Por Robert Royal
Basta con observar cómo la humanidad administra sus asuntos para provocar —si fuera posible— el llanto. O la risa. Durante la mayor parte de su existencia, la Iglesia ha ofrecido al menos un contrapeso, comenzando por haber sobrevivido 2.000 años, algo que no es probable para ninguna nación actual, organismo internacional, ONG, régimen LGBT o imperio de Silicon Valley. La longevidad puede que no pruebe mucho, pero al menos demuestra vida, a pesar de cambios históricos radicales.
¿Qué tipo de vida disfruta ahora la Iglesia? Una pregunta que vale la pena explorar, porque tanto la Iglesia como el mundo están en no poca amenaza.
Los debates cansinamente interminables sobre el Vaticano II tienden hoy a oscurecer un desarrollo crucial. Se nos recuerda con frecuencia que el Concilio “abrió” la Iglesia —para bien o para mal— al “mundo”. Pero, ¿es ese mundo el mismo que el de hoy?
El mundo de entonces (1962-1965) atravesaba su propia transformación tras la Segunda Guerra Mundial, alejándose del nacionalismo —que fue en parte responsable de la guerra— y acercándose al internacionalismo progresista. La ONU se fundó al terminar la guerra, y ya se gestaban los primeros movimientos que darían lugar a la Unión Europea.
Jacques Maritain, el filósofo católico más influyente de la primera mitad del siglo XX, ayudó a moldear la ONU. Tres católicos fueron figuras clave en el surgimiento de la UE: Robert Schuman de Francia (primer presidente del Parlamento Europeo), Konrad Adenauer de Alemania y Alcide de Gasperi de Italia. El Papa Francisco ha declarado a Schuman “Venerable”. La causa de De Gasperi también está en curso.
Todos ellos eran hombres admirables, católicos serios en su tiempo. Es triste contemplar en lo que se han convertido sus buenas intenciones, nacidas de los horrores de una guerra mundial.
En la ONU, una gran mayoría de personajes poco ejemplares dominan la Asamblea General —y buscan explotarla. Las naciones occidentales suelen utilizarla ahora como instrumento para imponer una agenda woke. ¿Alguien cree que la ONU podría ayudar con algo como el ataque ruso a Ucrania o la masacre en Gaza?
Los documentos fundacionales de la UE invocan principios católicos como la subsidiariedad, es decir, la autonomía adecuada de las naciones dentro de una unión internacional. Pero si gobiernos legítimamente electos en Hungría o Eslovaquia resisten políticas de la UE, por ejemplo, sobre adoctrinamiento LGBT, o si países como Italia, Países Bajos y otros se oponen a su postura sobre inmigración ilegal, se les amenaza con retener fondos y se les difama como antidemocráticos.
Aun así, está surgiendo una especie de “populismo” desde el Reino Unido hasta Chequia y más allá, algo similar al fenómeno MAGA en Estados Unidos. Amplios porcentajes de votantes populistas —tachados de “extrema derecha”, por supuesto— han emergido en Francia, Alemania, Austria, etc. En Rumanía, la UE invalidó una elección democrática porque ganó el “candidato equivocado”, un nacionalista cuyo partido desea negociar con Rusia.
Incluso la OTAN, creada para “mantener a los rusos fuera, a los americanos dentro y a los alemanes bajo control”, está atravesando reajustes necesarios. Estados Unidos, con una deuda nacional de 37 billones de dólares, ya no sostendrá la defensa europea, que ha disfrutado de un viaje gratis desde la Segunda Guerra Mundial. La OTAN no desaparecerá, como temen algunos europeos. Putin se ha encargado de eso. Pero Europa tendrá que rearmarse, y sus líderes ya analizan cómo hacerlo —y a qué costo.
¿Y qué dice la Iglesia sobre todo esto? No es exagerado afirmar que Roma y varios de nuestros obispos en Estados Unidos tienen escasa conciencia del momento en que vivimos. El mundo al que están abiertos parece ser, mayormente, el de los años 60 y 70.
Por ejemplo, el Papa Francisco ha propuesto destinar un porcentaje de los presupuestos militares para eliminar el hambre y promover el desarrollo sostenible en todo el mundo. Una visión neopaulina de Pax in terris. Objetivos loables, si no existieran otras amenazas más apremiantes —como Rusia, Irán, China.
También ha deplorado el auge de los “populistas”, a quienes ha caracterizado como proponentes de soluciones simples a problemas complejos. Pero hay cientos de millones de personas en Europa y América —personas que viven cada día las consecuencias de las políticas recientes— que simplemente están hartas de la disolución de sus culturas. Con todo el discurso de una Iglesia “en escucha”, la experiencia de esta gente común ha sido ignorada.
Estados Unidos ha reconocido la necesidad de una reforma radical del gobierno. Europa empieza a despertar al mismo llamado; y los partidos establecidos —medios incluidos, además de las coaliciones gobernantes— trabajan activamente para evitar que se elijan gobiernos populistas.
El mundo está llegando rápidamente a la conclusión de que las nociones dominantes de las últimas décadas, que menosprecian las identidades nacionales y borran radicalmente las culturas, ya no son sostenibles. En realidad, todo lo contrario.
¿Cuál ha sido la respuesta de la Iglesia? El Papa Francisco escribió a los obispos estadounidenses que su aliento hacia una mayor apertura de fronteras “no impide el desarrollo de una política que regule la migración legal y ordenada.” Pero cuando un gobierno democráticamente electo desarrolla una política realmente eficaz en las circunstancias actuales, escuchamos, como dijo el cardenal McElroy de Washington, sobre una “guerra de miedo y terror”. Y ofensas contra la dignidad humana.
Esto es pura pereza intelectual; el tipo de lenguaje que usan los políticos para desacreditar al adversario. No hay “guerra” en Estados Unidos, y mucho menos contra los pobres. De hecho, ¿quién paga el precio de la inmigración ilegal masiva y ve ignorada su dignidad sino los pobres en Nueva York, Boston, Chicago, Los Ángeles, etc.?
El giro de la Iglesia posconciliar hacia las causas de justicia social —es decir, hacia la política— ha drenado gran parte de la energía que habría sido mejor empleada en catequizar y cultivar una vida espiritual más profunda en medio de un mundo enloquecido con proyectos utópicos, religiones políticas, tiranías de bandera arcoíris e ídolos tecnológicos.
Hay signos de que los jóvenes —especialmente los varones jóvenes— están volviéndose, para sorpresa de los mayores, hacia esa búsqueda más profunda.
Si la sinodalidad significa una Iglesia abierta y en escucha, tal vez sea hora de abrirse a este nuevo mundo y escuchar a quienes tratan de vivir en él con fidelidad.
Acerca del autor
Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Sus libros más recientes son Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.