(Regis Martin en Crisis Magazine)–Casi al final de una larga y legendaria carrera, marcada por un gran coraje y no pocos éxitos en la esfera pública, Margaret Thatcher, que ha sido la primera ministra británica que más tiempo ha ocupado el cargo en el siglo XX -de 1979 a 1990- y la primera mujer en ser primera ministra, anunció sus planes de jubilación. «Cuando deje la política», dijo, «abriré un negocio y lo llamaré ‘Rent a Spine'».
Conocida como la «Dama de Hierro», la baronesa Thatcher habría estado singularmente cualificada para dirigir una empresa así. Y también habría prosperado, dado el gran y creciente número de personas sin carácter, tanto en la vida pública como en la privada, que necesitan infusiones inmediatas de valor. De lo que ella evidentemente tenía de sobra, afilado por el uso constante que hizo de él durante los muchos años que pasó tanto como miembro del Parlamento como durante los tres mandatos consecutivos que pasó como líder de la nación británica.
¿Qué es el valor? ¿Y por qué parece faltar tanto entre los líderes actuales y el pueblo al que representan? Sabiendo que una nación no puede sobrevivir mucho tiempo a menos que sus gobernantes posean la suficiente valentía para hacer el trabajo, ¿por qué no han dado un paso al frente y simplemente han seguido adelante haciendo lo correcto? ¿De qué tienen miedo? ¿Es acaso porque, para empezar, no tienen ninguna convicción? Que los mejores «carezcan de toda convicción», tomando prestada una frase muy citada de Yeats, «mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad»: ¿acaso es eso?
Desde luego, eso no habría sido aplicable a la difunta Margaret Thatcher, que nunca se quitó su insignia de valentía. En una entrevista en la que confesó su desdén por la práctica de la política de «consenso», prefiriendo que los políticos se mantuvieran erguidos en la silla de montar, armados hasta los dientes con sus propias convicciones, explicó que en su época «intentábamos persuadir a la gente de que nuestras convicciones eran las correctas, y de nada sirve tener convicciones si no se tiene la voluntad de traducir esas convicciones en acción».
Yo diría que es un consejo bastante claro. En otras palabras, defiende lo mejor que puedas aquello en lo que crees, apuntala las razones para ello con la mayor solidez que sepas, y luego date cuenta de que pronto llegará el momento en que simplemente debas pasar a la acción basándote en esos principios. Como a ella le gustaba decir, «el gallo puede cantar y cantar y cantar, pero la gallina tiene que poner el huevo». Ella era, en el terreno de la política, una gran ponedora de huevos.
¿Se puede aplicar esto al mundo de la Iglesia, a la arena de la política eclesiástica en la que tantos de nosotros nos vemos envueltos, incluso sin saberlo? ¿Dónde están los prelados que no han perdido su fortaleza? Quiero decir, aparte de los africanos, ¿quiénes se han mantenido valientemente en la brecha, movidos por una feroz y profunda fe en Dios? Y todo esto a pesar de tanta tontería condescendiente de que solo el prejuicio cultural podría explicar su oposición a bendecir las uniones del mismo sexo, que la fidelidad a la palabra de Dios no podría tener nada que ver con ello. La noción es perfectamente ridícula, como si el respeto por el orden básico de la creación, que no puede doblegarse a la voluntad de quienes pretenden practicar la perversión sexual, fuera de algún modo una función solo del gusto y no de la razón y la fe.
Entonces, ¿qué pasa con nuestros obispos que los mantiene tan supinos? ¿No hay ninguno dispuesto a replicar a Roma? ¿A decirle al Vaticano que está muy equivocado? Y que no es la rigidez ideológica lo que les mueve a decirlo. No un espíritu de cisma, que es completamente ajeno y aborrecible para cualquier católico honesto, sino que Roma necesita una corrección inmediata, aunque respetuosa y fraterna, en este asunto.
No hacerlo es abdicar en una cuestión de principio, que hunde sus raíces en la misma Revelación Divina, atestiguada por la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición. Que uno pensaría que es asunto del Magisterio de la Iglesia mantener. De lo contrario, nos estamos diciendo a nosotros mismos y al mundo que la bendición de una unión entre dos sodomitas está bien de alguna manera, que a Dios no le importa si pasamos por alto el pecado y fingimos que tales aberraciones en el orden sexual no importan en absoluto.
¿Por qué nuestros obispos no muestran un poco de coraje? Simplemente digan a Roma que ha cometido un error, que tiene que rechazar el documento emitido por el dicasterio, aprobado por el papa; pero independientemente de si lo hace o no, Fiducia Supplicans está encallada, aquí no se aplicará. Y punto.
¿Tan difícil es? ¿Cuánto les costará decir lo que piensan, mentes presumiblemente formadas por dos mil años de enseñanza ininterrumpida de la Iglesia? ¿Y hacerlo, además, con una voz única y unificada, que es la voz de los pastores que guían a sus ovejas?
«No se trata», como nos recuerda von Balthasar, «de una cuestión de erudición o de astucia, sino, hoy como siempre, del valor de arriesgarse».
¿Están dispuestos nuestros obispos a arriesgarse, a aventurarse en obediencia a Dios, aun a riesgo de ser censurados o avergonzados por los demás? «Sed dignos de la llama que os consume», escribe Paul Claudel. ¿Y qué importa eso? se pregunta.
Y, en realidad, pregunta, al fin y al cabo: «¿Qué vale el mundo comparado con la vida? ¿Y qué vale la vida si no es para darla? ¿Y por qué atormentarnos cuando es tan sencillo obedecer?».
Pensándolo bien, no es una mala resolución cuaresmal para nuestros obispos. Y no solo para ellos -como si solo ellos tuvieran que acaparar el mercado del valor-, sino para todos nosotros, ahora y siempre.