Por Robert Royal
Benedicto XVI solía rezar una frase que había notado en las Confesiones de San Agustín: “da quod iubes, et iube quod vis,” “Oh Señor, da lo que mandas y manda lo que quieras.” (Libro X, xxix) Vale la pena repetirla a diario, porque es breve y rica. Y típica de cómo los grandes pensadores pueden decir mucho en pocas palabras (multum in parvo, como decían los antiguos romanos). Sorprendentemente, Benedicto/Ratzinger fue en ocasiones criticado por usar esas palabras, al igual que el propio Agustín. El contexto —Agustín estaba rezando por la continencia, que el diccionario define como “autocontrol, especialmente en relación con la sexualidad”— es claramente parte del motivo. Pero sin duda hay más, mucho más.
Durante décadas hemos vivido en la Iglesia bajo una idea equivocada. Muchas personas creen que Dios jamás sería tan antidemocrático como para “mandar” algo. Irónicamente, esas mismas personas suelen creer que Él sí manda ordenar mujeres, aceptar la ideología LGBT, permitir la Comunión a los divorciados vueltos a casar, etc. En este contexto, se suele citar otra frase concisa de Agustín —“Ama y haz lo que quieras” (Sermón 110)— aunque raramente se le atribuye a él esta expresión que suena tan moderna.
Pero Agustín nunca dijo lo que muchos creen que dijo en ese sermón. Justo antes de la célebre frase, establece algunas distinciones claras:
vemos a personas volverse feroces por amor; y por maldad, seductoramente gentiles. Un padre golpea a un niño, mientras que un secuestrador lo acaricia. Ante la opción entre golpes y caricias, ¿quién no elegiría las caricias y evitaría los golpes? Pero al considerar quién las da, se comprende que es el amor el que golpea, y la maldad la que acaricia. Esto es lo que insisto: las acciones humanas solo pueden entenderse por su raíz en el amor. Toda clase de acciones pueden parecer buenas sin proceder de la raíz del amor. Recuerda, las zarzas también tienen flores: algunas acciones parecen verdaderamente crueles, pero se hacen por disciplina motivada por el amor.
Todos lo sabemos en teoría —especialmente al observar a otros— pero lo ignoramos en la práctica cuando choca con algún objetivo preciado propio.
Para el Agustín maduro —es decir, el pensador cristiano que se liberó de las confusiones del maniqueísmo y de sus pasiones personales— todo está movido por el amor. Buenos o malos amores, pero amores al fin, porque el Creador creó el mundo por un amor desinteresado. Y todo lo que hizo es digno de nuestro amor, bien entendido. Pero ahí está la dificultad. Desde la Caída, nuestros amores están desordenados. Tanto, que Agustín explica el mal mismo como una falta de amor correcto, en el lugar, momento y medida adecuados. El amor bien ordenado nos eleva. El amor mal ordenado nos hunde.
Como dice en otro célebre pasaje de las Confesiones:
Todas las cosas, presionadas por su propio peso, tienden a sus lugares propios. El aceite, vertido en el fondo del agua, sube sobre ella; el agua, vertida sobre el aceite, se hunde hasta el fondo. Son impulsadas por su propio peso hacia sus lugares. Las cosas que están un poco fuera de lugar se agitan: ponlas en orden y se calman. Mi peso es mi amor [pondus meum amor meus]: por él soy llevado, dondequiera que sea llevado. (Libro XIII, ix)
He escandalizado a ciertos amigos muy apegados a los elementos tomistas de la Comedia de Dante (que están muy presentes y son muy importantes) al afirmar que el concepto agustiniano del orden de los amores es lo que nos ofrece una imagen más fundamental y global de los pecadores, penitentes y santos distribuidos por el cosmos de Dante. Esto es innegable y completamente comprensible, ya que Agustín fue una influencia profunda tanto para Santo Tomás como para Dante. Y debería serlo también para nosotros.
Porque Agustín también nos ayuda a entender cómo es que fuimos creados a imagen y semejanza del Amor mismo. En La Trinidad, compara a las tres Personas de la Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— con tres facultades del ser humano: memoria, entendimiento y voluntad. Es una analogía, por supuesto, no una equivalencia exacta. Ningún misterio cristiano puede ser explicado por completo, solo parcialmente comprendido por su semejanza con cosas de nuestro mundo.
Pero esta comparación no solo nos da una cierta noción de nuestra “imagen y semejanza.” También sugiere cómo pueden ser tres “personas” en la Trinidad y, sin embargo, una sola: comprendemos que memoria, entendimiento y voluntad pueden distinguirse y, sin embargo, estar unidas en una persona humana.
Y lo expresa, aunque parezca abstracto, de forma bastante poética:
Esta tríada de memoria, entendimiento y voluntad no son tres vidas, sino una; no tres mentes, sino una. Por tanto, no son tres substancias, sino una substancia… Así pues, al estar todas comprendidas unas por otras, individualmente y en conjunto, el todo de cada una es igual al todo de cada otra y el todo de cada una al todo en conjunto. Y estas tres constituyen una sola cosa, una sola vida, una sola mente, una sola esencia. (De Trinitate, Libro X, xviii)
Nuestro nuevo Papa León XIV se ha formado profundamente en esta tradición, como se percibe en su elección de una frase del Sermón sobre el Salmo 127 de Agustín como lema de su escudo papal: In illo Uno unum (“En ese Uno somos uno”). Entre los muchos signos alentadores que ya ha ofrecido como Papa, este destaca claramente que, por mucho que busquemos orden, sentido, verdad y paz como individuos y en nuestras vidas comunes, ningún esquema meramente humano —ni la ciencia, ni la psicología, ni el autoayuda, ni la política, la economía, la diplomacia ni la renovación cultural— podrá darnos lo que solo Dios mismo puede dar. Eso es exactamente lo que nuestros tiempos tristes y confundidos más necesitan oír.
O da quod iubes, Domine, et iube quod vis.
Acerca del autor
Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Sus libros más recientes son Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.