Por Fray Thomas G. Weinandy, OFM, Cap.
Después de su resurrección, Jesús se apareció en varias ocasiones a distintas personas. Se apareció a María Magdalena, a Pedro y a los Apóstoles. Pablo enumera las apariciones de las que tiene conocimiento:
“Se apareció primero a Cefas, luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía, aunque algunos ya han muerto. Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles. Y por último, como a un abortivo, también se me apareció a mí.” (1 Corintios 15,5-8)
Además, sin ser reconocido, Jesús también se apareció a dos en el camino a Emaús, uno de los cuales se llama Cleofás. (Lucas 24,13-43) Tradicionalmente se presume que los dos eran hombres y así suelen representarse en pinturas. Sin embargo, podrían haber sido Cleofás y su esposa. Al fin y al cabo, sería más probable que una mujer invitara a Jesús a quedarse con ellos y luego le preparara una comida.
Más importante aún, Jesús transforma esa comida en una liturgia eucarística. En el partir el pan y dárselo a ellos, “se les abrieron los ojos y lo reconocieron.” En ese momento, Jesús “desapareció de su vista.”
Ahora bien, en todas estas apariciones del Resucitado, Jesús aparece y desaparece. Viene y se va. Lo que Jesús quiere manifestar en estas apariciones es que está verdaderamente vivo en su cuerpo. Tanto es así, que en el Evangelio de Lucas, después de su aparición a los dos en el camino a Emaús, se aparece a los once. Ellos se asombraron y “pensaban que veían un espíritu.”
Jesús responde: “¿Por qué os turbáis, y por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.” Y como todavía no acababan de creer, Jesús preguntó: “¿Tenéis aquí algo de comer?” Y Lucas dice: “Le ofrecieron un trozo de pescado asado, lo tomó y lo comió delante de ellos.”
Que Jesús estaba verdaderamente resucitado también fue la preocupación del “incrédulo” Tomás. Cuando los Apóstoles le dijeron a Tomás, que no estaba presente, que habían visto al Señor, él declaró: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no creeré.” Tomás necesitaba una prueba de que Jesús había resucitado verdaderamente en su cuerpo. Él también quería estar seguro de que Jesús no era solo el fantasma de un muerto.
Jesús honró la petición de Tomás. El domingo siguiente a la Pascua, Jesús volvió a aparecerse a los apóstoles. Dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” El Jesús corporal es verdaderamente el Señor resucitado de Tomás y, por tanto, su Dios salvador.
Ahora bien, ¿por qué es tan importante en todo esto la capacidad de ver y tocar al Jesús resucitado, y la capacidad de Jesús, incluso en su estado glorificado, de comer un trozo de pescado? ¿Es simplemente para probar que Jesús ha resucitado verdaderamente de entre los muertos?
Aunque eso es esencial para nuestra salvación, es absolutamente indispensable para la Eucaristía. Solo si Jesús ha resucitado corporalmente de entre los muertos, la Eucaristía es el cuerpo resucitado de Cristo. Lo que comieron los dos en el camino a Emaús al partir el pan fue la humanidad resucitada de Jesús: su cuerpo y sangre resucitados, alma y divinidad.
He mencionado que Jesús resucitado aparecía y desaparecía. Venía y se iba. Finalmente, Jesús ascendió al Cielo, y no aparecerá de nuevo hasta el fin de los tiempos, cuando regresará gloriosamente sobre las nubes del Cielo. Pero también es cierto que ¡Jesús nunca nos ha dejado! No aparece y desaparece. Está siempre presente con nosotros en la Eucaristía.
En cierto sentido, la muerte salvífica de Jesús y su resurrección vivificante son por causa de la Eucaristía, pues en la Eucaristía entramos en comunión con el Jesús resucitado. Al hacerlo, no solo permanecemos con Él aquí en la tierra, sino que anticipamos nuestra permanencia con Él para siempre en el Cielo. En la Eucaristía, Jesús desciende a la tierra sobre nuestros altares para elevarnos a su Reino Celestial. Somos colocados a su derecha en su trono celestial de gloria.
En su discurso eucarístico del Evangelio de San Juan, Jesús declara enfáticamente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré por la vida del mundo es mi carne.” (Juan 6,51)
A la incredulidad de los judíos sobre cómo esto podía ser posible, Jesús afirma sin ambigüedades:
“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.” (Juan 6,53-56)
Porque comemos el cuerpo resucitado y la sangre resucitada de Jesús resucitado, permanecemos en Él y Él en nosotros, y así, en comunión con Él, tenemos vida eterna. Por tanto, la Pascua no es solo la celebración de la Resurrección de Jesús, sino también la celebración de su presencia siempre viva entre nosotros en la Eucaristía. La Eucaristía es el mayor don pascual que Jesús pudo darnos: el don de sí mismo.
Durante este Tiempo Pascual, sigamos celebrando con toda la Iglesia este don maravilloso. Y, junto con los dos del camino a Emaús, dejemos que “nuestro corazón arda dentro de nosotros” y proclamemos con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”
Acerca del autor
Thomas G. Weinandy, OFM Cap., es un escritor prolífico y uno de los teólogos vivos más destacados. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano. Su libro más reciente es el tercer volumen de Jesus Becoming Jesus: A Theological Interpretation of the Gospel of John: The Book of Glory and the Passion and Resurrection Narratives.