano de plomo de la intolerancia contra el cristianismo y el judaísmo mosaico, y en general, contra toda religión positiva. Sólo cuando sean reducidas a meras opiniones y creencias privadas, sumamente domésticas y subjetivas, cuando sean expulsadas del espacio público, habrán triunfado las libertades modernas.
El discurso jacobino –acota este autor- se empapará en esta fuente para acometer sus crímenes invocando el discurso de la libertad. Porque el problema para los ilustrados y sus herederos revolucionarios es esencialmente político: hay que derrumbar el orden en el que vive y cree la sociedad antigua para suplantarlo por un nuevo estado de cosas en el que el hombre colectivo se vuelva libre a costa de liberarse de todo límite trascendente. El mismo Ejército que con Bonaparte triunfaría en todos los campos de batalla de Europa, no vacilaría entre 1793 y 1796 en masacrar la población civil de la Vendée, porque como se trataba de católicos, con ellos… no habría tolerancia.
Mons. Francisco Conesa en su valioso comentario a la Encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI expresa que (…) para la ilustración el progreso es lineal, irreversible y necesario. (…) El paraíso está a nuestro alcance. Podemos establecer ya el Reino de Dios en la tierra. (…) Esto es posible, fundamentalmente, gracias a la ciencia. (…) Confiando todo el poder de transformación del mundo a la ciencia y las artes, desplaza la fe religiosa al ámbito de lo privado, resultando irrelevante para el mundo. Los descubrimientos, los nuevos inventos que está realizando la ciencia son los que harán posible un reino de Dios en esta tierra.
Pero la deriva de este pensamiento llevó en la Ilustración a sacar de la ecuación a Dios –y a la deidad de los iluministas- y terminó procurando el reino del Hombre sin Dios. Conesa cita a Nicolás Condorcet, quien considera que la ciencia logrará vencer la superstición mediante el conocimiento. (…) “no existe un sistema religioso ni una extravagancia sobrenatural que no estén fundados en la ignorancia de la naturaleza. Si tomamos lo dicho como premisa mayor de un razonamiento práctico, bien podemos concluir que el creyente en tales “extravagancias sobrenaturales” no debe ser respetado y en consecuencia, en una dinámica jacobina frecuentemente reencarnada en la historia, termine siendo asesinado.
La continuidad entre la fe, la moral y el obrar humano. Hoy los creyentes son proscriptos en las democracias occidentales cuando quieren formular propuestas y expresar ideas en el ámbito político, en coherencia con sus principios. Cada vez que en la sociedad se debate algún proyecto que involucra aspectos morales y culturales trascendentes, tales como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo o los supuestos derechos que surgen de la autopercepción del género, los cristianos asistimos a la renovación del argumento con el que se nos niega el derecho a ser coherentes con nuestras propias convicciones. La censura pretende fundamentarse en que en una sociedad laica, democrática y pluralista, las grandes cuestiones sociales serían completamente ajenas al ámbito religioso y moral de cada individuo, y que por ende “no es correcto imponerle al conjunto de la sociedad lo que es materia de convicción religiosa para algunos.”
Desde que existe memoria histórica, los credos religiosos –cuando son vividos auténticamente- son los que nutren las convicciones más profundas de los seres humanos. Los grandes sistemas religiosos, pues, fueron los que moldearon las morales usuales de los pueblos y estructuraron espiritualmente las civilizaciones. Hubo que esperar milenios para que se pudieran formular teorías morales diferenciadas -en mayor o menor medida- de las religiones, o directamente antirreligiosas.
La realidad social nos muestra hoy en día que la gente sustenta una diversidad de convicciones religiosas que no responden al concepto de una religión tradicional. Ocurre que quienes se auto asignaron la función de censores son deliberadamente incoherentes ya que ellos no se privan de ser consecuentes con sus propias convicciones. Es que los hijos de la Modernidad suelen disimular sus creencias más profundas y frecuentemente las enmascaran, incluso invocando su condición de bautizados. Hay que tener en cuenta que existen muchas creencias e ideas religiosas distintas de las religiones tradicionales. A lo cual deben añadirse las religiones políticas, al decir de Voegelin, las cuales pretenden reemplazar las religiones por ideologías que dan las respuestas que antes eran privativas de las religiones. Tal tipo de ideologías, así como cualquier forma de religiosidad, generan su propia moral y criterios de acción política. En definitiva los que buscan expulsar al Cristianismo de la vida social, lo que en realidad quieren es sustituirlo por sus propias convicciones y creencias. Por eso es perfectamente justo y necesario propugnar una política del bien común y de la dignidad de la persona.
¿Estamos en transición hacia una nueva etapa jacobina? Retornando al simbolismo de los JJOO, los responsables del mensaje de odio religioso pretenden excusarse diciendo: lamentamos si alguien se ofendió por la expresión de nuestra libérrima idea de arte ¡no quisimos ofender a nadie! Lo que traducido a términos iluministas encontramos un texto: ustedes se ofenden por la expresión de libertad artística y eso no debería ofenderlos. Y un “subtexto”: se ofenden porque son intolerantes, y lo son porque son dogmáticos; el mal está en vuestra religión no en nuestras expresiones antirreligiosas, las cuales están plenamente justificadas.
Los genocidios y otros crímenes por odio religioso no son privativos del pasado, ya que se han manifestado en forma reiterada y catastrófica en todo el siglo XX hasta la actualidad; es decir, un período de tiempo en que -en términos generales- los objetivos iluministas de exclusión de los cristianos de la organización y dirección de la sociedad se habían alcanzado plenamente. No es casual que a partir de la denigración del homo religiosus, limitando su libertad de conciencia, de religión y su participación política, se vaya avanzando en el camino de la negación de otros derechos. El crimen es lo primero en la intención y lo último en la ejecución. Y la intención se basa en concepciones religiosas y morales: una vez configurada la categoría de seres humanos dogmáticos, que no merecen tolerancia, se empieza a transitar por un plano inclinado cuyo punto más bajo es el asesinato.
En la posguerra se recurrió al concepto de bloque occidental y cristiano para enfrentar a la amenaza soviética. Por pocas décadas el lenguaje del desprecio y del odium religionis, naturalmente, se disimuló al máximo. Todo indica que se trató de una tregua oportunista, ya que con la implosión del bloque comunista en los 90, la agenda de deconstrucción de la sociedad cristiana siguió desde donde se había puesto en pausa. La conducción de esta nueva etapa está a cargo de una oligarquía semiletrada, virgen de toda cultura cristiana o siquiera clásica, que impulsa el proyecto globalista conformado por una mixtura de capitalismo transnacional e ideología progresista.
Se verifica, pues, a escala planetaria el impulso tendiente a la degradación de la familia, de la persona, de la cultura y hasta los principios de la razón humana. Nunca más vigente el aserto de Chesterton: quita lo sobrenatural y no te queda lo natural, sino lo antinatural. Nos encontramos en el apogeo del proyecto iluminista -aunque ya no se llame así- y el símbolo de esta realidad fue la ceremonia de apertura de los JJOO de 2024. Y muy posiblemente, estamos en el umbral de una nueva etapa de violencia jacobina. Mutatis mutandi, bien podemos asistir a la instalación de campos de concentración y de exterminio de impronta posmoderna y con “fines de reeducación”, igual que el Archipiélago Gulag.
No propugnamos la nostalgia por la Edad Media, ni que los llamados por Dios a la acción política se reduzcan al abstencionismo y a la autocomplacencia. La bandera para nuestro tiempo ya la tenemos: Omnia instaurare in Christo.
Por José Durand Mendióroz