El 18 de julio es la fecha en la que se considera que comenzó el Alzamiento Nacional, aunque el día anterior el 17 de julio de 1936 las tropas del bando nacional se levantaron en Melilla contra el infame y criminal gobierno republicano.
El odio anticatólico ya venía avistándose años antes del estallido de la Guerra Civil en 1936. Socialistas, comunistas, sindicalistas y anarquistas la habían tomado contra los católicos y empezó a ser habitual la quema de iglesias y conventos en la década de los 30.
En 1931 el primer ministro Manuel Azaña proclama: «España ha dejado de ser católica». En mayo son incendiadas un centenar de iglesias y conventos y echado el cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de España. Todo medio era bueno para lograr el objetivo de destruir la Iglesia. El año siguiente son expulsados más de treinta mil jesuitas. Y en 1933 la ley de Confesiones y Congregaciones prohíbe a las órdenes religiosas enseñar la fe y todo tipo de actividad.
En el conocido como ‘octubre rojo de Asturias’ se desata una violenta persecución religiosa. En sólo diez días acaban con la vida de 12 sacerdotes, 7 seminaristas y 18 religiosos; incendian 58 templos. Es en este contexto de furia donde nacen los mártires. Torturados y asesinados por el odium fidei (odio a la fe). Una Iglesia «regada» por la roja sangre martirial.
Francisco Franco por su parte, pronuncia su alzamiento en julio de 1936 y se instala en Salamanca. Desde 1931 hasta 1939 mueren asesinados 4.840 sacerdotes, 2.365 religiosos, 283 monjas. No podemos olvidar que en ciertas regiones hay más virulencia que en otras.
La diócesis de Barbastro fue una de las que más martirizadas donde es exterminado el 87% del clero, junto al obispo Florentino Asensio. A este mártir le extirparon los testículos después de fusilado y envueltos en hojas de un diario local, lo exhibieron por las plazas y cafés. Los mártires claretianos de Barbastro, en su mayoría jóvenes veinteañeros, murieron perdonando a sus verdugos y al grito de ‘¡Viva Cristo Rey!’
Prácticamente desde el mismo 18 de julio de 1936 el culto católico debió suspenderse y los ciudadanos católicos hubieron de pasar a la clandestinidad, pues eran buscados para ser detenidos y llevados a tribunales arbitrarios, en los que en miles de ocasiones se decretaba la pena de muerte, con la única acusación de ser católico.
La posesión de un Rosario, o el recuerdo de alguien de que un ciudadano solía ir a Misa o participaba en reuniones de Acción Católica, era suficiente para ser llevado a un pelotón de fusilamiento. Las ejecuciones eran muchas veces inmediatas, e iban precedidas de torturas salvajes.
La situación más precaria era la de los eclesiásticos (obispos, sacerdotes y religiosos). Muchos de ellos iniciaron una huída de refugio en refugio, con gran riesgo de sus vidas y de las personas que les acogían. Había que ser muy valiente para acoger en casa a un sacerdote o a una monja y no todos se prestaban a ello: no pocas veces hubo ejecuciones de amigos de eclesiásticos. Uno de los sacerdotes que tuvo que huir del Madrid rojo fue por ejemplo el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer quien se lanzó a cruzar los Pirineos con algunos miembros de la Obra hasta llegar a Andorra para instalarse en la zona nacional.
Según Gabriel Jackson, “los primeros tres meses de la guerra fueron el período de máximo terror en la zona republicana. Las pasiones republicanas estaban en su cenit. Los sacerdotes fueron las principales víctimas del gangsterismo puro”.
Las cifras son difíciles de dar, pero se calcula que pudieron ser 10.000 los mártires de la persecución religiosa durante la guerra civil, incluyendo tres mil seglares, en su mayoría pertenecientes a la Acción Católica. Hay registrados cerca de 7.000 con nombres y apellidos. Estos datos hacen que la persecución religiosa se haya llegado a considerar la peor persecución religiosa en toda la historia.
Se dieron episodios de gran crueldad y de verdadero sadismo; así, hubo casos en que las víctimas fueron quemadas vivas, terriblemente mutiladas antes de morir o sometidos a verdaderas torturas psicológicas. También hubo quienes fueron arrastrados por coches. Hubo casos en que se entregó el cuerpo de una persona asesinada a los animales para que lo comieran. Incluso hubo una auténtica cacería de presos.
También es preciso señalar lo que algunos llaman “el martirio de las cosas”. Desde el primer momento se asaltaron iglesias y conventos quemando imágenes y expoliando los bienes artísticos. Se destruyeron unas 20.000 iglesias -entre ellas varias catedrales- incluyendo su ornamentación (retablos e imágenes) y archivos. Se debe resaltar que no fueron destruidas en acciones de guerra, sino en la retaguardia. Actualmente muchas provincias, como Cuenca, Albacete o Valencia, que no vieron una sola batalla en la guerra, carecen prácticamente de todo su patrimonio artístico religioso anterior a 1936, porque sucumbió en las llamas en esos primeros días.
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