Por Robert Royal
Para cuando se publique este artículo, el Papa León ya habrá celebrado en Roma la nueva Misa por el Hogar Común (o Cuidado de la Creación, Missa pro custodia creationis). No se trata —sobre el papel— de una reelaboración radical de la liturgia. Principalmente, introduce varias oraciones que recuerdan a los fieles que Dios creó el mundo y nos colocó en el Jardín “para cultivarlo y cuidarlo” (Génesis 2,15). Sin embargo, como ocurre con las controversias en torno a la Misa Tradicional en latín, el significado de la Misa de la Creación va mucho más allá de las simples palabras y plantea cuestiones profundas.
Esta Misa claramente ha estado en preparación durante largo tiempo, quizás desde la encíclica Laudato si’ (“Sobre el cuidado de la casa común”) del Papa Francisco en 2015, aunque su anuncio fue inesperado el 3 de julio, al igual que su primera celebración, tan solo seis días después. Como sucedió con esa encíclica, la controversia es inevitable.
En la tradición cristiana, la Creación (no la mera “naturaleza”, y mucho menos el término reductivo “medio ambiente”) ha sido descrita con frecuencia como el segundo libro de la revelación de Dios, junto a la Biblia, el primer libro, que nos brinda una comprensión más plena de lo que Dios ha creado.
Apenas podemos llamarla, en sentido estricto, un “hogar común”, al menos desde la Caída. “No tenemos aquí ciudad permanente” (Hebreos 13,14). Varios papas recientes han insistido con razón en nuestra responsabilidad de cuidar lo que Dios nos ha dado. Pero con menos frecuencia han reconocido la lucha mortal con la naturaleza que vivieron nuestros antepasados. Y que aún hoy seguimos experimentando: inundaciones (como la que recientemente arrasó con más de cien personas en Texas), sequías, huracanes, tornados, tsunamis, animales salvajes, malas cosechas, enfermedades y mucho más.
Como Dios dijo a Adán:
Porque escuchaste la voz de tu mujer, y comiste del árbol del cual te mandé diciendo: No comerás de él;
maldita será la tierra por tu causa;
con dolor comerás de ella todos los días de tu vida;
espinas y cardos te producirá, y comerás hierba del campo;
con el sudor de tu rostro comerás el pan… (Génesis 3,17-19)
Como saben los agricultores e incluso los jardineros, las malas hierbas, insectos y otras plagas proliferan en el estado “natural” actual. Frutas y verduras requieren atención constante y cuidadosa, incluso medidas firmes y sabias contra lo que de otro modo sería “natural”. Esta lucha humana perpetua suele perderse en los actuales debates “ambientales”, incluso dentro de la Iglesia.
Es más fácil ignorar estas verdades hoy que en el pasado, porque el mundo entero se beneficia ahora de invenciones tecnológicas que han traído grandes mejoras en el acceso a alimentos, vivienda, energía y salud. Estos logros también han traído consigo graves perjuicios para la tierra, los océanos, el aire y nuestra propia percepción del cuerpo como parte del mundo creado por Dios. (La idea de “haber nacido en el cuerpo equivocado” no tiene sentido desde una perspectiva bíblica).
En tiempos recientes hemos tomado más conciencia de las consecuencias negativas del “progreso” de los últimos siglos, y hemos perdido de vista sus beneficios. El Papa Francisco escribió acertadamente sobre cómo la pérdida del sentido de la Creación nos convierte en racionalistas y tecnócratas, meros “amos, consumidores, despiadados explotadores” (LS 11). Sin embargo, él y otros eclesiásticos han tendido a descuidar el papel de inventores, fabricantes y emprendedores en la producción de bienes y su distribución.
En el portal real de la catedral de Chartres, las artes y las ciencias se presentan como remedio al daño causado a la Creación por la Caída. Sería saludable recuperar esa perspectiva medieval, junto a una adecuada atención a los daños tecnológicos de hoy.
Al mismo tiempo, en un mundo caído, poblado por seres humanos caídos, todo lo que podamos lograr será siempre un equilibrio precario, con diversos sacrificios. Vivimos más tiempo y con mejores condiciones físicas que en el pasado, pero también de manera más vulnerable. Basta hoy una falla en la red eléctrica, una interrupción del Internet o del flujo de alimentos y bienes del campo a la ciudad para provocar un caos y una mortalidad a escala global, comparable con cualquier desastre “natural”.
Debemos evitar caer en la ideología en medio de tantas incertidumbres. Recientemente, las Iglesias católicas del Sur Global exigieron lo que equivale a “reparaciones” por los daños causados por las naciones desarrolladas del Norte Global, y propusieron medidas típicas como la prohibición de los combustibles fósiles. Es cierto que se han producido daños en muchos lugares. Pero también lo es que se ha difundido la medicina moderna, métodos agrícolas que aumentan la producción con menor impacto ambiental, y tecnologías de comunicación que han conectado al mundo entero.
¿Debe entonces el Sur Global “algo” al Norte Global por todas las invenciones que lo han beneficiado? Sin hablar de la ayuda alimentaria y humanitaria que los países desarrollados han brindado. Es imposible precisar tal balance —sería una especie de soberbia pensar en las interacciones humanas en esos términos—, lo cual evidencia que no estamos ante una auténtica “justicia ambiental”, sino ante una ideología política que busca explotar la riqueza de las naciones.
San Agustín escribió en la primera frase de su obra Sobre la interpretación literal del Génesis (De Genesi ad litteram): “No es mediante afirmaciones, sino mediante indagaciones como debemos tratar las cuestiones ocultas relativas a las cosas naturales que sabemos que fueron hechas por Dios, su todopoderoso Creador.” Así que poco queda del presunto rechazo cristiano a la ciencia. Pero también es una advertencia contra las afirmaciones bienintencionadas pero infundadas.
Nuestro papa agustiniano, sin duda, ha leído ese pasaje, probablemente muchas veces. Confiemos en que, aunque haya decidido continuar con el énfasis del Papa Francisco en el cuidado de la Creación, también sabrá aportar un mayor equilibrio al tema en su conjunto. Ya hemos tenido suficiente cristianismo sentimental en diversos ámbitos; lo que necesitamos es un mayor realismo cristiano que conduzca a un cuidado y una mejora reales —y, en última instancia, al Cielo—, y no meramente a sensaciones agradables.
Sobre el autor
Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington D.C. Sus libros más recientes son The Martyrs of the New Millennium: The Global Persecution of Christians in the Twenty-First Century, Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.
