Una sinfonía de voces pascuales

The Baptism of Christ by Francesco Trevisani, 1723 [Temple Newsam House, Leeds Museums and Galleries, England]
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Por Randall Smith

Aunque crecí en un entorno protestante, no puedo decir que alguna vez haya sido muy aficionado a “la Biblia”. Me gusta Tomás de Aquino. Y san Agustín. Y los Padres de la Iglesia.

Si alguien me pregunta qué me llevó a la Iglesia, me temo que no puedo decir sinceramente: “la Biblia”. Usualmente digo: “el Espíritu Santo”. Pero si hablamos de libros, fueron más Platón, Aristóteles y Cicerón que Amós, Oseas e Isaías. Me consuela un poco saber que incluso el gran san Agustín no encontraba las Escrituras especialmente inspiradoras en su juventud. Prefería a Virgilio. Con los años, las cosas cambiaron. Digamos simplemente que las Escrituras empezaron a cantarle, y comenzó a oír su música.

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Este año he tenido el placer de enseñar nuestro curso de “Escritura e Historia de la Salvación”. Cuando uno tiene el privilegio de enseñar un curso así, todas esas voces de los distintos libros bíblicos que antes sonaban raras y discordantes comienzan a sonar juntas como los diversos instrumentos de una magnífica sinfonía. Tal vez vos mismo lo hayas experimentado si asististe a las Misas del Triduo Pascual y prestaste atención a las lecturas. Son algunos de los mejores ejemplos del principio de san Agustín: el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo.

El Viernes Santo escuchamos aquella conmovedora lectura de uno de los Cantos del Siervo Sufriente de Isaías:

Él soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestras dolencias;
nosotros lo tuvimos por azotado,
herido por Dios y humillado.
Pero Él fue herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
El castigo que nos trae la paz cayó sobre Él,
y por sus llagas hemos sido sanados.

Y luego escuchamos en la Carta a los Hebreos esa oración sacerdotal sobre el “sumo sacerdote que penetró los cielos”, pero que puede “compadecerse de nuestras debilidades”, porque fue “probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado”.

Luego llegamos a la Vigilia Pascual y escuchamos el relato de la Creación en el Génesis, para recordar que el Dios que nos creó es el mismo Dios que nos recrea. El que murió en la Cruz es el Verbo por quien todo fue hecho. Y volvemos a oír a Isaías, quien nos dice que “tu esposo es tu Hacedor”, es decir, tu Creador.

Esta imagen esponsal probablemente fue inspirada por el profeta Oseas, que escribió con profunda emoción sobre el amor de Dios por su pueblo, comparándolo con su propio amor por una esposa adúltera. Su amor, escribe el P. Louis Bouyer, “no tiende a cerrar los ojos ante la debilidad de su amada”.

Así también con Dios: “Él no espera a que seamos justos para amarnos”. Como dice san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores”. Ese amor es tan grande y tan poderoso que transforma al amado. Es una justicia misericordiosa que nos vuelve justos. Puede hacer lo aparentemente imposible: crear en nosotros un corazón nuevo.

Así también, en la Misa, escuchamos la promesa de Dios en el profeta Ezequiel:

Esparciré sobre vosotros agua pura
y quedaréis purificados;
os purificaré de todas vuestras impurezas
y de todos vuestros ídolos.
Os daré un corazón nuevo
y pondré en vosotros un espíritu nuevo;
quitaré de vuestra carne el corazón de piedra
y os daré un corazón de carne.

Esto debería recordarnos una promesa similar del profeta Jeremías, en la que Dios anuncia una “nueva alianza… no como la alianza que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su esposo”.

Ahí está de nuevo la imagen nupcial. En esta “nueva alianza”, dice el Señor:

Pondré mi ley en su interior
y la escribiré en sus corazones.

Algunas de estas lecturas pueden omitirse, pero la que nunca debería faltar es la lectura del Éxodo sobre la Pascua. Nos recuerda lo que hizo Cristo en la Última Cena al transformar el pan y el vino de la celebración pascual en su propio Cuerpo y Sangre. Él es, como dice san Juan Bautista, “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Al reconocer esto, Juan se pregunta por qué Jesús, sin pecado, vendría a él para ser bautizado. El comentario de Benedicto XVI sobre esta escena nos ayuda a ver que, en ese acto, “Jesús cargó sobre sus hombros la culpa de toda la humanidad” y “la hundió en las profundidades del Jordán”, como lo haría luego en la oscuridad del sepulcro. “Su gesto inaugural es una anticipación de la Cruz.”

Puesto que nos preparamos para presenciar bautismos en la Vigilia, escuchamos la exhortación de san Pablo: “¿No sabéis que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?”, para que, “sepultados con Él por el bautismo en la muerte”, resucitemos con Él a una vida nueva, vida posible desde ahora gracias a ese tercer personaje que aparece en el Bautismo de Cristo: el Espíritu Santo, ese del que san Pablo dice que “derrama el amor de Dios en nuestros corazones”.

Creación, espíritu, agua, purificación, un corazón nuevo, muerte y resurrección, un amor tan grande que transforma al amado. Las piezas encajan en una armonía maravillosa, como voces en la Pasión según san Juan de Bach, las Vísperas de la Virgen de Monteverdi o el Spem in alium de Thomas Tallis. Pero ahora no son solo voces humanas e instrumentos: es como si la armonía resonara a través de toda la creación. Todavía me gusta Platón. Pero él no puede componer música como esta.

Acerca del autor

Randall B. Smith es profesor de Teología en la Universidad de St. Thomas en Houston, Texas. Su libro más reciente es From Here to Eternity: Reflections on Death, Immortality, and the Resurrection of the Body.

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