¿Pecado o fragilidad? La revolución lingüística en la Iglesia

¿Pecado o fragilidad? La revolución lingüística en la Iglesia

(La nuova bussola quotidianna/ Tommaso Scandroglio)-Toda revolución trae consigo también una revolución lingüística porque borrar una determinada realidad para sustituirla por otra nueva conlleva, paralelamente, borrar todos aquellos términos que definen la realidad presente para dar paso a un nuevo vocabulario capaz de describir el nuevo mundo que, por definición, es siempre mejor que el antiguo. También las revoluciones en casa católica sobre la fe y a la moral siguen esta regla léxica. Algunos ejemplos.

Tomemos en primer lugar la palabra «pecado», que ha sufrido un grave ostracismo en favor del término «fragilidad». «Pecado», término ahora en el banquillo de los acusados, evoca una definición doctrinal de principios, así como una ofensa a Dios, y se refiere por tanto a un plano trascendente, a una voluntariedad expresada por la persona y, por tanto, a su responsabilidad. De ahí que, en el imaginario colectivo, asociados al “pecado” tengamos conceptos como mandamiento, error, injusticia, culpa, reparación, castigo. La «fragilidad» baja la temperatura moral con respecto al concepto de «pecado». De hecho, este lema se refiere más al ser -‘una persona frágil’- que a la acción, a la conducta. Pero la moral se refiere principalmente a la acción y, por tanto, a las normas de conducta. De ello se deduce que la fragilidad es capaz de liberarse de las estrecheces de la moral.

Y además, la fragilidad, de nuevo en la conciencia colectiva y desde una perspectiva psicológica, puede ser inherente a la persona y por tanto inevitable e irreprochable. Además -y ahora pasamos a la perspectiva teológica- este término parece evocar, en el sentido protestante, esa condición de debilidad intrínseca e irremediable de nuestra naturaleza humana herida por el pecado original. Y también en este caso la fragilidad es algo que no podemos suprimir ni erradicar. Por tanto, no puede provocar ninguna condena y, al contrario, mueve inmediatamente a la justificación de la misma y, por tanto, a la solidaridad.

Ni que decir tiene, pues, que el concepto de fragilidad excluye a Dios de su horizonte, porque la fragilidad no ofende a nadie, y menos al Creador, que entrará en juego, si acaso, para curar al frágil en la confesión, lugar que se ha convertido sólo en enfermería y ni siquiera en tribunal donde admitir las propias faltas. La fragilidad, por el contrario, elimina este aspecto y presenta al pecador sólo como una persona herida que lo está sin culpa por su parte. Por tanto, es necesario asesinar al pecado en legítima defensa para llevar una vida tranquila.

Otro término que se ha retirado es «doctrina». En su lugar encontramos “pastoral”. Ya no existe un conjunto de normas y principios de fe y moral para guiar al creyente en la praxis, que los pastores en su acción evangelizadora deben llevar a concreción. Se ha invertido esa relación jerárquica en la que la doctrina está arriba y la pastoral abajo. De hecho, para ser más correctos, podríamos decir que la pastoral coincide con la doctrina. Es lo contingente, lo particular que revela la norma igualmente contingente y particular. En esta idea de la Iglesia no hay lugar para la doctrina, sino sólo para un pesado manual de experiencias. Las reglas universales ya no existen: la casuística dicta la ley. Las únicas reglas universales son principios muy generales, buenos para todas las épocas, que con jactancia se deducen de un espíritu deliberadamente indeterminado del Evangelio: apertura a los demás, sobre todo a los últimos, mejor si son pobres; diálogo; no discriminación, inclusividad; respeto del medio ambiente; solidaridad; etc.

Detengámonos precisamente en el sustantivo «medio ambiente», que ha enviado «creación» al desván. Una señal, una vez más, de que el brazo horizontal de la cruz, horizontal como la tierra, debe ganar al vertical, que apunta al Cielo. Por tanto, debe prevalecer una visión inmanentista y no trascendente, porque el medio ambiente no necesita a Dios para existir, mientras que la creación sí. Hay que añadir que el medio ambiente, dentro de un entorno religioso, se convierte pronto en un culto, aunque disfrazado, a Gea, diosa de la Tierra. La jerarquía del orden natural querida por Dios se revoluciona y así la persona se convierte sólo en un animal humano, pero animal al fin y al cabo, que se subordina, para conquistar el Cielo, a honrar la Tierra, es decir, las plantas, los animales e incluso los glaciares.

También ha caído en el olvido la palabra «justicia», que ha sido descartada del vocabulario católico en favor del término «misericordia». O mejor dicho, el término «justicia» sólo encuentra su dignidad cuando se declina como «justicia social», es decir, sólo cuando se emplea en referencia a los pobres, los marginados, los enfermos, los inmigrantes, etc. Pero cuando emprendamos el vuelo hacia el Cielo, la justicia permanecerá en el suelo, y en el Más Allá sólo nos encontraremos cara a cara con una misericordia divina que, en las intenciones de algunos teólogos, es tan generosa que no mira a nadie ni a nada, ni siquiera a los pecados. Así pues, tras la confianza ciega en Dios, ahora debemos predicar también la misericordia ciega, ciega a los méritos y deméritos. Con respecto a estos últimos, reinará el poder del perdón, que, después de tantas insistentes operaciones de cirugía plástica teológica, será irreconocible hasta el punto de llamarse «condonación».

La palabra «jerarquía» también queda desacreditada porque el nuevo avance se llama sínodo (que no es tan nuevo). Caminar juntos sin rumbo, persiguiendo tenazmente el mismo caminar juntos como único fin, eso es este sínodo, el inédito órgano de gobierno de la Iglesia que, idealmente desprovisto de jerarquía, produce una marcha de fieles inevitablemente sin orden determinado. El caso alemán es paradigmático en este sentido. En realidad, todo es una ficción deliberada: históricamente, quienes siempre han hablado de colegialidad, de democracia, de compartir, lo han hecho porque es instrumentalmente útil a su propio autoritarismo. Tras el escudo de la sinodalidad se esconden los cuatro de siempre que no quieren renunciar al poder. Las masas se dejan pilotar fácilmente, sobre todo si sólo participan en la dinámica sinodal los que piensan como los de la sala de control: el consenso se construye arteramente y refuerza así el poder de unos pocos. Si entonces el pueblo de Dios no se orienta como quieren los controladores, basta con no hacerle caso. Este proceso por el que se utiliza subrepticiamente la sinodalidad para consolidar el poder es antitético al principio jerárquico tal como se entiende en el sentido católico. Tanto porque la jerarquía no contempla la aniquilación de los poderes intermedios en favor del poder de uno solo, como porque la jerarquía católica significa servicio, y porque la jerarquía de los eclesiásticos está siempre subordinada a la jerarquía celestial y, por tanto, a la verdad.

Un último par de lemas, entre los infinitos que se pueden mencionar: fe y duda. La fe ha sido desechada porque en el Catecismo de la Iglesia Católica leemos la siguiente «blasfemia»: » La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir» (n. 157. Nótese la cursiva, que no es nuestra). Hoy, en cambio, la fe se enseña en la duda: no respuestas sino preguntas, no signos de exclamación sino interrogantes, no luz sino tinieblas. Dios no se ha revelado, sólo podemos verlo a través del ojo de la cerradura de nuestra conciencia personalísima, y se mueve incluso en una habitación inmersa en la oscuridad. La verdad parece rígida, no maleable, tan incómoda porque no es ergonómica para las almas delicadas de nuestros contemporáneos. He aquí, pues, el diálogo como fin en sí mismo, la celebración de las crisis de fe, la doctrina líquida, o más bien gaseosa, la prioridad de los procesos sobre los resultados, del camino sobre la meta, de la investigación sobre los resultados. La única liturgia permitida es la que celebra lo ambiguo -¿y nos sorprende la bendición eclesial de la homosexualidad? – en detrimento de lo inequívoco, que inciensa el problema y no la solución, lo relativo y no lo absoluto, como los absolutos morales. Esta es la única certeza que hay que cultivar: que uno ya no tiene certezas.

Ayuda a Infovaticana a seguir informando