Fue el primer relevo en la provincia de México desde su desmembramiento en 2019 . Proveniente del clero de Texcoco y arropado por el arzobispo Aguiar, su carrera episcopal creció a la sombra del nayarita quien lo apadrinó como auxiliar de Tlalnepantla. Jorge Cuapio Bautista sucede a Jesús Antonio Lerma Nolasco, el obispo de la transición, cuya edad canónica lo alcanza en medio de los retos para configurar a la diócesis de Iztapalapa, de las más pobladas en el país entero.
Este 11 de octubre, Cuapio Bautista fue recibido e instalado en la catedral conocida como la Iglesia de la Cuevita por estar dedicada al Señor del Santo Sepulcro. Fieles, pueblo de Dios, presbiterio y una decena de obispos, principalmente del Valle de México y de la provincia eclesiástica, presididos inicialmente por el nuncio apostólico, Franco Coppola, fueron testigos de la entrega de la bula y posesión de la cátedra que dieron legitimación al nombramiento de Cuapio Bautista. Tras él, su padrino, Carlos Aguiar, que más bien recibió las miradas de desconfianza e indiferencia cuando aún está fresco el recuerdo en el nacimiento de la diócesis de Iztapalapa, las aclamaciones que reconocieron al emérito Rivera Carrera mientras Aguiar quedaba eclipsado en la sombra de su antecesor.
Pero era el momento de Cuapio Bautista y tras la procesión, las expectativas por saber el estilo de un hombre que, en Tlalnepantla, más bien fue gris, de bajo perfil y hasta percibido como acomplejado por sus orígenes humildes. Sin estudios en Roma, ni un linaje episcopal reconocido, Cuapio es de esas excepciones en el episcopado que tienen dos caminos: O emergen para perdurar en la memoria o se hunden para jamás salir a flote.
Cuapio descubre poco a poco la tremenda carga que ahora tendrá sobre sus hombros al llegar a una diócesis que tiene de las mayores concentraciones poblacionales del país, de profundos contrastes y pobreza, conflictos sociales y urbanos, principal bastión de la izquierda abortista, de ideología de género y de tribus políticas que también pueden manipular a la Iglesia, de ser el polvorín de disputa de, al menos, siete grupos delincuencias en encarnizada lucha por el mercado de lo ilícito en la Ciudad de México; diócesis que carga con esas pastorales del descarte cuando fueron descartadas por el arzobispo Aguiar, la de la atención de los seis centros penales, la mayoría con altas tasas de hacinamiento de poblacional y urgidos de atención eclesial.
La línea sería trazada en lo que siempre se consideran las líneas programáticas que se dieron en una homilía, breve y sencilla, pero cargada de símbolos y reconocimientos.
Cuapio tuvo un punto positivo que suscitó no pocas sonrisas agradecidas entre los oyentes: Reconocer el pasado que no puede suprimirse por decretazos. Como ha sucedido en la arquidiócesis de México con esa pastoral de la demolición, para el obispo originario de Tlaxcala asirse de la memoria de los dos últimos arzobispos fue el primer intento de reconocer que Iztapalapa no nació con Carlos Aguiar: “Mi pensamiento y gratitud se dirige a Su Eminencia, don Ernesto Corripio Ahumada que, en su tiempo, contempló con asombro el crecimiento de la Arquidiócesis de México; a Su Eminencia, don Norberto Rivera Carrera que, con talento y acierto buscó proveer a las necesidades pastorales que se multiplicaban y con la creación de las vicarias episcopales preparó nuestra querida diócesis; a su Eminencia, don Carlos Aguiar Retes que, con arrojo, y en comunión con el Santo Padre el Papa Francisco, hicieron nacer tres nuevas Diócesis para que se siga prolongando en el tiempo, el Misterio de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo”.
El aplauso atronador lo llevó Jesús Antonio Lerma Nolasco, el primer obispo quien, por diez años, condujo los destinos de la extinta VII vicaría y de la infanta diócesis. Cuapio lo reconoció así. Antes que Lerma, quien poco a poco se fue distanciando de Aguiar a pesar de sus mismos orígenes nayaritas, la memoria tuvo de nuevo presente a una pléyade de obispos quienes fueron los padres fundadores de esa vicaria del arzobispado de México, bajo el patronazgo del apóstol de las naciones, hoy Santo principal, quien la ha sostenido en tropiezos y caos, pero también la esperanza y la fe en una gestación de casi 40 años mientras fue parte fuerte de la arquidiócesis de México en su religiosidad popular: Carlos Talavera Ramírez, consagrado obispo auxiliar por Ernesto Corripio en 1980, después primer obispo de Coatzacoalcos y referente en el Episcopado Mexicano de la doctrina social; Francisco Orozco Lomelín, vicario general y quien afrontó los hechos del 68 en catedral y quien conoció, por primera vez, los informes acerca del delincuente Marcial Maciel y vicepresidente de la CEM de 1968 a 1973, de Felipe Tejeda García Misionero del Espíritu Santo y de quienes hoy apacientan otros obispados y arzobispados, Marcelino Hernández Rodríguez en Colima y Víctor Sánchez Espinoza, arzobispo de Puebla.
Mas que un recuerdo del pasado, la diócesis ahora requiere remontar un origen convulso. Al principio la incertidumbre y quizá un resentimiento muy humano por saberse desmembrados de la una Iglesia pujante. Una decisión que, a pesar de los juicios de intereses comodaticios, debe ponerse en la óptica del Espíritu más que en la parquedad de la miopía. Visión humana, sin duda, que debe tener miras en las relaciones con el poder de un bastión de izquierda que juega lo mismo con Dios y el diablo y reconocer que los poderes de este mundo también usan esta devoción del pueblo.
Pero ahondando más en este sentimiento humano, muy humano, el obispo Cuapio llega a una diócesis que lo ha apabullado, en un primer momento, por sus retos y esperanzas. Su voz entrecortada no es simple emoción por un cargo asumido, su responsabilidad ahora debe trascender hacia un auténtico signo que dé significado al desmembramiento arquidiocesano. Cuapio lo debe entender. Por algo ha querido tener a su lado a Lerma Nolasco como su consejero. Ya no es auxiliar de Tlalnepantla ni paje de Aguiar. Su juventud anuncia que, al menos, tendrá más de 20 años por delante en una diócesis en la que las cosas serán cada vez más complejas con la erosión del catolicismo como aparato doctrinal y de la escalada de la izquierda que impone el desmantelamiento de lo tradicional. Repetir errores del presente sería lo peor, enemistarse con el clero, una cruz y vivir a la sombra de Aguiar, su condena.
Lerma Nolasco lo dijo al final al dirigirse a su sucesor, la diócesis de Iztapalapa es una “una niña recién nacida”. Su gestación fue delicada y su parto con dolor. Cuapio tienen ahora a esa niña en su regazo. “Soy su padre y pastor”, dijo. Así es: padre para formar en el amor y armonía, no para azotar hasta la agonía; ser en verdad pastor para apacentar, no para madrear…