El caso es que vivimos, como dicen los filósofos, en dos universos gnoseológicos distintos, y por eso es muy difícil hacer una aproximación en términos sencillos entre esos dos universos. Resulta que, para mayor dificultad, hablamos idiomas distintos, que es lo que le sucede en general a la gente de hoy, como una nueva torre de Babel, y eso es porque nuestra weltanschauung, nuestro concepto del hombre, del mundo y de la vida en general parte de premisas muy distintas. Las palabras y los conceptos no significan lo mismo si las visiones generales son divergentes.
Hasta el siglo XIV sólo había una visión del mundo, que llamaremos religiosa, centrada en Dios. A partir del siglo XV, el hombre comienza a centrar su atención sobre sí mismo, de modo que, paso a paso, Dios se va difuminando hasta desaparecer, y finalmente queda el hombre solo frente a sí mismo, convertido en su propio dios. A esa visión la podemos llamar secular.
Hoy la visión secular es compartida por la gran mayoría de la población en Occidente, no así en Asia, África o Sudamérica, y los que mantienen la visión religiosa en ese Occidente se han convertido en una pequeña minoría.
Obviamente, no se trata de categorías absolutas, de blanco o negro. Siguen existiendo los matices, y dentro de cada una de las visiones puede haber distintos grados, aunque el núcleo de todos ellos sea el mismo.
La visión secular puede incluso admitir hipotéticamente la existencia de Dios, de la trascendencia, pero en la práctica vive de forma totalmente ajena a cualquier noción de trascendencia. Incluyo aquí a la gran mayoría de los que se declaran miembros o seguidores de una religión, pero viven totalmente de espaldas a ella, en la absoluta inmanencia. El extremo de esta visión lo representa la rebelión explícita, radical e incluso violenta contra cualquier trascendencia, si bien no deja de ser curioso que los que se declaran radicalmente ateos ataquen con ese encarnizamiento algo en lo que no creen.
Lo que caracteriza, pues, a la visión secular, no es lo que cada uno declare sobre sus creencias o increencias, sino la inmanencia radical de su forma de vida.
¿Qué es lo que caracteriza a la visión religiosa, y concretamente a la católica? La creencia en un Dios creador, que crea por Amor, autor de todo cuanto existe, que crea al hombre a su imagen y semejanza y le dota de libre albedrío, lo cual implica la posibilidad de rebelarse contra su Creador, pues sin tal posibilidad la libertad no sería tal, y le da una finalidad, que es perfeccionar la creación perfeccionándose al mismo tiempo a sí mismo, y reintegrarla al Creador al final de los tiempos junto consigo mismo. Pero el hombre se rebela, no admite un papel “subordinado”, quiere ser “como Dios”, es decir, quiere ser su propio dios (¿nos suena de algo?) Realmente no hay nada nuevo bajo el sol. Y así el hombre establece el mal, que no es obra de la voluntad de Dios, sino de la libre voluntad del hombre, que Dios respeta y consiente. El hombre ha destruido el puente que le une a Dios, ha dañado su propia naturaleza desviándola del fin para el que fue creada, pero Dios es misericordioso, reconstruye ese puente y restaura la naturaleza humana tomándola Él mismo, haciéndose uno de nosotros, tomando sobre sí todo nuestro mal y ofreciéndose a Sí mismo en holocausto al Padre. Durante Su vida entre nosotros, nos deja Su Palabra, que es Él mismo, y nos manda que la sigamos como condición necesaria para poder atravesar ese puente reconstruido.
Todo eso tiene muchísimas implicaciones, que se derivan de un hecho sencillo: la Palabra de Dios es la Verdad, pues de lo contrario no sería Dios, y la Verdad es Una; no puede haber dos verdades, pues entonces ninguna de ellas sería la Verdad; y la Verdad es Inmutable, no depende del tiempo, del lugar ni de las circunstancias; es una y la misma siempre, sin lo cual no sería la Verdad. Esto tan sencillo y al mismo tiempo tan inmenso es el fundamento de todo lo demás.
Dios establece en Su Última Cena el Sacramento de la Eucaristía, Su propio Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad para alimento de nuestras almas, y en Pentecostés una Iglesia para conducir a todos los hombres a la salvación, administrando la Eucaristía y los demás Sacramentos, extendiendo Su Palabra a toda la humanidad y bautizando en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La Iglesia custodia Su Palabra, que es la Verdad, la defiende de las desviaciones y la refleja en su doctrina y su Magisterio para enseñanza de los hombres. El Magisterio de la Iglesia no puede cambiar la Verdad, puesto que es Inmutable, pero sí desarrollar su contenido y facilitar su comprensión. Todo el desarrollo doctrinal y magisterial de la Iglesia durante más de veinte siglos no ha alterado una sola coma de la Verdad, ni puede hacerlo, pero sí ha ido extrayendo progresivamente todo su “jugo”, todas sus derivaciones, siempre coherentes con los principios inmutables, y ha construido de ese modo un edificio inmenso para ponerlo al servicio de los hombres.
Quien acepta todo eso y lo practica, tiene un criterio sólido para juzgar cualquier situación, que es la coherencia con los principios inmutables de la Verdad. Pero para ello, evidentemente, es necesario no sólo conocerlos, sino haberlos hecho propios.
En siglos pasados, ese conocimiento y esa apropiación eran bastante sencillos, puesto que toda la vida del hombre estaba bañada en la enseñanza de la Iglesia, desde su nacimiento hasta su muerte. Hoy resulta mucho más difícil, tanto por el hecho de que la enseñanza de la Iglesia no se escucha, no forma parte de la vida ordinaria de la gente, cuanto por el hecho de que la propia Iglesia ha descuidado en gran medida la evangelización, se ha dejado penetrar por ideologías extrañas y ha dado muchos mensajes contradictorios con su propia doctrina, lo cual forma parte de la evolución general descendente del mundo y ha sido así anunciado desde el inicio.
De esta forma, quienes tienen un criterio sólido para juzgar la realidad, basado en los principios del Magisterio, reflejo a su vez de la Verdad inmutable, se han convertido en una pequeña minoría, una molesta e irritante minoría para esa inmensa mayoría a la que recuerda obstinadamente sus errores y limitaciones.
¿Y eso por qué es así? Porque la visión secular, al haber prescindido de Dios, ha prescindido también de la Verdad, y al prescindir de la Verdad, ha pretendido crear su propia “verdad”, pero como estamos en el dominio de la multiplicidad, cada uno defiende su “verdad” particular, con lo cual el mundo actual es un conflicto permanente e irresoluble de “verdades” distintas, lo cual tiene dos posibles resultados: o bien una “verdad” se impone a las otras por la fuerza, como es el caso de los distintos totalitarismos, o bien se crea una “ensalada de verdades” que llamamos relativismo, en el cual cada uno se encierra en su propia “verdad” o termina admitiéndolas todas (“cada uno tiene su propia verdad”), de lo cual resulta un mundo de individuos o grupos de individuos aislados en sus pequeñas “verdades”, en conflicto unos con otros o en total indiferencia. Este es nuestro mundo.
Y dentro de esta “ensalada”, hay “verdades” que se van convirtiendo en dominantes, generalmente porque resultan más fáciles, más cómodas, menos exigentes, o bien porque a los que controlan el mundo y nuestras vidas les resulta conveniente que sean esas las que dominen y ponen todos sus poderosísimos medios a su servicio, desde la enseñanza hasta los medios de comunicación en sus más diversas modalidades.
Esas “verdades” dominantes, administradas desde la leche materna y el jardín de infancia hasta la universidad, repetidas a cada instante por todos los medios imaginables, terminan resultando parte integrante del propio pensamiento, como connaturales a él, hasta el punto de que a nadie le pasa siquiera por la cabeza cuestionarlas de algún modo, igual que uno no cuestiona las cosas más evidentes. Esas “verdades” han llegado a convertirse para casi todos en evidencias, y no se cuestionan las evidencias. Por eso, quien osa cuestionarlas se convierte ipso facto en enemigo público, en objetivo a batir.
Por eso, los que seguimos creyendo que hay una Verdad e intentamos atenernos a ella, los que juzgamos los hechos con el criterio de esa Verdad y nos atrevemos a opinar, y decimos que hay “verdades” absolutamente inaceptables porque son contrarias a la Verdad, chocamos frontalmente con ese relativismo para el que todo es respetable y aceptable, o con las “verdades” obligatorias impuestas por el poder, y nos vamos convirtiendo poco a poco en apestados.
Ciertamente, todo esto no es un problema maniqueo de buenos y malos. En modo alguno puede decirse “estos son buenos y los otros malos”, entre otras cosas, porque el único que lee los corazones de las personas es Dios, y porque todo hombre tiene en su corazón lo que los católicos llamamos ley natural, los fundamentos impresos por Dios en las profundidades de nuestra alma que nos permiten determinar lo que está bien y lo que no está bien, y nos inclinan a hacer el bien y evitar el mal. Por eso, muchas personas, aunque no sean creyentes, pueden guiarse por esa ley natural y conducir su vida de acuerdo con principios naturales rectos, del mismo modo que muchos creyentes pueden no ser consecuentes con su creencia. Y podemos confiar en que la misericordia de Dios, a quien obra rectamente, le dará probablemente la oportunidad de encontrar el camino que conduce a Él. El problema está en que la continua exposición a esas falsas “verdades” y falsos principios puede terminar distorsionando nuestra percepción de la ley natural y confundiendo nuestra conciencia. Hoy es muy frecuente escuchar a la gente diciendo: “yo sigo mi conciencia”. Pero para que una conciencia nos conduzca rectamente, debe haber sido debidamente formada y no deformada. Seguir una conciencia deformada no lleva a ningún buen fin.
Es necesario ser consciente, en definitiva, de que seguir la Verdad tiene un precio que hay que estar dispuesto a pagar, y eso también está escrito: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: el siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Juan 15:18-20).
Pedro Abelló.