Sepultura de Cristo, la paradoja del escarnio y la realeza

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Después de la crucifixión, el cadáver de Jesucristo no tenía apariencia humana (Is 52, 14), el “ajusticiado” era judío, creció bajo la Ley y los mandamientos dados al pueblo cuyos preceptos eran rigurosos en cuanto al trato a los muertos y la deposición de los cadáveres en la sepultura. A juicio de los estudiosos, la sepultura de los judíos tiene etapas bien identificadas. Cristo fue enterrado en la época del segundo templo, el de Herodes, cuando se había desarrollado la idea de la era mesiánica y la resurrección individual, a diferencia de la resurrección colectiva.

Sabemos cuál fue el destino del nazareno terminado el suplicio de la cruz. El cuerpo debía prepararse para observar el duelo según la Ley. Las Escrituras coinciden en afirmar que eran las vísperas del día del descanso –sábado-, cesaría cualquier actividad hasta el primero de la semana. Jn 19,13 y ss. describe la forma de deposición del cuerpo envolviéndolo en vendas con aromas, una mezcla de cien libras de mirra y áloe. Los estudiosos de las costumbres judías dicen que los encargados de llevar el cuerpo de Jesús era la comitiva dar sepultura a los restos de Cristo y los símbolos dicen que debería gozar de un reposo digno.

Podemos tener una idea de cómo quedó el cadáver de Cristo después de un suplicio tan inhumano. En 1522, Hans Holbein, el Joven (1497-1543) pintó El cuerpo de Cristo muerto en la tumba, una representación drámática y realística del cadáver del Redentor. Sus detalles aprecian la carne inerte, el rostro ausente de cualquier hálito de vida, los ojos entreabiertos dan esa impresión del drama del último momento como si quisieran hablarnos aun después del suplicio. Las manos tensas, los dedos retorcidos, músculos rígidos, la piel amoratada por las heridas de los clavos y del costado.

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 No era cualquier cadáver. A diferencia de sus compañeros ladrones a los que les rompieron las piernas y con mucha probabilidad quedaron colgados del madero para ser presa de las fieras y devorados por las inclemencias, Cristo gozó de las influencias que construyó gracias a su testimonio. Lo describen los evangelios. Cada elemento funerario en el judaísmo implica un símbolo de dignidad. Fue llevado a un sepulcro nuevo propiedad de un hombre bueno y justo, José de Arimatea (Mt 27, 57-61). La discripción del evangelio de Juan 19, 38-42 tiene detalles contundentes: Fue rescatado por su discípulo José de Arimatea quien va ante Pilato y se le une otro, Nicodemo, destacado del Sanedrín. Llevaba 100 libras de aromas. Algunas traducciones bíblicas indican 30 kilos, en cierta manera, una cantidad importante, para hacernos una idea sería equivalente a un bulto de cemento pequeño. Las costumbres exigían una fosa era preparada el día del entierro para no dejarla abierta porque equivaldría a dejar libres las fauces de la tierra.

Si bien Cristo fue bajado de forma apresurada y sin el trato debido, el judaísmo preserva el altísimo respeto y valor en el trato a los muertos por funerales dignos con todos los honores. “Ritos y símbolos judíos”, obra magna del rabino S. Ph de Vries quien perdió la vida en el campo de Bergen-Belsen, el 24 de marzo de 1944,  otorga al lector una descripción detallada de este universo funerario. El cadáver recibe honra como si se tratara de una persona viva, no son los restos mortales de un animal inferior y no puede concebirse olvidar a los difuntos para someterlos a la indiferencia de los deudos.

El respeto se demuestra en el mínimo trato, tocarlo con cuidado y prepararlo para las honras fúnebres como se constata en el proceso que recibiría el maltratado cuerpo de Cristo al que deberían ungir, (Mt 16, 1; Lc 24, 1). Ningún cuerpo muerto debe ser expuesto al ridículo, escarnio público o tratamientos infames porque sería un pecado de profanación. La obligación de los deudos es devolver al muerto al seno de la tierra donde deben retornar al polvo. Los ritos judíos tienen este mensaje demostrando la espera del Juicio final de parte de Dios. Si bien los relatos sinópticos nos dicen que la sepultura de Cristo tenía un propietario, las creencias del pueblo de Israel afirman que la tierra donde es acostado el difunto es como de su propiedad para siempre dándonos un dato específico sobre el inestimable don del dueño original a Cristo quien, hasta en el momento de su sepultura, jamás tuvo un lugar donde reposar la cabeza (Mt 8,20)

Para el judaísmo, el cuerpo hospedó al alma humana y ha sido templo de Dios, estará en el sepulcro cubierto de una tela únicamente, purificándolo, para recordar las palabras de Lv 16,24-25: “En el santuario se lavará con agua y, después de vestirse, saldrá para presentar su propio holocausto y el que debe ofrecer por el pueblo y así obtendrá el perdón por sus pecados y los de su pueblo…”

Cumplir con los ritos funerarios es un mandamiento de caridad. En la antesala del silencio sepulcral definitivo, los deudos despiden al difunto recitando el pasaje de Dn 12, 13: «Camina hacia tu fin y reposa que en los últimos días te levantarás para recibir tu recompensa». Y rasgan las vestiduras como sucedió cuando Rubén no encontró a José en el pozo y Jacob rompió las propias “se vestió de luto e hizo duelo por su hijo durante muchos días…” (Gn 39,29.34)

 

El silencio del sepulcro de Cristo esconde el interés noble y humano por conservar la memoria reconociendo a alguien diferente que pasó haciendo el bien a los demás. Sin embargo, el dolor anunciará lo extraordinario. En “Jesús de Nazaret”, Benedicto XVI desentraña todos estos símbolos que esconden una paradójica realidad. “Es una sepultura regia”, afirma el desaparecido Papa. Y, efectivamente, es paradójico en el plan de Dios mientras el cuerpo de Su Hijo reposa en las entrañas de la tierra. “En el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo, de modo misterioso, su gloria”. La Cruz fue escándalo y realidad de cosas nuevas.

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