Ayuno y Fiesta

The Resurrection of Christ by Annibale Carracci, 1593 [Louvre, Paris]
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Por San John Henry Newman

En Navidad nos alegramos con la alegría natural y pura de los niños, pero en Pascua nuestra alegría es más elaborada y refinada en su carácter. No es una explosión espontánea e ingenua que podría suscitar la noticia de la Redención, sino que es meditada; tiene una larga historia previa y ha atravesado un extenso curso de sentimientos antes de llegar a ser lo que es. Es un sentimiento final y no inicial. . . . Por ello, el Día de Navidad comienza con un tiempo de solemne expectativa solamente, mientras que el Día de Pascua llega tras el largo ayuno de la Cuaresma y los rigores de la Semana Santa recién pasada: y brota –y (por así decirlo) nace– del Viernes Santo.

En un día como este, entonces, por la misma intensidad de la alegría que los cristianos deben sentir y la prueba que han atravesado, muchas veces estarán inclinados a decir poco. Más bien, como los enfermos en convalecencia, cuando la crisis ha pasado, la enfermedad ha cesado, pero la fuerza aún no ha regresado, saldrán a la luz del día y al frescor del aire, y se sentarán en silencio con gran deleite bajo la sombra de aquel Árbol, cuyo fruto es dulce a su paladar. Están dispuestos más a meditar y estar en paz, que a hablar mucho; pues su alegría ha sido tanto hija del dolor, de naturaleza tan transformada y compleja, tan ligada a recuerdos dolorosos y asociaciones tristes, que aunque es una alegría aún mayor por el contraste, no es ni puede ser como si nunca hubiera habido sufrimiento.

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Por eso ahora, aunque todo haya pasado, no puede uno desprenderse de inmediato de lo que ha sido, para entrar de lleno en lo que es. Cristo, en efecto, aunque sufrió y murió, resucitó con vigor al tercer día, habiendo roto las ataduras de la muerte; pero nosotros no podemos realizar en nuestra contemplación de Él lo que Él realizó realmente; porque Él era el Santo, y nosotros somos pecadores. Aún llevamos sobre nosotros la languidez y opresión de nuestro viejo yo, aunque seamos nuevos; y por eso debemos rogarle a Él, que es el Príncipe de la Vida, la Vida misma, que nos lleve hacia su nuevo mundo, porque no podemos caminar hasta allí por nosotros mismos, y que nos haga sentar donde, como Moisés, podamos ver la tierra y meditar sobre su hermosura.

Y sin embargo, aunque la larga estación de dolor que precede a este Día Bendito, en cierto sentido, modere y suavice la intensidad de nuestro gozo, sin tal preparación previa, estemos seguros de que no gozaremos en absoluto. Ninguno se alegra en el tiempo pascual menos que aquel que no ha sufrido en Cuaresma. Esto se ve en el mundo en general. Para ellos, una estación es igual a otra, y no toman en cuenta ninguna.

Día de fiesta y día de ayuno, tiempo santo o cualquier otro, son para ellos lo mismo. Por eso, no comprenden el mundo venidero en absoluto. Para ellos, los Evangelios no son más que otra historia; una serie de acontecimientos que tuvieron lugar hace mil ochocientos años. No hacen presente para sí la vida y muerte de nuestro Salvador: no se transportan al tiempo de su estancia en la tierra. No reviven ni celebran su historia en su propia vivencia; y la consecuencia es que no sienten interés alguno por ella. No tienen ni fe ni amor hacia ella; no ejerce influencia alguna sobre ellos.

No forman su juicio de las cosas a partir de ella; no la tienen como un principio práctico en su corazón. Esta es la situación no solo del mundo en general, sino también con demasiada frecuencia de hombres que llevan el Nombre de Cristo en sus labios. Creen que creen en Él, y sin embargo, cuando llega la prueba o en la conducta diaria de la vida, no son capaces de actuar según los principios que profesan: ¿y por qué? Porque han pensado que podían prescindir de las Ordenanzas religiosas, del curso de los Servicios, y del ciclo de las Estaciones Sagradas de la Iglesia, y han considerado más simple y espiritual una religión que no se practique religiosamente sino cuando una prueba extraordinaria o tentación lo exige; porque han creído que, dado que es deber del cristiano alegrarse siempre, se alegrarían mejor si nunca sufrieran ni lucharan por la justicia.

Por el contrario, tengamos por seguro que, así como la humillación previa modera nuestro gozo, también lo garantiza. Nuestro Salvador dice: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”; y lo que es verdad en la vida futura, lo es también aquí. A menos que hayamos llorado en las semanas pasadas, no nos alegraremos en la estación que ahora comienza. Se dice con frecuencia, y con razón, que la aflicción providencial acerca al hombre a Dios. ¿Qué es la observancia de las Estaciones Santas sino tal medio de gracia?

Con ese espíritu procuremos celebrar esta fiesta santísima de todas, esta temporada festiva continua, que dura cincuenta días, mientras que la Cuaresma es de cuarenta, como para mostrar que donde abundó el pecado, sobreabundó mucho más la gracia. Tal parece ser, en efecto, la disposición de ánimo que se apoderó de los Apóstoles al estar seguros de la Resurrección; y mientras esperaban, o cuando vieron a su Señor resucitado. . . .

¡Que podamos participar de tal gozo sereno y celestial! Y, mientras oramos por ello, recordando al mismo tiempo que aún estamos en la tierra y nuestras obligaciones en este mundo, no olvidemos jamás que, mientras nuestro amor debe ser silencioso, nuestra fe debe ser vigorosa y viva. No olvidemos nunca que en la medida en que nuestro amor esté “arraigado y cimentado” en el mundo venidero, nuestra fe debe extenderse como un árbol fructífero en este mundo. Cuanto más tranquilos estén nuestros corazones, más activas sean nuestras vidas; cuanto más serenos seamos, más ocupados; cuanto más resignados, más celosos; cuanto más sosegados, más fervientes.

• De Parochial and Plain Sermons, Sermón N.º 23

Acerca del autor

John Henry Newman (1801–1890) fue creado cardenal por León XIII en 1879, beatificado por Benedicto XVI en 2010 y canonizado por el Papa Francisco el 13 de octubre de 2019. Fue uno de los escritores católicos más importantes de los últimos siglos.

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