Un Santo Sentido del Deber – y del Amor

Saint John the Evangelist on Patmo by Titian, c. 1553-55 [National Gallery of Art, Washington, D.C.]
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Por el Rev. Jerry J. Pokorsky

El calendario católico lleva esta notable designación en varias fechas: “Día de Precepto.” La Iglesia nos requiere asistir a Misa para honrar el Tercer Mandamiento. Los que estamos presentes en la Misa deberíamos cumplir con un sentido de deber. Un sentido del deber bien dirigido es santo y bueno. Pero la salvación no proviene únicamente del cumplimiento formal del deber.

Un sentido del deber sostiene a las familias. Los padres, como buenos esposos, cumplen con horarios, trabajan para poner comida en la mesa y pagan la renta. Las madres, como buenas esposas, cumplen con sus tareas maternales, haciendo del hogar una iglesia doméstica. Un bebé recompensa el cuidado materno con su primera palabra: mamá.

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Por vocación y circunstancia, las personas solteras a menudo tienen un sentido del deber intensamente enfocado, dedicando sus vidas a esfuerzos que benefician a la comunidad local y al mundo entero. Los sacerdotes preparan y ejecutan diligentemente los horarios parroquiales con Misas, Confesiones y Bautismos. El deber motiva a los trabajadores a que los trenes lleguen a tiempo. El deber construye y defiende naciones. Un sentido del deber es una piedra angular de la eficiencia, la productividad y la realización de las tareas.

Cumplimos con nuestro deber religioso de santificar el domingo asistiendo a Misa los domingos y días de precepto.

Pero cumplir con nuestra obligación de asistir a Misa es estéril sin amor. Un sacerdote excesivamente eficiente daña su vida de oración. (La ley de la Iglesia prohíbe a los sacerdotes celebrar un número excesivo de Misas). Corremos el riesgo de reducir la asistencia a Misa a simplemente “ver la hora” –especialmente esa práctica odiosa y absolutamente horrible de mirar el reloj durante los, sin duda, elocuentes comentarios homiléticos del sacerdote. Aquellos con un sentido del deber truncado suelen llegar tarde a la Misa o salir temprano para evitar el tráfico.

El deber necesita nuestro amor.

La mayoría de los católicos aman la realidad de la Misa con sus innumerables símbolos y relaciones humanas. El llanto de los niños es hermoso y enriquece el realismo sacramental de la Misa. Pero María probablemente salió de la sinagoga cuando el Niño Jesús lloraba por comida o un cambio de pañal. (No hay un relato de eso en el Evangelio de Lucas, pero debería haberlo). Amamos la conversación en el nártex después de la Misa. Casados y solteros por igual encuentran consuelo amoroso en la adoración de Dios en nuestras comunidades parroquiales. La Misa y sus consecuencias son a menudo, intencionada o inadvertidamente, sitcoms santos (y no tan santos). El amor todo lo soporta.

Pero nuestro sentido del deber fortalecido por nuestro amor no puede salvarnos de una realidad rota por nuestros pecados. Como pecadores, tenemos un persistente sentido subliminal de que no somos dignos de amor o incapaces de amar. Las encuestas revelan que el 99.9 % del mundo entero carece de amor. Sospecho que el 0.1 % restante miente. Solo el amor de Dios puede sanar la realidad de nuestra dignidad humana herida y la culpable memoria de nuestras traiciones pecaminosas.

San Juan Apóstol escribe: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros.” (1 Juan 4:10-12). Asistimos a Misa para dar gracias por el amor de Dios y Su infalible oferta de perdón.

¿Necesitas evidencia de Su amor? Contempla esa Cruz sobre el altar: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.” (Juan 15:13). ¿Demasiado duro para la sensibilidad navideña? Contempla ese Belén: “No temáis, porque he aquí, os traigo buenas noticias de gran gozo que será para todo el pueblo; porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” (Lucas 2:10-12).

Un Niño indefenso atrae el amor y la adoración de María y José, de los pastores y de los Magos. Dios y el hombre se reconcilian en un Niño nacido de la Virgen. El cielo y la tierra se reconcilian en Belén. El mismo nombre de Belén prefigura Su misión salvadora: la “Casa del Pan,” el Pan sobreabundante de la Santísima Eucaristía, el Pan de vida eterna –la Misa. Jesús y Su Sagrada Familia revelan Su amor constante y nos enseñan a amarnos unos a otros.

Juan probablemente era un anciano cuando escribió sus cartas, su Evangelio y tuvo su visión apocalíptica en Patmos. Como el Apóstol más joven, era conocido como el Discípulo Amado. Su juventud e inocencia temeraria pueden haber suscitado un afecto especial. (Hay humor en la escena del Evangelio donde él y su hermano Santiago piden a Jesús que haga descender fuego y azufre sobre sus enemigos).

Juan estuvo al pie de la Cruz con María. Jesús, desde la Cruz, lo designó guardián de María mientras elevaba a María como Madre Universal. Juan pasó sus últimos años en y alrededor de Éfeso con la Madre de Dios, celebrando la Misa con ella mientras hacía presente el amor de Dios en la Sagrada Comunión.

La historia cuenta (y suena cierta) que el anciano Juan solía decir: “Hijitos, ámense unos a otros.” Sus discípulos en Cristo le preguntaron por qué repetía esa delicada y sentimental frase. Juan respondió: “Porque eso fue lo que Él nos dijo.”

La salvación viene de Emmanuel: el amor de Dios personificado está con nosotros. Su amor vigoriza nuestros muchos deberes con Su gracia. “Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” (Mateo 11:29-30).

Acerca del autor

El Padre Jerry J. Pokorsky es sacerdote de la Diócesis de Arlington. Es párroco de la iglesia St. Catherine of Siena en Great Falls, Virginia.

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