Por Robert Royal
La mayoría de los cristianos —aunque no todos, dadas las condiciones actuales de decadencia educativa en todos los ámbitos, incluida la formación religiosa— saben que los acontecimientos que conmemoramos esta semana han tenido los efectos más trascendentes de todo lo ocurrido en la historia de la humanidad. Y más allá, hacia el otro mundo. Cualquiera —sea cristiano o no— que observe el pasado sin prejuicio, debe reconocer que la revolución cristiana ha tocado prácticamente todo. Y que esto ha sido una bendición, así como —no una maldición, sino— un obstáculo, en tiempos recientes, para apreciar cuán grande fue el cambio que introdujo en el mundo Dios hecho hombre.
Porque cuando las personas dan por sentado que conocen el argumento y el desenlace de la historia cristiana, la consideran parte del paisaje cotidiano. Suponen que ha existido siempre y en todo lugar. Y que todo lo bueno que contenía ya ha sido incorporado a la vida humana, por lo que no requiere mayor atención. Tom Holland, un “cristiano cultural” y (probablemente, aunque parece estar vacilando) no creyente, traza todo este proceso en su notable libro Dominion: How the Christian Revolution Remade the World. Sin Cristo: no habría reconocimiento de la libertad o dignidad humanas, ni trascendencia de lo meramente político, ni difusión del monoteísmo judío (ni la herejía cristiana que llamamos islam), ni fin de la esclavitud, ni respeto hacia las mujeres, y así hasta el infinito.
Al final, Holland identifica tantas cosas en nuestro mundo con origen cristiano que uno casi quisiera detenerlo y preguntarle: “Un momento, amigo, ¿no hay acaso valores que apreciamos y que provienen de fuera de la tradición cristiana?”
Mi esposa y yo hemos estado viendo (parva cum magnis comparare) una serie intrigante de la BBC, SS-GB, basada en una novela de Len Deighton, que imagina un escenario contrafactual: ¿Y si la RAF hubiera perdido la batalla aérea sobre Gran Bretaña y los nazis hubieran ocupado Inglaterra? Un detective de policía se encuentra en una disyuntiva: tiene que resolver crímenes y, al mismo tiempo, colaborar con las SS nazis, con la esperanza de obtener información que ayude a socavar y, en última instancia, expulsar a los invasores.
Puede parecer una exageración, pero si miramos a nuestro alrededor y contemplamos los males que nos acosan por todas partes —o incluso si miramos dentro de nuestro propio corazón y nuestras acciones—, queda claro que estamos ocupados por alguna fuerza ajena. El Diablo es el padre de la mentira, pero cuando le muestra a Jesús los reinos del mundo y lo tienta: “Te daré todo este poder y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada, y la doy a quien quiero” (Lc 4,6), no parece del todo inverosímil.
Cuando leí por primera vez Las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis a mis hijos, me incomodaba un poco que describiera a Aslan (el león que simboliza a Cristo) como alguien que había “llegado” y estaba “en movimiento” con sus seguidores. Como todo lo que escribió Lewis, era una imagen vívida, pero me parecía demasiado simplista. Ahora me doy cuenta de que el simplista era yo. Lewis —y Tolkien— vivieron ambas guerras mundiales y la batalla aérea sobre Gran Bretaña. Ambos sabían en sus entrañas, y lo expresaron brillantemente en sus libros, que hay un combate espiritual en marcha en nuestro mundo, y que persistirá hasta el fin de los tiempos.
El combate espiritual debería ser hoy más evidente para nosotros, no menos. Pero el Maligno tiene sus artes oscuras y ha logrado desviar nuestra atención del campo principal de batalla hacia otros menores. La mayoría de la gente cree que nuestros males son solo una serie de conflictos sobre política, economía, sexo, poder y otras metas efímeras.
Cuando san Anselmo escribió Cur Deus Homo? —“¿Por qué Dios se hizo hombre?”— alrededor del año 1099, él, junto con gran parte de la Edad Media, se preguntaba algo distinto pero relacionado. En perspectiva teológica, la Encarnación es un “misterio”. Pero la Fe y la Razón son, como recordaba san Juan Pablo II, dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia Dios. La razón no puede explicar por completo los misterios revelados —por eso verdades como la Trinidad y la Encarnación debieron ser reveladas—. Pero la razón puede ayudar tanto a creyentes como a no creyentes a acercarse a ellos. Anselmo dice: “Los no creyentes preguntan a menudo (burlándose de la simplicidad cristiana como si fuera locura), y los fieles se maravillan en su interior: ¿por qué razón, y por qué necesidad, Dios se hizo hombre, y por su muerte, como creemos y confesamos, dio vida al mundo?”
La respuesta de Anselmo ha sido llamada “teoría de la satisfacción”. La ofensa contra Dios en la Caída fue tan grande que los sacrificios de animales y los esfuerzos humanos no podían saldar la deuda infinita contraída. Es como recibir cadena perpetua por un asesinato —lo cual no repara realmente la destrucción de un ser hecho a imagen y semejanza de Dios.
Aun así, ¿por qué Dios no nos perdonó sin más, ya que nos ama y desea la salvación del pecador? La respuesta breve parece ser que la justicia y la verdad de Dios deben preservarse junto con su misericordia —algo que los partidarios del “infierno vacío” tienden a ignorar—. Así, el Dios-Hombre debía aportar tanto la materia humana necesaria para la restitución como la presencia real de Dios que supera nuestras debilidades y limitaciones. No es una teoría totalmente satisfactoria de la “satisfacción”, y los teólogos aún la debaten, pero arroja luz sobre verdades que de otro modo podríamos pasar por alto.
Y además nos ofrece un punto de partida para nuestro propio tiempo. Está claro que las guerras y rumores de guerra, nuestros desórdenes e incluso nuestros esfuerzos por repararlos —que a menudo terminan como la Torre de Babel, empeorando las cosas— no pueden remediarse únicamente con nuestras fuerzas. No solo necesitamos la Buena Nueva llegada desde otro lugar, sino también la presencia de un aliado fuerte que continúe haciendo, en medio de la ocupación extranjera, lo que ninguno de nosotros puede. Esta semana, al recordar su Última Cena, su Muerte y su Resurrección, reafirmamos y volvemos a experimentar precisamente eso.
Acerca del autor
Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington D.C. Sus libros más recientes son Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.