León XIV: Liturgia, el Corazón y la Ciudad Posmoderna

Tu es Petrus by Salvador Dali, 1964 [One of the gouache paintings in the artist’s “Biblia Sacra” series]
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Por Robert Royal

El mundo sigue algo eufórico por lo que ocurrió en Roma durante las últimas semanas. Y con razón. He estado presente en la Urbs Aeterna durante décadas, en un par de cónclaves y muchos eventos vaticanos. Como confesé recientemente (aquí), en estos últimos doce años he sentido un gran cansancio y disgusto —por razones obvias— hacia todo lo relacionado con los asuntos eclesiásticos. Pero debo decir que la emoción que se vivió cuando León XIV salió al balcón de San Pedro fue —en intensidad y calidad (¡quién hubiera esperado oír a los italianos gritar il papa americano!)— algo que nunca había visto. También lo sentí profundamente. Y, sin embargo, mi experiencia más intensa en Roma durante este viaje ocurrió antes de la elección papal: en una liturgia católica de rito oriental, lo cual creo que dice algo no solo sobre la forma actual de la Misa, sino sobre algunas cuestiones fundamentales que ahora enfrenta nuestro nuevo Papa León.

Gracias a Bob Moynihan, que escribe Inside the Vatican, por dar a conocer esa liturgia en Santa María en Trastevere, celebrada los domingos por la tarde. La iglesia en sí es una de las más antiguas de Roma (la disposición original probablemente data del año 340 d.C., con algunos elementos incluso anteriores). Y sus muchas bellezas fueron enriquecidas en la Alta Edad Media con radiantes mosaicos en oro y varios colores. Había estado allí muchas veces en las Misas habituales en italiano, y la apreciaba como una sólida parroquia local con gran cantidad de niños. Pero esta Misa de rito oriental me dejó anonadado, literalmente, en el sentido de que me llevó a un lugar arraigado y, al mismo tiempo, elevado, que creo no haber tocado desde las solemnes Misas latinas anteriores al Vaticano II que recuerdo haber presenciado cuando era niño.

Una de las cosas que muchos hemos notado sobre el Papa León es la forma en que parece estar arraigado —“based”, como se dice ahora— en su formación espiritual como agustino y en lo que parece una serenidad varonil y genuina. Un oriundo de Chicago que lo conoce un poco me dijo: “Al menos no está loco.” Probablemente sea poner el listón demasiado bajo para el sucesor del Papa Francisco, pero tenemos razón al esperar grandes cosas dado el modo más tradicional en que León se ha conducido —sus vestiduras tradicionales en la logia, sus celebraciones litúrgicas cuidadosas, y sus intervenciones bien pensadas y pronunciadas en cada evento hasta ahora. Incluso si continúa algunas de las cosas más desordenadas que Francisco puso en marcha, hay buenas razones para pensar que les imprimirá mayor disciplina, contenido y —atrevámonos a decir— catolicidad.

Pero tiene pendientes difíciles por delante. Varios comentaristas han expresado la esperanza de que devuelva la apertura del Papa Benedicto XVI hacia la Misa Tradicional en latín, y hay motivos para pensar que podría hacerlo. Dada la calma que parece estar cultivando deliberadamente —no como estrategia mediática, sino como algo que irradia desde su personalidad— me sorprendería que lo hiciera de inmediato. Pero hay indicios tempranos de que cree que Francisco fue demasiado lejos en la simplificación de las liturgias, lo cual no inspiró a nadie, a pesar de la intención de sugerir humildad. Sabemos que muchos jóvenes han estado llegando a la Iglesia últimamente en busca de una enseñanza más firme sobre cómo vivir sus vidas y, en muchos casos, precisamente por aquellas liturgias latinas que supuestamente estaban dividiendo a una Iglesia sinodal.

Será interesante observar cómo León maneja todo esto, así como también cómo piensa llevar su pontificado, el cual ha vinculado deliberadamente con el gran León XIII, para entrar en diálogo con nuestro mundo posmoderno. Incluso en sus primeras palabras, el Papa americano ha mostrado una notable comprensión de lo que enfrentamos —no solo el rechazo persistente de la religión como algo insostenible e irrelevante en una era científica y tecnológica—, sino un tiempo marcado por la pérdida de confianza incluso en la ciencia y la tecnología y en todas las instituciones que hacen posible la civilización.

Como muchos católicos saben, León XIII inauguró la Doctrina Social moderna de la Iglesia con su encíclica Rerum novarum de 1891. El mismo título de ese documento sugería dos cosas. Puede traducirse literalmente como “de las cosas nuevas”. Más idiomáticamente: “Sobre la Revolución.” León XIII reconocía que, además de las revoluciones científicas y tecnológicas, el mundo de su época atravesaba una urbanización, industrialización y desarraigo de los puntos de referencia tradicionales para las familias y las sociedades. Personas que habían vivido desde tiempos inmemoriales en el campo comenzaban a trasladarse a ciudades, economías y órdenes políticos de formas sin precedentes.

León XIII preparó el camino para responder a ese desafío alentando, años antes, en otra encíclica (Aeterni Patris, 1879), la recuperación del pensamiento de santo Tomás de Aquino, que había caído en cierto abandono. No pedía un retorno arqueológico a las ideas de la Alta Edad Media, sino una reapropiación creativa del trabajo que Tomás había realizado al sintetizar a Aristóteles y toda la tradición cristiana anterior para responder a las preguntas modernas. La enorme floración del pensamiento neoescolástico en figuras como Garrigou-Lagrange, Maritain, Gilson, Pieper, más recientemente MacIntyre y muchos otros, junto con la fundación de centros y revistas tomistas, fue el resultado de esa iniciativa.

De hecho, el renacimiento fue tan exitoso que provocó un movimiento compensatorio hacia otra de las grandes corrientes de la tradición católica. El tipo de personalismo en clave platónica-agustiniana que vimos antes del Vaticano II en figuras como De Lubac, Von Balthasar, Wojtyła, Ratzinger, Von Hildebrand y otros. Tomás de Aquino, en su faceta más mística, también había absorbido esa corriente, pero quedó algo descuidada en el entusiasmo neoescolástico por la racionalidad aristotélica de Tomás.

León XIV ha hecho una apuesta audaz al elegir su nombre y declarar abiertamente su vínculo con su gran predecesor. Como León XIII, va a necesitar más que respuestas parciales a los desafíos de la época. Es positivo que haya enfatizado la paz hacia todos en sus primeras palabras públicas como Papa. Los católicos no deberían inquietarse demasiado si sigue promoviendo temas como la inmigración o el clima. Son “cuestiones” que no tocan el corazón de lo que la Fe necesita ser en el siglo XXI. Pero va a necesitar un marco filosófico y teológico mucho más robusto para ese esfuerzo —especialmente al tratar de pensar seria y críticamente sobre las promesas y peligros de la inteligencia artificial— así como León XIII lo hizo con el renacimiento del tomismo. Será interesante —e indicativo— ver a quién elige para ayudarle en esa tarea.

La tradición agustiniana pone el acento en el “corazón”. La primera página de las Confesiones (“Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”) es clave aquí. El corazón, en san Agustín, como suelo recordar a los estudiantes, no significa solo sentimientos, y mucho menos una especie de sentimentalismo vacío. Es la persona entera: cuerpo, mente, emoción, espíritu que se dirige a Dios y al mundo. Es esa realidad profunda la que san John Henry Newman quería expresar cuando escribió Cor ad cor loquitur (“El corazón habla al corazón”).

Pero Agustín también es el gran maestro del pecado del mundo y del realismo que brota de esa verdad. La Ciudad de Dios está formada por todos los que ponen a Dios en el centro de sus vidas. La Ciudad del Hombre pone en el centro no solo a nosotros mismos, sino a los diversos ídolos ante los que nos postramos. Ese realismo fue el que hizo de san Agustín una de nuestras fuentes centrales de la teoría de la guerra justa y de la aceptación calificada del castigo capital. Es poco probable que León XIV abandone los recientes giros en contra de ambas posturas que se dieron bajo el Papa Francisco, pero como estudiante de Agustín, no puede dejar de ser consciente de por qué ese gran santo creyó que ambas podían justificarse, y a veces incluso ser morales y necesarias.

Recen por el Papa León XIV, para que pueda reavivar nuestros corazones y liturgias, nuestras vidas y relaciones con los demás, no en busca de utopías posmodernas imposibles, sino en la humildad y firmeza de un pueblo cristiano, asediado por desafíos —muchos de ellos sin precedentes— por todos lados, pero fiel y firme en nuestro camino peregrino.

Acerca del autor

Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Sus libros más recientes son Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.

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