Por John M. Grondelski
Un número reciente de The Atlantic publicó el informe de Kristen Brown, “The Coming Democratic Baby Bust” (El inminente desplome demográfico demócrata), que sostiene que la primera administración de Trump estuvo marcada por una fuerte caída en los nacimientos en zonas demócratas. Brad Wilcox, del Institute of Family Studies (IFS) y la Universidad de Virginia, también acaba de publicar un estudio que habla de un Trump bump (aumento de nacimientos durante Trump), aportando estadísticas que muestran que, durante el primer mandato de Trump, los condados republicanos tuvieron una fertilidad más alta de lo esperado, mientras que en los demócratas fue más baja: “En los últimos 12 años, la relación geográfica entre votar republicano y tener más hijos ha crecido un 85 %”. Sin embargo, esta noticia viene con una advertencia: esos niños no siempre están naciendo en familias estables. En términos simples, la conexión entre matrimonio y natalidad también es débil en los círculos republicanos.
Si una imagen vale más que mil palabras, quizás la más impactante en estos días sea la de un vicepresidente de 40 años cargando a sus tres hijos pequeños. Esto contrasta notablemente con la administración anterior, cuyo líder se acercaba a los 80 años y cuyo partido está compuesto en gran parte por personas de la misma edad y mujeres posmenopáusicas. Y nótese que hablo de los tres hijos de Vance: la última vez que recordamos niños —en plural— tan pequeños en el jardín de la Casa Blanca fueron Caroline y John-John.
El artículo de The Atlantic y los datos del IFS coinciden con los informes anecdóticos que hemos escuchado en los últimos años. No han faltado personas, incluidas celebridades como Miley Cyrus, anunciando que renuncian a la reproducción “por el planeta”. La reelección de Donald Trump trajo a Estados Unidos el movimiento coreano 4B (sin citas, sin matrimonio, sin sexo, sin hijos con hombres), con numerosos tiktokers prometiendo cuatro años de celibato y castidad (probablemente con tan poca convicción como las amenazas de “irse del país”, por no hablar de lo que realmente entienden por estos términos).
Por supuesto, no se trata solo de Trump, sino también de las obras y pompas de la agenda republicana. Su resultado más trascendental fue la decisión Dobbs, que anuló la licencia de aborto a demanda hasta el nacimiento que impuso Roe v. Wade. Los demócratas hicieron de los “derechos reproductivos” el eje central de su campaña de 2024. Fue lo único sobre lo que Kamala Harris logró ser medianamente clara.
Como tema de campaña, el aborto a demanda no generó los votos que se esperaba. Pero eso no significa que no haya tenido consecuencias. Puede decirse que dejó un efecto aún más corrosivo: no pocas mujeres en edad fértil están convencidas de que tener un bebé en el siglo XXI es una empresa inherentemente riesgosa, incluso potencialmente mortal, si no se garantiza el acceso al aborto a demanda durante todo el embarazo. La representante estatal de Míchigan, Laurie Pohutsky (D-Wayne), anunció en sus redes sociales su respuesta ante la perspectiva de tener un hijo bajo un segundo mandato de Trump: la esterilización.
Esta narrativa, alimentada por políticos demócratas que buscan socavar la decisión Dobbs, es un ejemplo flagrante de desinformación. No de misinformación, sino de desinformación: ningún observador razonable puede creer que tener un hijo hoy en Estados Unidos es lo mismo que tenerlo en la Asia del siglo V.
Pero lo que debería preocuparnos aún más es un fenómeno más amplio, algo que yo llamaría “la politización de la procreación”.
La izquierda invoca constantemente el llamado de Pierre Elliott Trudeau en la década de 1960 a “sacar al gobierno de los dormitorios de la nación”. Sin embargo, su tendencia a verlo todo a través del prisma de la política ha hecho que, en la práctica, el gobierno siga presente en los dormitorios. Es una versión moderna del adagio de Thomas Mann: “Todo es política”.
Por supuesto, los progresistas hablan de la “ética de la elección”: “Independientemente de las opiniones personales, deberíamos estar de acuerdo en que los políticos no deberían decidir”. Esto, por supuesto, siempre ha sido una cortina de humo: cada vez que los políticos o cualquier otra persona toman decisiones, están haciendo juicios morales. El problema no es que existan juicios morales; el problema es que sus críticos no toleran ciertos juicios.
La politización de la procreación introduce al gobierno en la vida privada de otra manera: convirtiendo el hecho de tener un hijo en una declaración política. Por eso, tras la decisión de Hobby Lobby, que permitió a empresas privadas no pagar por anticonceptivos abortivos bajo Obamacare, un comentarista crítico resumió la situación así: “¡Empleador, sal del dormitorio!”. “De acuerdo, pero me llevo mi billetera.” “¡No! La billetera se queda.”
La politización de la procreación también es un juego deshonesto. La representante Pohutsky, sin duda, considera que su esterilización es un asunto “privado”. Y, en un sentido esencial, lo es. Sin embargo, los asuntos privados no suelen anunciarse en redes sociales como preludio a comunicados de prensa. Si haces algo público, no puedes pretender que quede inmune al escrutinio y la crítica pública.
¿Y qué es lo que realmente está ocurriendo aquí? Implícitamente, se trata de una forma de postureo moral: si ustedes, los “deplorables”, fueran realmente inteligentes, harían lo mismo.
Los católicos deberían dedicarse a contrarrestar estas narrativas. Pero la realidad es que, aunque la enseñanza oficial de la Iglesia sigue afirmando que los hijos son la “corona” del matrimonio, el clima posterior a Humanae vitae ha hecho que la Iglesia deje de hablar con claridad sobre lo que cree.
La desconexión entre matrimonio y procreación, junto con la equiparación de diversas formas de “relaciones” con el matrimonio tradicional, ha tenido consecuencias también entre los católicos. Si queremos leer los “signos de los tiempos” sobre quiénes están teniendo hijos y quiénes no, quizás ha llegado el momento de que los católicos abandonen su timidez y, como muchos otros afirman erróneamente, hablen de manera “profética”.
Acerca del autor
John Grondelski (Ph.D., Fordham) es ex decano asociado de la Escuela de Teología de la Universidad Seton Hall, South Orange, Nueva Jersey. Todas las opiniones expresadas aquí son exclusivamente suyas.