Por Stephen P. White
El comienzo del nuevo año es el momento de echar la vista atrás a la revolución alrededor del sol que acaba de terminar, de hacer balance de lo que fue, tanto bueno como malo, y de hacer propósitos sobre lo que podría hacerse mejor o al menos de forma diferente en nuestra próxima vuelta.
En mi experiencia, la frescura del nuevo año tiñe de optimismo las perspectivas. En mi experiencia, también, ese optimismo rara vez dura tanto como el Miércoles de Ceniza. El optimismo de principios de enero rara vez llega intacto a febrero. Al comienzo de la Cuaresma, ya estoy listo para la penitencia.
Por todo ello, enero también es un buen momento para hacer pronósticos. Ahora es tan buen momento como cualquier otro para anticipar lo que nos deparará 2024 -bueno o malo-, de modo que podamos estar lo mejor preparados posible para lo que venga. Y para que el próximo enero podamos echar la vista atrás a nuestras predicciones y reírnos de nosotros mismos por ser demasiado optimistas o estar innecesariamente preocupados por todas las cosas equivocadas.
Así pues, con un espíritu de autodesprecio preventivo, presento los tres pronósticos siguientes para este año de Nuestro Señor, 2024.
En primer lugar, como ya sabrán, estamos de nuevo en año electoral. Las elecciones nacionales en Estados Unidos, y especialmente las presidenciales, se han convertido en ejercicios masivos de miedo y aversión. Miedo, en el sentido de que este último episodio de «las elecciones más importantes de la historia» tiene a ambos bandos convencidos de que lo que está en juego es a la vez existencialmente alto y casi desesperanzador. Todos están aterrorizados de que su bando vaya a perder y todos parecen convencidos de que la República está condenada si pierden. Odio, en el sentido de que a todo el mundo en ambos partidos parece disgustarle su propio bando sólo ligeramente menos de lo que detesta a los bárbaros del otro lado del pasillo.
Al menos a veces parece que «todos». No soy de los que restan importancia a la política – incluso cuando, y quizás especialmente cuando, nuestra política parece tan rota. Tampoco soy quien para restar importancia a la gravedad de los retos a los que nos enfrentamos, que hace tiempo pasaron de ser cuestiones sobre los mejores medios para alcanzar nuestros objetivos comunes a profundos desacuerdos sobre la naturaleza misma y los fines de los seres humanos – y, por tanto, de la propia sociedad humana.
La historia, como nos recordó el Papa Juan Pablo II, ha demostrado que incluso las democracias pueden transformarse en totalitarismos abiertos o apenas disimulados si carecen de fundamentos morales y filosóficos adecuados. Es posible insistir, a la vez, en que ese peligro es real, incluso en que el proceso está muy avanzado, y, también, en que estamos muy lejos de alcanzar un punto crítico de no retorno. Las «teorías del declive» no son muy útiles como «teorías de tocar fondo», excepto en retrospectiva.
En cualquier caso, ésta es mi primera predicción: 2024 será un año duro políticamente, los peores temores tanto de la izquierda como de la derecha no se harán realidad, y el Día de la Inauguración de 2025, la persona que jure el cargo de Presidente de los Estados Unidos será la persona de más edad que lo haya hecho nunca.
Hablando de elecciones, estas serán las primeras presidenciales desde la anulación del caso Roe vs Wade. A estas alturas, creo que todo el mundo comprende que la política abortista no va a desaparecer pronto. Pero el lugar del aborto en la política estadounidense se ha transformado desde la sentencia Dobbs. Hay, y seguirá habiendo, menos atención a la política de conseguir las combinaciones correctas de jueces en el Tribunal Supremo y mucha más atención a las leyes estatales sobre el aborto.
En lo que quiero centrarme aquí es en el modo en que los obispos católicos, tanto individual como colectivamente, se involucran en política en un mundo post-Roe. El aborto sigue siendo un tema importante para los obispos. De hecho, sin ninguna de las polémicas que hemos visto en los últimos años, los obispos reafirmaron su posición: la amenaza del aborto sigue siendo su «prioridad preeminente». Durante casi medio siglo, eso significó ante todo anular Roe.
La verdad es que, aunque ninguno de los obispos desearía que volviera a existir, Roe tuvo un efecto concentrador y galvanizador, tanto eclesial como político. Anular Roe era un objetivo claro, alcanzable y justo. Con la desaparición de Roe, la amenaza del aborto no es menos grave o urgente, pero como cuestión política para los católicos, el tema adquiere ahora un carácter más difuso.
El año que viene nos dará una primera visión de un emergente «nuevo status quo» para el compromiso episcopal en la política presidencial. Los católicos vigilarán atentamente a sus obispos, y los obispos también se vigilarán entre sí. Esto, combinado con la antipatía general que la mayoría de los obispos sienten tanto hacia el actual presidente como hacia el más probable candidato republicano, Donald Trump, me hace predecir un año más bien discreto para el compromiso episcopal en la política.
Mi tercer pronóstico: El Congreso Eucarístico Nacional puede ser la última y mejor esperanza para que la sinodalidad arraigue en Estados Unidos. El Sínodo sobre la Sinodalidad del pasado octubre no encendió muchos corazones. Una reciente misiva de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos pidiendo a las diócesis que acojan otra ronda de sesiones de escucha sinodal no fue recibida precisamente con entusiasmo. Las controversias sobre Fiducia supplicans tampoco han hecho ningún favor al sínodo, ya que parecen cortocircuitar o incluso contradecir la visión de la sinodalidad que el Papa Francisco lleva tanto tiempo promoviendo.
Entonces, ¿cómo podría una reunión de 70.000 católicos en Indianápolis revigorizar la sinodalidad? Reuniendo a decenas y decenas de miles de católicos de todo el país para escuchar la Palabra de Dios y adorar al Señor. En la medida en que el Congreso logre crear un sentido de fraternidad y comunión, crear un sentido de participación vital en la vida de la Iglesia, y plantar en los participantes una semilla de celo misionero, el Congreso Eucarístico habrá hecho avanzar la misión de la Iglesia en América de una manera que ninguna reunión sinodal en Roma podría jamás. Sería una gran victoria para la Iglesia en Estados Unidos y para la sinodalidad; me gustaría pensar que Roma estaría de acuerdo.
Acerca del autor:
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en The Catholic University of America y miembro en Catholic Studies en el Ethics and Public Policy Center.
En serio quiere un «éxito» de la sinodalidad? Vaya un absurdo! Eso se lo ha sacado papapancho de la manga para obligar a los obispos a tragar con todas las tonterías que se le ocurran