Por el P. Paul D. Scalia
Durante la última semana, la muerte del Papa Francisco ha dominado las noticias. Durante las próximas semanas, lo hará la elección de su sucesor. Y hoy la Iglesia nos presenta el relato sobre la duda de Tomás y, por tanto, sobre lo que significa creer. (Juan 20,19-31) En la providencia de Dios, esta escena orienta nuestros pensamientos y oraciones sobre el papado y el próximo Papa.
Entonces dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente.” Es algo terrible llamar a este apóstol “Tomás el incrédulo.” Sí, fue “incrédulo.” Pero esa no fue toda su historia. Proclamó el Evangelio en tierras lejanas y fue mártir por Cristo. También debemos recordarlo por eso.
Por supuesto, no se puede evitar la duda de Tomás: no creeré. Pero incluso ahí podemos obtener un beneficio espiritual, que es por lo que se registra el hecho. El error de Tomás es en definitiva para nuestro bien, como también lo fue para él. Nos enseña lo que significa creer.
Primero, la fe viene de la Iglesia. Tomás no cree que los discípulos hayan visto al Señor, que Jesús haya resucitado de entre los muertos. Pero, más concretamente, no cree el testimonio de la Iglesia. Pues cuando los discípulos dicen a Tomás: “Hemos visto al Señor,” es en efecto la misma Iglesia dando testimonio de la Resurrección. Es la Iglesia anunciando lo que debe creerse. Tomás no cree en la Resurrección porque no acepta el testimonio de la Iglesia.
La única manera en que conocemos a nuestro Señor y sus enseñanzas es a través de su Iglesia. Creer no significa probarlo por nosotros mismos, como Tomás quería hacer. Significa recibir y aceptar lo que la Iglesia cree y enseña. El acto de fe de cada persona es inseparable de la fe de la Iglesia.
En una ocasión, al defender su conversión al catolicismo, Santa Isabel Ana Seton exclamó ante un familiar: Creo todo lo que enseña el Concilio de Trento, ¡y ni siquiera lo he leído! Eso suena descabellado para nuestra cultura individualista. Pero capta la verdad de que nuestra fe no se basa en nuestro ingenio ni en pruebas humanas, sino en la enseñanza autoritativa de la Iglesia. Es la Iglesia quien cree primero. Cada uno de nosotros puede decir Creo solo porque la Iglesia dice primero Creemos.
Segundo, la fe tiene contenido. Los discípulos proclaman a Tomás una verdad específica: la Resurrección. Y Tomás hace aún más específico este artículo de fe: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no creeré.” Esta es fe no solo en la Resurrección, sino en la resurrección corporal.
No creemos en Dios de manera vaga o general. Creemos en un Dios particular, específico, que se ha revelado con palabras y obras, y que es conocido por los artículos del Credo.
Es absurdo exhortar a alguien a “¡Solo cree!” o “¡Ten fe!” ¿Creer en qué? ¿Fe en quién? El contenido de la fe lo es todo. Determina si realmente tenemos fe. Creer en el Dios trino nos da la verdad y nos conduce a la salvación. Creer en el error o simplemente tener opiniones religiosas nos lleva por el mal camino, por bien intencionados que seamos.
Hace algunos años, el entonces príncipe Carlos reflexionó sobre cambiar el título tradicional del monarca británico de “Defensor de la Fe” a “Defensor de la fe.” Siendo justos, tal vez se justifique un cambio de título. Pero la propuesta del ahora rey era típicamente moderna: vaciar la fe de todo contenido. Rechazaba “la Fe,” que implica un contenido credal específico, por “fe,” sin definir. Para nuestra cultura, la fe es solo una especie de confianza vaga en algo, en algún lugar… por ahí.
Esta nebulosidad sobre la fe lleva inevitablemente a la idea de que todas las religiones son iguales, solo distintos caminos hacia Dios. Esta trivialización de la creencia insulta a los miembros de otras religiones (“¿Eres musulmán? ¡Qué coincidencia, yo soy católico!”). Pero más importante aún, no tomamos en serio nuestra propia fe. No creemos en nuestras propias ideas sobre Dios. Creemos en el único Dios verdadero, que se ha revelado a nosotros y nos ha enseñado cómo vivir en unión con Él.
La Iglesia es el instrumento de Dios —su “Oráculo”, como dijo Newman—, dado para transmitir esta doctrina salvífica a lo largo del mundo y de la historia. Porque la Iglesia cree, otros llegan a la Fe.
Cristo estableció el papado como fundamento firme de la Iglesia, una roca, para la proclamación de su doctrina salvífica. La primera y fundamental responsabilidad del Papa es preservar y transmitir el depósito de la Fe. No necesita ser un gran orador, ni teólogo, ni administrador, ni diplomático —aunque esos dones puedan ser beneficiosos—. Lo que sí debe hacer es confirmarnos en la fe. (cf. Lucas 22,32)
Todo lo demás en la Iglesia depende de la claridad doctrinal. Sin ella, no tenemos fe, sino solo opinión religiosa. Sin ella, no sabemos cómo adorar “en espíritu y en verdad.” (Juan 4,23) Sin ella, no sabemos cómo amar a Dios y al prójimo porque no conocemos la verdad sobre Dios y sobre el hombre. La enseñanza misma de la doctrina es un acto de caridad, que saca a las personas del error, del culto falso, para que puedan conocer y amar al único Dios verdadero.
Acerca del autor
El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde se desempeña como Vicario Episcopal para el Clero y Párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.