Estamos todos expectantes con León XIV. ¿Será ortodoxo? ¿Restaurará la liturgia? ¿Hará limpieza? ¿O se dejará llevar por los cantos de sirena sinodales?
Pero seamos sinceros: el verdadero drama no lo vivimos los fieles. No. Los que de verdad lo están pasando mal son los obispos trepadores, esa inmensa y sufrida fauna clerical que lleva veinte días sin saber si ponerse la casulla bordada o la estola de IKEA.
La neblina pontificia lo inunda todo. León XIV, como corresponde a su nombre, ruge poco pero hace temblar. Ha dicho cosas sensatas y otras que suenan a continuidad. Ha celebrado con canto gregoriano… pero también ha abrazado a algún personaje inclasificable. El resultado: los arribistas no pueden dormir.
Los hay que no saben si sacar de nuevo la capa magna que tenían escondida desde 2007 o comprarse una camiseta con el logo del sínodo en Taizé. Un obispo español —pongamos que cualquier Munilla— lleva dos semanas sin tuitear. Y no es porque esté de ejercicios. Es que no sabe si retuitear a Scott Hahn o a Andrea Grillo.
Specola lo describe a la perfección: están en un sinvivir. Se asoman al horizonte, escrutan signos, analizan sotanas, miden los pectorales ajenos. Algunos incluso se han atrevido a preguntar en Roma si es buen momento para reaparecer con sandalias o si mejor se espera a Pentecostés.
Hay quien ha mandado a imprimir una edición bilingüe del Motu Proprio Summorum Pontificum, por si acaso, mientras al mismo tiempo encarga una imagen a color del cardenal Grech para enmarcarla en el salón del obispado. Precaución es virtud episcopal.
Y en medio de todo esto, nosotros, el pueblo fiel, los que rezamos por la Iglesia y por el Papa cada día, asistimos al vodevil con resignación cristiana. Confiamos en que a pesar de la niebla, León XIV diga pronto algo claro. No para tranquilizarnos a nosotros, sino para que los trepadores respiren, se pongan de acuerdo… y vuelvan a decirnos qué hay que pensar.