Por el P. Paul D. Scalia
Sabemos poco sobre las personas que nuestro Señor sana. No es sorprendente; los milagros están destinados a revelarnos y enseñarnos algo sobre el Señor, no necesariamente sobre quienes reciben su sanación. Así que, cuando escuchamos acerca del ciego Bartimeo en el Evangelio de hoy (Marcos 10:46-52), podríamos pasar por alto su figura como otro beneficiario más de la misericordia de Jesús. Sin embargo, Bartimeo juega un papel más destacado en esta escena que la mayoría de los que reciben el don de la sanación. De hecho, en esta breve escena, Bartimeo nos enseña, en cierto sentido, tanto como lo hace Jesús.
Bartimeo nos enseña, primero, sobre la fe. Ahora bien, los ciegos viven constantemente en la fe. Confían en que aquello que no pueden ver y verificar con sus propios ojos es real, verdadero y está presente. Bartimeo, ciego, va aún más allá. Por fe, ve más claramente que quienes lo rodean y tienen vista. Clama: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí. Muchos en la multitud, al ver a Jesús, solo percibían a un hombre, una celebridad o un sanador. Bartimeo, sin ver, vio al Hijo de David, es decir, al Mesías.
Ver sin ver es precisamente lo que hacemos cuando creemos. Por la fe, “vemos” aquello que no percibimos con nuestros ojos. Vemos la verdad sobre Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Vemos a nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Vemos su providencia en nuestras vidas. Sin fe, somos ciegos a estas bendiciones. Muchos que ven físicamente, en realidad están ciegos porque carecen de fe. Bartimeo fue el ciego físico que vio gracias a su fe. Creer –ver sin ver– es la primera lección que Bartimeo nos da.
Al mismo tiempo, Bartimeo nos enseña sobre la oración, fruto de la fe. Su clamor es una oración básica: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí. Esta breve súplica contiene lo esencial. Primero, el llamado personal: Jesús. Luego, una confesión de fe: Hijo de David –el Mesías. Y finalmente, una petición: ten piedad de mí. La oración puede y debería ser tan sencilla como esto.
Bartimeo también muestra la perseverancia necesaria en la oración. Muchos lo reprendían, para que se callara. Pero él seguía gritando aún más fuerte. El mayor obstáculo en la oración es nuestra propia falta de perseverancia. Las distracciones del mundo actúan como esa multitud que rodeaba a Bartimeo. En efecto, nos reprenden, nos dicen que guardemos silencio, que continuemos con cosas “más prácticas” o “más importantes.” Nos tientan a apartarnos y abandonar nuestros esfuerzos. Bartimeo ignora estas distracciones y persevera en su súplica al Señor. Así también debemos hacer nosotros.
Curiosamente, su perseverancia no es recompensada de inmediato. El Señor lo lleva más allá en este ejercicio de fe y le hace perseverar aún más. ¿Qué quieres que haga por ti? Esta es una pregunta extraña. Bartimeo es mendigo; probablemente quiere dinero. Bartimeo es ciego; probablemente quiere ver. Más importante aún, Jesús es divino; ya sabe lo que Bartimeo quiere.
Entonces, ¿por qué pregunta? Para provocar una oración más profunda. San Beda dice: “Hace la pregunta para agitar el corazón del ciego a orar.” Jesús sabe lo que Bartimeo necesita. Pregunta no para obtener nueva información, sino para abrir el corazón de Bartimeo a recibir lo que Él desea darle. Jesús no necesita saberlo, pero Bartimeo sí necesita reflexionar sobre ello, sobre lo que realmente desea.
¿Qué quieres que haga por ti? Nuestra oración de fe se profundiza cuando consideramos esta pregunta, cuando imaginamos a nuestro Señor haciéndonosla de manera directa. Deseamos algunas cosas superficiales, que nos benefician en este mundo. Hay cosas más altas, más nobles que deseamos… pero aún para este mundo. La pregunta de Jesús nos dirige a aquello que más profundamente anhelamos, pero que aún no nos damos cuenta.
Esto nos lleva a la última enseñanza de Bartimeo: el Cielo. La respuesta de Bartimeo resume el anhelo del corazón humano: Maestro, quiero ver. Dios nos creó para ver. Y no solo para ver las cosas de este mundo con nuestros ojos físicos, sino para verlo a Él cara a cara. Quiere que usemos nuestra vista para y en la eternidad.
Claro, Bartimeo deseaba ver para tener una vida normal. Pero hay una insinuación de que su deseo iba más allá. Quizás quería ver para poder ver a Jesús con sus propios ojos, para poder mirar al que había creído sin ver. De hecho, una vez sanado, no usa su vista para sus propios intereses mundanos. En su lugar, sigue a Jesús en el camino. Ahora que lo ha visto con sus propios ojos, no quiere separarse de Él.
Al repetir las palabras de Bartimeo –Maestro, quiero ver– expresamos nuestro deseo más profundo: ver al Señor. Queremos ir al Cielo, ver a Aquel en quien creemos, mirar el rostro de Aquel que nos creó y para quien fuimos creados. Esa oración es también una súplica para ser liberados de las cosas que nos ciegan a Él, de las imágenes e ideas que apartan nuestra mirada de Él.
Así que no veamos a Bartimeo como simplemente un pobre ciego a quien el Señor sanó. No es un personaje pasajero, y por eso conocemos su nombre. Nos da un ejemplo de fe, de oración y del deseo que todos deberíamos cultivar por el Cielo.
Acerca del Autor
El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y Párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.