Por Stephen P. White
Hoy, 1 de mayo, la Iglesia celebra a San José Obrero. A menudo se comenta que de José no se registra palabra alguna en la Escritura. Si bien es cierto que no se conserva ninguna palabra directa de José en la Biblia, fue de sus propios labios que el nombre de Jesús —el nombre anunciado en privado a María y en un sueño a José— fue proclamado por primera vez públicamente entre el pueblo de Israel: “Y él [José] le puso por nombre Jesús.” (Mateo 1,25)
José, como sabemos, no fue el padre natural de Jesús. Pero José, en nombre del verdadero Padre del Niño-Dios, le dio el nombre por el cual el mundo lo conocería: Jesús. Y fue en el hogar de José donde el Verbo Encarnado practicó la obediencia: “Bajó con ellos y fue a Nazaret, y les estaba sujeto; y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón.”
La obediencia de Jesús, por supuesto, se manifiesta de manera más perfecta en su obediencia a la voluntad del Padre, “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, como escribe San Pablo a los filipenses. Y por esto, “Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre.”
La simetría aquí es hermosa y muestra cómo la paternidad de José, aunque no fue una paternidad natural, es una imitación de la paternidad de Dios. El Padre otorga al Hijo obediente, concebido en la carne por el Espíritu Santo, el nombre que está sobre todo nombre. José da a Jesús, concebido por el Espíritu, su nombre, y el Niño Cristo le es obediente.
La paternidad de José quedó así envuelta —o podríamos decir, situada entre— el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se le concede la gracia de experimentar, de forma humana, el amor de la Trinidad, por así decirlo, “desde dentro”.
Nadie es padre como Dios es Padre, como nos recuerda el Catecismo, pero es precisamente la paternidad de Dios la que constituye la referencia fundamental para comprender toda paternidad.
San José no fue el padre natural de Jesús, pero su paternidad fue una verdadera paternidad, no meramente una imitación de la paternidad natural (y por tanto, una analogía con la paternidad generativa de Dios), sino una referencia directa a la Paternidad de Dios por la cual todos nosotros, mediante el bautismo, somos hechos hijos adoptivos del Padre.
Enfatizar la verdadera paternidad de José no solo es importante para comprender su relación con Jesús, sino también para entender nuestra relación, por medio de Cristo, con Dios Padre. Porque hemos sido adoptados por Dios mediante el bautismo y el Espíritu Santo, podemos orar como Jesús nos enseñó: al “Padre nuestro”.
San Pablo lo expresa explícitamente en su carta a los Romanos:
Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para caer de nuevo en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción, por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal que padezcamos con él, para ser también con él glorificados.
Ser hijos adoptivos de Dios nos convierte en coherederos con Cristo. Esta filiación divina hace posible nuestra divinización. El Catecismo lo resume, citando a su vez la Escritura (2 Pedro), a San Ireneo, a San Atanasio y a Santo Tomás de Aquino:
El Verbo se hizo carne para hacernos “partícipes de la naturaleza divina”: “Porque por esta razón el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y recibir así la filiación divina, se convierta en hijo de Dios.” “El Hijo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios.” “El Hijo unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, hecho hombre, hiciera dioses a los hombres.”
Volviendo a José, la realeza de Cristo en la línea davídica le llega a Jesús precisamente por medio de la adopción. La genealogía de Jesús expuesta al inicio del Evangelio de Mateo lo deja claro: Jesús es considerado como el Mesías, hijo de David, por medio de José.
Un último punto sobre la paternidad de José. Su paternidad nos muestra algo esencial sobre la naturaleza misma del matrimonio, a saber: que el fin procreativo del matrimonio va más allá de engendrar hijos, extendiéndose también a su educación y formación.
La labor de José como padre se prolongó hasta el final de sus días. Cuidó de María y del niño. Los condujo a Egipto para escapar de la ira de Herodes. Y después de que el joven Jesús fue hallado por sus padres en el templo tras tres días, regresó a Nazaret y les estaba sujeto. “Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.” En algún momento, José habría enseñado a Jesús su oficio, la carpintería.
El punto es que José, junto con María, fue responsable de la educación y formación de Jesús. Ciertamente, José fue responsable de proteger a la Sagrada Familia. Pero su papel fue más que el de un guardián. Jesús, siendo Dios, aprendió de José, creció bajo su tutela y le fue obediente.
Por lo tanto, aunque no fue el padre natural de Jesús, José se presenta como modelo de toda paternidad humana. Y Jesús, al obedecer a un padre humano, elevó y confirmó la verdadera paternidad de José. En José, todos los padres —naturales, adoptivos y espirituales— son recordados de la dignidad y grandeza de su vocación.
Hoy, mientras la Iglesia y el mundo miran hacia Roma por la elección de un nuevo Papa, un nuevo Santo Padre, José se erige como un recordatorio silencioso pero poderoso de la responsabilidad que tienen los padres de cuidar de aquellos que deben obedecerles.
San José, patrono universal de la Iglesia, ¡ruega por nosotros!
Acerca del autor
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en The Catholic University of America y fellow en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center.