La forma de lo que vendrá

The Last Judgement by Stephan Lochner, c. 1435 [Wallraf-Richartz-Museum, Cologne, Germany]
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Por Francis X. Maier

H.G. Wells fue un escritor talentoso. También fue un socialista tedioso. Y además, un matón insensible cuando se trataba de cuestiones de fe. En su novela La forma de lo que vendrá, una futura élite científica apunta contra los creyentes religiosos —especialmente los católicos— y los extermina, todo en el piadoso nombre de la “necesidad” y del progreso humano. Pero, fuera de eso, su ciencia ficción sí entretenía. Su novela La guerra de los mundos ha sido llevada al cine siete veces.

Un relato aún mejor, y uno de los mejores libros de mi adolescencia, fue su novela La máquina del tiempo. La trama es simple. Un hombre en el Londres victoriano inventa un vehículo que lo transporta al futuro lejano. Encuentra un mundo lleno de jóvenes hermosos, los Eloi, cuyas principales tareas parecen ser comer, jugar y tener mucho sexo despreocupado. Pero el paraíso tiene un precio. Por la noche, los Morlocks —criaturas antaño humanas que manejan las máquinas que sostienen ese paraíso— emergen de sus túneles subterráneos. Como descubre el viajero en el tiempo, los Morlocks crían y cuidan a los infantilizados Eloi como ganado. Los Morlocks aman a los Eloi… para la cena.

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Menciono esto porque hay días en que las personas de nuestra clase dirigente nacional —las distintas élites que manejan la máquina que llamamos nación— parecen tener, claramente, algo de ADN Morlock. El 10 % superior de la población estadounidense controla aproximadamente el 70 % de la riqueza del país. La mitad inferior apenas controla el 3 %. La brecha de riqueza en nuestro país es obscena. Es un insulto a la justicia. Es más amplia que en cualquier otra nación desarrollada. Y está creciendo. También es bipartidista. Hay tantos, o más, demócratas que republicanos en ese 10 % superior. La oligarquía contra la que Bernie Sanders y su compañera AOC tanto arremeten tiene una política de membresía tipo “gran carpa” y “fronteras abiertas”. Solo necesitas mucho dinero.

La buena noticia —la difícil, pero creo que en última instancia buena noticia— es que nuestras realidades económicas, junto con los complejos asuntos morales del país relacionados con el sexo, la raza, el aborto, la inmigración y otros temas, ofrecen un gran terreno evangélico para la Iglesia, si tenemos la voluntad y la habilidad para abordarlo. No es una meta imposible.

Las personas que sufren buscan respuestas y sentido. La Iglesia tiene ambas cosas en la persona de Jesucristo y en quienes lo aman y lo sirven de verdad. Y la Iglesia en Estados Unidos, a pesar de sus problemas, sigue siendo más fuerte, más saludable y más generosa que en cualquier otro lugar del mundo.

Eso no es hipérbole. Lo vi durante mis décadas de servicio diocesano. Y lo he oído muchas veces de amigos extranjeros, incluso aquí en Roma en estos días previos al cónclave papal —lo que hace aún más injustificadas las críticas a la Iglesia estadounidense que animaron el pontificado de Francisco—. La Iglesia en Estados Unidos está llena de apostolados fecundos. Nuestros seminarios son muchísimo más fuertes que hace treinta años. Tenemos una clase de donantes católicos numerosa, comprometida y articulada. Y no se avergüenzan de cómo y por qué donan a causas católicas.

Sin embargo, casi sin darnos cuenta, también hemos cooperado en la creación de la cultura más materialista de la historia. No se niega a Dios. Más bien, se le vuelve irrelevante y finalmente incomprensible en un río de distracciones y apetitos de consumo. En nuestros esfuerzos por asimilarnos, las creencias y conductas que nos hacen distintivamente católicos han sido borradas en el proceso. Demasiados de nosotros, demasiadas veces —yo incluido— hemos hecho exactamente lo contrario de lo que dice san Pablo en Romanos 12: No os conforméis a este mundo. Nos hemos conformado a un mundo que no nos quiere cerca si traemos a cuestas el equipaje de nuestras creencias católicas.

El resultado es predecible. Obstáculos para la vida cristiana que eran inimaginables en nuestra nación hace apenas 50 años —una creciente hostilidad hacia la moral bíblica; ataques a la libertad religiosa— están aquí ahora y son muy reales. Y a menos que despertemos y empecemos a pensar y actuar de otro modo, “la forma de lo que vendrá” no es alentadora.

Ahora bien, lo que acabo de describir son condiciones particularmente estadounidenses. Pero el apetito por “encajar”, por evitar el conflicto y la vergüenza respecto de nuestras creencias, por conformarse al mundo, es universal. Y es letal para una vida enraizada en la Palabra de Dios.

¿Qué necesitamos, entonces, hacia adelante? Pues, desearía que tuviéramos mejor predicación. Desearía que tuviéramos más belleza en nuestras iglesias y liturgias. Desearía que hubiera menos discordia en la Iglesia, aunque a menudo ha sido así a lo largo de nuestra historia… porque las cuestiones de doctrina y práctica siempre acaban girando en torno a lo que conduce o no a la salvación. Desearía que tuviéramos líderes más celosos y fieles en la Iglesia, empezando por Roma, porque nadie sigue a hombres mediocres o ambiguos. Y en mis momentos más oscuros, desearía que los teólogos que hablan de “cambios de paradigma” en la fe católica hicieran un viaje misionero sin retorno al mundo de los Morlocks.

La verdad es que, dondequiera que estemos como cristianos, tenemos una influencia limitada sobre el futuro, que en todo caso aún no existe. Pero no estamos sin poder. Nunca estamos sin poder. Tenemos mucha influencia sobre las decisiones que tomamos y las acciones que realizamos aquí y ahora. El “ahora” importa. Importa porque todos los “ahoras” de una vida se acumulan y forman el tipo de personas en que nos convertimos y el tipo de mundo que ayudamos a sanar o a degradar. Nuestro poder como individuos radica en lo que hacemos ahora; en nuestra disposición a decir y vivir la verdad hoy, ahora, cueste lo que cueste. Radica en nuestra resistencia al mal; en nuestra negativa a cooperar con una cultura de distorsión y engaño.

Así que supongo que la verdadera lección del Cónclave 2025 es simplemente esta: debemos orar sinceramente por el hombre que sea elegido como nuestro próximo Papa, porque el ministerio de Pedro importa. Pero la tarea cotidiana del testimonio cristiano recae sobre nosotros. Tú y yo. Y eso importa más. Siempre.

Acerca del autor

Francis X. Maier es investigador senior en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center. Es autor de True Confessions: Voices of Faith from a Life in the Church.

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