By John Emmet Clarke
“La Palabra del Señor” es una frase que se escucha con regularidad y fiabilidad a lo largo del Año Litúrgico. Al escucharla, respondemos automáticamente: “Demos gracias a Dios”. Y esto es justo y necesario, pues ninguna respuesta es más adecuada que un sincero agradecimiento ante el gran misterio de las palabras del único Dios verdadero.
Como sucedió con los profetas de antaño, la Palabra del Señor llega a nosotros, condescendiendo a nuestra pequeñez, iluminando nuestra oscuridad y cultivando el suelo pedregoso, superficial y quemado por el sol de nuestras mentes, corazones y espíritus. Eso es lo que nos disponemos a celebrar la próxima semana.
Sin embargo, ¿con qué frecuencia llega a mí la Palabra y no la reconozco? ¿Cuántas veces se presenta y encuentra mi mente desinteresada y mi corazón insensible a sus revelaciones?
En mi caso, las respuestas son, tristemente, “con bastante frecuencia” y “con demasiada regularidad”. En mi defensa, solo puedo decir que la Palabra del Señor no siempre es fácilmente inteligible o inmediatamente interesante. Y la calidad promedio de las interpretaciones homiléticas (y digo esto con toda caridad) es poco inspiradora.
Así pues, tenemos un problema doble. Soy muy consciente de que mi defensa es débil, una justificación que culpa al mensajero, aún más pobre considerando que los mensajeros son, en esencia, el Señor mismo que habla o el sacerdote que predica.
“El propósito de nuestras vidas es revelar a Dios a los hombres”, declaró el Papa Benedicto XVI en su primera homilía como Papa. Este objetivo solo es posible porque Dios se reveló a sí mismo. Cristo pregunta a Pedro: “¿Quién dices tú que soy yo?”. Y Pedro puede responder con verdad porque la respuesta verdadera existe. De hecho, la respuesta ya ha sido pronunciada: su Palabra está delante de Pedro, en la carne, el garante de que la respuesta correcta puede ser conocida… y dada.
Por tanto, cuando la Palabra del Señor llega a nosotros y no la comprendemos; cuando se nos presenta y es malinterpretada, manejada torpemente o maltratada; cuando es pronunciada, ya sea por nosotros o por otros, y Dios no es revelado, ese fallo no es la última palabra. Dios es quien dice ser, no quien nosotros decimos que es.
La transmisión de esa revelación –que es lo que queremos decir, o deberíamos querer decir, cada vez que invocamos “la Tradición”– no depende de nuestras capacidades o creatividad, sino de la apertura de nuestros corazones para recibir el don celestial que es la Palabra del Señor. Una vez recibida, los beneficios son nuestros, la gloria es suya.
Pocos siervos de Dios han testificado esta verdad con tanta sencillez y profundidad como Monseñor Ronald Knox.
Quizás el converso anglicano más famoso a la Iglesia Católica desde San John Henry Newman, Knox sirvió a la Iglesia y a diversas comunidades con celo: ofreciendo cientos de retiros, escribiendo docenas de libros, completando su propia traducción de la Biblia y abrazando plenamente la vida sacerdotal, que amaba.
Sesenta años después de su muerte, el poder de su predicación sigue intacto. No es coincidencia, en mi opinión, que la fuente de ese poder sea la Palabra del Señor: los libros de la Sagrada Escritura.
De los casi 209 sermones que componen lo mejor de su predicación (los Sermones Pastorales y los Sermones Ocasionales, ahora disponibles en nuevas ediciones), solo 23 carecen de un epígrafe bíblico. Sin importar la ocasión (domingo, festividades de santos, fiestas seculares) o la congregación (feligreses rurales, estudiantes universitarios, niños de escuela), la inspiración y sustancia permanecen inmutables: Dios tal como se ha revelado a nosotros en la Sagrada Escritura.
Estos sermones son alimento sólido en espíritu y en letra. Knox, genio lingüístico y literario, manifiesta su talento en su predicación. Sin embargo, aunque los sermones son a veces eruditos, nunca caen en intricacias académicas, estilizaciones egocéntricas o banalidades condescendientes de los sabios hacia los no instruidos.
Como predicador, Monseñor Knox tomó en serio las palabras de San Juan: “Por medio de Jesucristo nos llegó la gracia y la verdad. Nadie ha visto jamás a Dios; pero ahora su Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, se ha convertido en nuestro intérprete”. Ni su talento intelectual ni sus buenas intenciones pastorales constituían el poder de su predicación. Solo la Palabra del Señor concede ese poder, porque es ese poder.
En palabras de Knox: “La palabra del Señor… es prácticamente un sinónimo del poder divino. La palabra del reino es el secreto vivificante, la fuerza energizante, la potencia motriz que trae el reino a la existencia”. La Palabra del Señor misma nos ofrece el poder de recibirla, entenderla y proclamarla. Dios mismo nos ha dicho quién es; por tanto, tenemos la capacidad de aprehender esa verdad y transmitirla a otros.
La capacidad, ciertamente, aunque quizás no siempre el valor. Y esta carencia puede –hablando por mí mismo– convertirse fácilmente en un obstáculo. “Aunque tienen oídos, no pueden oír ni entender”; o, aunque tienen labios para hablar, no pueden enseñar.
Tampoco esto escapa a Monseñor Knox: “Donde sea que la semilla falle, la culpa es del suelo, no de la semilla. Si alcanzamos el cielo, debemos agradecer al divino Labrador que sembró la semilla en nuestros corazones. Si no alcanzamos el cielo, debemos culpar la dureza, superficialidad o enredos de nuestras propias almas por lo que hemos perdido. Ese es el mensaje de Cristo, ese es el mensaje de su Iglesia”.
Descuidar o rechazar este mensaje es hacerlo bajo nuestro propio riesgo. Porque, dice Knox, Aquel que lo pronuncia “tiene palabras de vida eterna; sin ellas, el hombre permanecerá para siempre desolado, y el mundo se agotará en sombras, perdido en su desierto”.
Ronald Knox pudo pronunciar estas conmovedoras palabras porque –y solo porque– estaban amorosamente injertadas en la Palabra viviente: la Palabra del Señor.
Acerca del autor
John Emmet Clarke es editor en jefe de Cluny Media, una editorial dedicada a recuperar textos olvidados de las tradiciones católica y occidental. Conozca más sobre Cluny y su catálogo aquí. También es autor del boletín en Substack, Lord of Indiscipline.