Toda salvación es local

The Tower of Siloam (Le tour de Siloë) by James Tissot, c. 1890 [Brooklyn Museum, New York]
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Por el P. Paul D. Scalia

El famoso presidente de la Cámara de Representantes Tip O’Neill es citado a menudo por decir: “Toda política es local”. Ahora bien, no me interesa demasiado la parte política de esa afirmación. Pero sí me interesa cómo se aplica a mi labor. Podríamos decir que toda salvación es local. Ocurre en almas concretas. Y no hay nada más local que eso.

Nuestra salvación —la tuya y la mía— no ocurre “allá afuera”, en otro lugar o en la vida de otra persona. No sucede en los medios de comunicación ni en los últimos chismes, digitales o no. No depende de conocer las últimas intrigas políticas o noticias de celebridades. Depende de nuestra adhesión personal e interior al Señor.

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Pero nos encanta distraernos porque esa realidad puede ser abrumadora. Tememos que Dios esté demasiado cerca, demasiado personal. Demasiado local. Así que nos distraemos mirando hacia otros lugares, personas y cosas. Pero la salvación no ocurre en otra parte. Sucede localmente, donde estamos. Y no deberíamos querer estar en otro lugar.

Eso es precisamente lo que ocurre en el Evangelio de hoy. (Lc 13,1-9) La multitud está fascinada con los acontecimientos del momento: algunos le cuentan a Jesús acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios. Claramente, están comentando una noticia reciente. Tiene todos los ingredientes de una buena crónica: política, religión, violencia, muerte.

La gente cree erróneamente que las desgracias solo les ocurren a los malvados. Y eso les da una reconfortante sensación de superioridad moral. Bueno, no somos tan malos como esos galileos… porque a nosotros no nos pasó. Pero el problema más profundo es que su atención está en otra parte. El Señor mismo está delante de ellos, y ellos solo quieren hablar de lo que está en boca de todos. Sí, hay algo desagradable en el chisme. Pero lo peor es que esa atención desviada es un obstáculo para el Evangelio. Les falta la presencia, la conciencia de sí y la reflexión necesarias para escuchar al Señor.

Así que Él los corrige. “¿Creen que esos galileos que sufrieron todo eso eran más pecadores que los demás galileos? ¡De ninguna manera! Pero les digo que, si no se convierten, todos perecerán igualmente.” Incluso va más allá y menciona otro suceso que parece haber estado en las noticias: “¿O aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé? ¿Creen que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? ¡De ninguna manera! Pero les digo que, si no se convierten, todos perecerán igualmente.”

Con estas reprensiones, el Señor centra su atención —y la nuestra— en lo más inmediato e importante: sus propias almas. Dos veces dirige sus pensamientos y preocupaciones a su situación personal: “Les digo que, si no se convierten, todos perecerán.” En efecto: No pierdan tiempo preocupándose por personas y eventos que no les conciernen. Ocúpense de su alma y de la penitencia que deben hacer.

Tal vez no compartamos la teología defectuosa de aquella multitud, que pensaba que los desastres solo ocurren a los pecadores. Pero en lo demás, nos parecemos mucho a ellos. Nos fascinan y distraen eventos que no nos conciernen. Existe toda una industria mediática que depende de nuestro deseo de distracción y de conocer detalles íntimos de celebridades y extraños. Y nosotros, encantados, colaboramos.

Hace ochenta años, el padre Edward Leen escribió sobre el “culto a la irrealidad” del mundo moderno. Evidentemente, ese culto no ha hecho más que crecer desde entonces. Nuestra tecnología nos brinda la constante posibilidad de huir de la realidad. Siempre podemos estar en otra parte, distraídos del aquí y ahora, ausentes de nosotros mismos y de Él. Esto alimenta la tendencia de nuestra naturaleza caída a la distracción. El hombre siempre ha tenido inclinación a distraerse, pero ahora hemos hecho de ello una industria.

Y gran parte de esa distracción consiste en hurgar en la vida de completos desconocidos. Porque es mucho más fácil escudriñar los pecados de otros que arrepentirse de los propios. Además, podemos disfrutar un poco de indignación moral y superioridad. Omitimos cualquier reflexión sobre nuestras faltas porque aquellos han hecho cosas peores.

Incluso hacemos del Evangelio parte de nuestra irrealidad cuando lo consideramos simplemente como algo que sucedió en el pasado —en aquel tiempo, a aquella gente—. Cuando admiramos al Señor y decimos: “¡Vaya que les habló claro!”, pero no permitimos que sus palabras nos interpelen a nosotros.

Toda salvación es local. A nosotros, como a la gente de su tiempo, el Señor nos dice: “Si no se convierten, todos perecerán.” El llamado a la conversión es profundamente local y personal. No sirve como excusa decir que soy mejor que muchos otros, o que soy básicamente una buena persona. Ese es precisamente el error que vemos en este Evangelio: usar los supuestos pecados ajenos para distraernos de los nuestros.

Muchos recordarán “Saint Elsewhere”, una serie de televisión sobre un hospital que se emitió en los años 80. El título alude a un hospital deteriorado y olvidado. Es un nombre perfecto para recordar en este contexto. Porque, por supuesto, no existe ningún “Santo en otra parte”. La santidad no está ocurriendo en otro lado. No se encuentra en el culto a la irrealidad, sino en el aquí y ahora, en el deber del momento, en estar presentes a nosotros mismos, luego a Dios y después a los demás.

Acerca del autor

El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, Virginia, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.

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