Cupich: Hasta las narices de que se autoproyecten

Cupich vacunas

Uno lee ciertas noticias y le dan ganas de cerrar el ordenador e irse al campo, lejos de toda la hipocresía eclesiástica. Pero no podemos.

Porque cuando uno ve al cardenal Blase Cupich defendiendo la adopción gay y criticando a quienes se resisten a bautizar a niños en esas situaciones, uno entiende que esto ya no va de cuidar almas, sino de proyectar frustraciones personales.

El discurso emotivista: lágrimas y poco Evangelio

El artículo de Cupich publicado en el portal de James Martin —ese foro de propaganda al que llaman católico— es un festival de lugares comunes: habla de exclusión, de incomprensión, de historias dramáticas… Pero, ¿qué hay del Evangelio? ¿De la cruz? Nada. Cupich nos invita a «escuchar sin prejuicios», pero no a hablar de Cristo. Prefiere emocionarnos con relatos lacrimógenos sobre familias desestructuradas mientras pasa por alto el pequeño detalle de que los niños necesitan una madre y un padre, no una ideología de laboratorio.

El gran argumento: «conozco a muchos»

Cupich recurre al argumento estrella de los progres eclesiales: «Yo he hablado con ellos». Bien por él. Pero la experiencia personal, por muy respetable que sea, no define la doctrina. Los sacramentos no son premios de consolación ni herramientas de inclusión social. Si un niño es bautizado, es porque sus padres se comprometen a educarlo en la fe. ¿Qué significa este compromiso en una pareja que vive en abierta contradicción con el modelo de familia cristiana? Es una pregunta que Cupich elude hábilmente.

¿Un cardenal atrapado en su propio laberinto?

Todo esto huele a autocomplacencia. Uno no puede evitar pensar que, más que pastorear, estos cardenales buscan absolverse a sí mismos públicamente, quizás de su propia cobardía. Si Cupich tiene dudas sobre quién es y qué defiende, que las resuelva. Pero que no utilice su púrpura para relativizar la fe y confundir a los fieles. Si quiere predicar estabilidad, que empiece por sostener la doctrina que juró defender. Y si no puede, que tenga la valentía de admitirlo sin utilizar a los demás como pantalla.

No podemos seguir tolerando que el sentimentalismo barato reemplace la verdad. Porque, al final, seamos claros: Cupich no está defendiendo a los homosexuales ni a los niños, sino a sí mismo. Y de eso ya estamos hartos.