El 20 de noviembre de 2005, en la solemnidad de Cristo Rey, el patrono de los laicos y compañeros fueron beatificados en el estadio Jalisco por el delegado de Benedicto XVI, el cardenal José Saraiva Martins. Fueron 13 mártires elevados a los altares. Nueve laicos, entre ellos un adolescente, san José Sánchez del Río, canonizado por Francisco, el 16 de octubre de 2016.
Anacleto González fue proclamado patrono de los laicos mexicanos el 23 de noviembre de 2019 y no fue es cosa menor. El patronazgo del Gandhi mexicano llega en un momento donde la urgencia de un laicado comprometido es de las preocupaciones de los obispos de México quienes en el Plan Global de Pastoral 2031-2033 dicen “reconocer la vitalidad y riqueza de los fieles laicos, quienes, desde su entrega apostólica y vida de fe, insertos en el mundo, han contribuido y contribuyen en la transformación de la sociedad, así como en la misión evangelizadora de la Iglesia y en la transmisión de la fe desde los comienzos de nuestra nación”. (PGP 2031-2033, No. 70)
La de Anacleto González es la historia que apenas comienza a entenderse, pero en otros permaneció olvidada, casi perdida. El 20 de noviembre de 2005, en la solemnidad de Cristo Rey, el patrono de los laicos y compañeros fueron beatificados en el estadio Jalisco por el delegado de Benedicto XVI, el cardenal José Saraiva Martins. Fueron 13 mártires elevados a los altares. Nueve laicos, entre ellos un adolescente, san José Sánchez del Río, canonizado por Francisco, el 16 de octubre de 2016.
Esa lejana celebración en el tiempo permanece porque fue la cereza del pastel del 48 Congreso Eucarístico Internacional en el que el cardenal Juan Sandoval Íñiguez echó la casa por la ventana. El colofón fue la beatificación de los mártires por el cardenal Saraiva quien dijo de ellos: “En situaciones adversas y en diferentes Iglesias particulares, estos hijos fieles de la Iglesia dieron un testimonio loable de los compromisos adquiridos el día de su bautismo, logrando ser capaces de derramar su sangre por amor a Cristo y a su Iglesia, que era injustamente perseguida”.
¿Quiénes son los compañeros laicos de Anacleto González beatificados en el 2005? Aquí las historias olvidadas que debemos rescatar como fueron difundidas para esa ceremonia:
José Dionisio Luis Padilla Gómez
Nació en Guadalajara, Jalisco, el 9 de diciembre de 1899. En 1917 ingresó al seminario conciliar de Guadalajara y lo dejó en 1921. Fue profesor impartiendo clases a niños y jóvenes pobres. Fundador de la Asociación católica de la juventud mexicana hizo intenso apostolado de la promoción social. Al estallar la persecución se afilió a la Unión Popular de Anacleto González para trabajar a través de medios pacíficos en la defensa de la religión. El día 1 de abril de 1927, su domicilio fue asaltado por un grupo de soldados del ejército federal bajo las órdenes del Ferreira quien ordenó el saqueo de la morada y la aprehensión de Luis, su anciana madre y una de sus hermanas.
Luis fue remitido al cuartel Colorado. Presintiendo su fin, expresó su deseo de confesarse sacramentalmente; su compañero de prisión, Anacleto González Flores, lo confortó diciéndole: «No, hermano, ya no es hora de confesarse, sino de pedir perdón y de perdonar. Es un Padre y no un juez el que te espera. Tu misma sangre te purificará». En el paredón, Luis ofreció su vida a Dios. Tenía 26 años. Aspectos posteriores a su causa de beatificación y de estudios sobre sus restos mortales que, según los médicos reflejaban un brillo inusual e inexplicable. Lo anterior puede consultarse aquí.
Hermanos Vargas González
Jorge Ramón Vargas González
Nació en Ahualulco, Jalisco, el 28 de septiembre de 1899. Fue el quinto de once hermanos. Durante la persecución religiosa, en 1926, siendo Jorge empleado de la Compañía hidroeléctrica, su hogar sirvió de refugio a muchos sacerdotes perseguidos. Los Vargas González recibieron en su hogar al proscrito líder Anacleto González Flores, columna de la resistencia católica de Jalisco y sus alrededores; la familia conocía de sobra lo que podía costar su acción. En ese lugar los sorprendió la celada del 1 de abril. Todos, hombres, mujeres y niños, entre vejaciones y sobresaltos, fueron aprehendidos por el jefe de la policía de Guadalajara. Un mismo calabozo sirvió para alojar a tres de los Vargas González: Florentino, Jorge y Ramón; su crimen, haber alojado a un católico perseguido.
Antecedió a la muerte de Jorge algún tipo tortura, pues su cadáver presentó un hombro dislocado, contusiones y huellas de dolor en el semblante. Durante el sepelio, cuando la madre de las víctimas estrechó en sus brazos a Florentino, le dijo: «¡Ay, hijo! ¡Qué cerca estuvo de ti la corona del martirio! Debes ser más bueno para merecerla»; el padre, por su parte, al enterarse cómo y por qué murieron, exclamó: «Ahora sé que no es el pésame lo que deben darme sino felicitarme porque tengo la dicha de tener dos hijos mártires».
Ramón Vicente Vargas González
Nació en Ahualulco, Jalisco, el 22 de enero de 1905. Séptimo de once hermanos siguió los pasos de su padre al ingresar a la Escuela de medicina, atendió gratuitamente la salud de los pobres. A los 22 años, próximo a concluir sus estudios universitarios, recibió en su hogar, con responsabilidad subsidiaria, a Anacleto González Flores, quien no tardó en advertir las cualidades de Ramón, pidiéndole sumarse a los campamentos de la resistencia activa como enfermero: «Por usted hago lo que sea, Maistro, pero irme al monte, no», contestó el interpelado.
La madrugada del 1 de abril de 1927 alguien azotó la puerta de los Vargas González; Ramón atendió el llamado; al entreabrir la puerta, un nutrido grupo de policías se apoderaron de la casa. Se cateó la vivienda y se aprehendió a sus ocupantes. Cuando supo que iba a morir, su hombría de bien y su esperanza cristiana le bastaron para unir su sacrificio al de Cristo. Ante una exclamación de su hermano Jorge, respondió: «No temas, si morimos nuestra sangre lavará nuestras culpas». Para atenuar la cruel sentencia, el general de división Jesús María Ferreira, ofreció dejar en libertad al menor de los hermanos Vargas González; el indulto correspondía a Ramón, pero este, sin admitir reclamos, cede su lugar a Florentino. Era más del mediodía, urgía matar a los reos cuanto antes. Antes de ser fusilado, Ramón flexionó los dedos de su mano diestra formando la señal de la cruz.
Hermanos Huerta Gutiérrez
José Luciano Ezequiel Huerta Gutiérrez
Nació en Magdalena, Jalisco, el 6 de enero de 1876. Esposo y padre ejemplar de numerosa familia, fue poseedor de una magnífica y bien cultivada voz de tenor dramático. Muy caritativo, compartía sus bienes entre los necesitados. Fue aprehendido la mañana del 2 de abril de 1927; tenía dos hermanos presbíteros, Eduardo y José Refugio, los cuales eran muy respetados en Guadalajara. Cuando fue hecho prisionero, acababa de visitar la capilla ardiente donde era velado el cadáver del líder católico Anacleto González Flores. En los calabozos de la Inspección de Policía lo torturaron hasta hacerlo perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, expresó sus lamentos cantando el himno eucarístico: «Que viva mi Cristo, que viva mi Rey».
El 3 de abril fue trasladado, junto con su hermano, al cementerio municipal; se formó el cuadro para la ejecución. Ezequiel dijo a su hermano Salvador: «Los perdonamos, ¿verdad?». «Sí, y que nuestra sangre sirva para la salvación de muchos», repuso el interpelado; una descarga de fusilería cortó el diálogo. Muy cerca de ese lugar, la esposa de Ezequiel escuchó los disparos; ignoraba quiénes eran las víctimas; con todo, reunió a su numerosa familia: «Hijitos, vamos rezando el rosario, por esos pobres que acaban de fusilar».
Salvador Huerta Gutiérrez
Nació en Magdalena, Jalisco, el 18 de marzo de 1880. Mecánico por vocación, se dedicó a este oficio, llegando a ser uno de los más competentes de Guadalajara. El 2 de abril de 1927, consumado el asesinato de Anacleto González y sus tres compañeros, acudió al cementerio a despedir los restos del conocido líder. De regreso a su taller, lo esperaban agentes de la policía quienes, valiéndose de un ardid, lo arrestaron. En la Inspección general comenzó un crudísimo tormento; lo colgaron de los dedos pulgares; querían los verdugos conocer el paradero de sus hermanos Eduardo y José Refugio.
El 3 de abril fue llevado con su hermano Ezequiel al panteón de Mezquitán. Ante el pelotón de fusilamiento pidió una vela encendida. Iluminando su pecho descubierto dijo: «¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe! ¡Disparen! ¡Muero por Dios que lo amo mucho!
Gómez Loza. Gobernador de la resistencia.
Miguel Gómez Loza
Nació en Tepatitlán, Jalisco, el 11 de agosto de 1888. Promotor incansable de la doctrina social de la Iglesia fue amigo de Anacleto González en las filas de la Asociación católica de la juventud mexicana donde encontró escuela y cátedra para su formación religiosa y moral.
Ingresó a la Escuela libre de Derecho. Por defender a los necesitados, fue encarcelado y golpeado. En 1922 contrajo matrimonio con María Guadalupe Sánchez Barragán. Tuvo tres hijas. Miguel se unió a la Liga defensora de la libertad religiosa empleando todos los medios pacíficos permitidos para resistir los ataques contra la libertad religiosa. Fue gobernador de Jalisco nombrado por la resistencia católica lo que le valió la persecución hasta la muerte. Fue cercado y acribillado por el ejército federal cerca de Atotonilco el Alto, el 21 de marzo de 1928.
Luis Magaña Servín
Nació en Arandas, Jalisco, el 24 de agosto de 1902. Cristiano íntegro, esposo responsable y solícito, mantuvo sus convicciones cristianas sin negarlas, aun en tiempos de prueba y persecución. Miembro activo de la Asociación católica de la juventud mexicana y de la archicofradía de la Adoración nocturna del Santísimo Sacramento, en la parroquia de Arandas, contrajo matrimonio con Elvira Camarena Méndez el 6 de enero de 1926, procreando dos hijos, Gilberto y María Luisa a quien no conoció. El 9 de febrero de 1928, un grupo de soldados comandado por Miguel Zenón Martínez tomó Arandas. Ordenó que fueran capturados los católicos simpatizantes de la resistencia activa en contra del Gobierno; uno de ellos era Luis. Cuando llegaron a su domicilio, no pudieron aprehenderlo por haberse ocultado, pero detuvieron a su hermano menor.
Luis se presentó ante el general Martínez solicitando la libertad de su hermano a cambio de la suya. Estas fueron sus palabras: «Yo nunca he sido rebelde cristero como ustedes me titulan, pero si de cristiano se me acusa, sí, lo soy. Y si por eso debo ser ejecutado, bienvenido y enhorabuena. ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!» Momentos antes de ser pasado por las armas, dijo: «Pelotón que me ha de ejecutar, quiero decirles que desde este momento quedan perdonados y les prometo que al llegar ante la presencia de Dios será por los primeros que pediré» y exclamó con voz potente: «¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!»
Previo a la elevación a los altares, análisis en algunas publicaciones señalarían la conveniencia de la beatificación de los mártires cristeros para afianzar el catolicismo político azuzado por la derecha. El 5 de septiembre de 2004, el semanario Proceso publicó una opinión titulada “Beatos de ultraderecha” consignando una entrevista a Édgar González Ruiz, especialista en la cristiada y sus repercusiones ideológicas. A pregunta expresa sobre si esos beatos tendrían arrastre y pegue entre el pueblo creyente, afirmó: –¡Para nada! Este número explosivo de santos y beatos cristeros no tiene ningún soporte, ninguna base social. No son conocidos a nivel nacional. Son personajes muy circunscritos al ámbito de su región. Y no veo en qué beneficien a la verdadera religiosidad del pueblo mexicano». El tiempo le cerró la boca al especialista. Estaba equivocado.
Laicos mártires. ¡Viva Cristo Rey!