Adorar al reloj y al calendario

Nicholas of Myra striking Arius at the Council of Nicaea, a fresco from the 1300s [Soumela Monastery, Northeastern Turkey]
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Por Anthony Esolen

Lo eterno no “se desarrolla”. Eso es una contradicción en los términos. Así lo dice nuestro Señor, en los días previos a su Pasión, cuando habló a sus discípulos sobre los últimos tiempos y la venida del Hijo del Hombre en gloria. “El cielo y la tierra pasarán”, dice, “pero mis palabras no pasarán.” (Mateo 24,35)

Que lo haya dicho puede resultarnos demasiado familiar. Lo escuchamos en la Misa cada año, pero debió haber dejado mudos a los discípulos. Moisés no dice eso de sí mismo. Isaías y Jeremías no lo dicen. Tal afirmación solo se predica de Dios —como sabían Jesús y sus discípulos—. “Levantad los ojos a los cielos”, dice Dios, “y mirad a la tierra abajo: pues los cielos se desvanecerán como humo, la tierra se gastará como vestido, y sus habitantes morirán de igual manera; pero mi salvación será para siempre.” (Isaías 51,6)

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La profecía se sitúa en la frontera entre el tiempo y la eternidad. No solo pretende anunciar el futuro, como cuando Jesús dice que los últimos días serán como en los días de Noé. (Mateo 24,37) Pretende llevar su mirada más allá del tiempo, por encima de las estrellas, porque “en el principio creó Dios el cielo y la tierra.” (Génesis 1,1) Tienen su mañana y su tarde. Pasarán, pero la Palabra de Dios, por quien todo fue hecho (Juan 1,3), “imagen del Dios invisible” (Colosenses 1,15), “el Alfa y la Omega, el primero y el último” (Apocalipsis 1,8), está más allá del tiempo, porque el tiempo, ligado al cielo y a la tierra, es también una criatura.

Ahora bien, en el corazón de todas las nociones modernistas de evolución hay una confianza en el tiempo. Con suficiente tiempo para actuar, y mediante tanteos y pruebas —sean tecnológicas, artísticas, intelectuales o políticas— los seres humanos se vuelven mejores y sus vidas más libres.

Con muchas reservas, podemos admitir que hay algo válido en ese sentido del desarrollo. Es mejor, más avanzado culturalmente, ser Wagner componiendo Lohengrin que un aborigen lanzando alaridos en una danza de guerra nocturna. Sin embargo, Homero compuso la Odisea hace unos 2700 años, y muchos afirman que no tiene rival por su grandeza poética, coherencia, belleza y profundidad psicológica. O si tiene uno, solo la Comedia de Dante la supera, y ese poema tiene más de 700 años.

La mayoría de las ciudades griegas antiguas importantes tenían obras públicas de una belleza asombrosa, como el Partenón en Atenas, o el templo de Diana en Éfeso; ¿acaso nuestras ciudades de tamaño similar pueden jactarse de algo comparable?

Pero aun si nuestro progreso en materia cultural fuera regular, fiable y notorio (no lo es), eso no significaría que Cristo y sus palabras estén sujetos a la misma experimentación, con sus aciertos y fracasos —pues el éxito y el fracaso no son más que engranajes del cambio cultural, y tienen la costumbre de atascarse, deslizarse o retroceder.

Podemos conocer más sobre Cristo, pues a través del Espíritu Santo Él se revela más a sí mismo, más de la verdad, en la medida en que somos capaces de recibirla. Pero no podemos conocer algo distinto sobre Él, algo que contradiga lo anterior; como si una verdad anterior debiera desaparecer como los dinosaurios, o ser desechada como el coche tirado por caballos.

Creer que la Palabra de Dios es la Palabra de Dios, y no una palabra humana sujeta a cambio, es también comprender que Dios, quien antes hablaba por los profetas, y dio la Ley a Moisés por medio de los ángeles, “en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien también hizo el mundo.” (Hebreos 1,2)

No hay, por tanto, revelación más allá de Jesús, como no hay tiempo más allá de la eternidad. No preguntamos qué haría Jesús si estuviera vivo hoy; podríamos preguntarlo de Platón, o de cualquier hombre sabio, cualquier criatura del tiempo. Preguntamos qué hizo, qué hace, qué dijo, qué dice. De otro modo, estaríamos imaginando a un pseudo-Jesús rascándose la cabeza y diciendo: “Ah, bueno, nunca preví una situación como la vuestra. Veamos. Está bien, ¿qué tal si intentan esto?”

Si acaso, es señal de nuestra propia regresión cultural e intelectual que nuestras herejías sean tan pobres y endebles. Los hombres de Nicea y Calcedonia lucharon por comprender la naturaleza de Cristo como verdadero Dios y verdadero Hombre, una Persona con dos naturalezas. Caer en el lado arriano habría significado, con el tiempo, un tipo de unitarismo como el que ha ido desapareciendo entre nosotros en estos últimos siglos, perdiendo la Trinidad, reduciendo a Cristo a un sabio, y convirtiéndose simplemente en la sabiduría del momento entre ciertas élites sociales, con campanario, campana y uno o dos himnos despojados de su antiguo sentido.

Pero quienes dicen que la Iglesia puede juguetear con la “verdad”, o imaginan a Jesús como un actor político actual, un Jesús en modo condicional, son en el fondo arrianos. Debemos adorar a Jesús, no reclutarlo.

¿Y por qué causa, en nuestro tiempo, erigimos a este Cristo como un Buda, un Sócrates, o un asistente social simpático que aparenta sentir profundamente? Para alterar o abandonar lo que la Palabra de Dios dijo que fue así “desde el principio”, que “Dios los creó varón y mujer”, y que “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.” (Marcos 10,6-8)

Abandonar eso, y luego avanzar hacia la confusión, la mala fe y la perversión; decir, en efecto, que las palabras de Jesús pasarán, pero la carne y sus deseos no, así que Jesús, o la Iglesia, más vale que se pongan al día con el reloj y el calendario. Incluso Arrio era mejor que eso.

Acerca del autor

Anthony Esolen es conferencista, traductor y escritor. Entre sus libros se encuentran Out of the Ashes: Rebuilding American Culture, Nostalgia: Going Home in a Homeless World, y más recientemente The Hundredfold: Songs for the Lord. Es profesor distinguido en Thales College. No deje de visitar su nuevo sitio web: Word and Song.

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