«El Águila que habla…»

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El Águila que habla…

Juan Diego es su nombre cristiano. En nahuatl Cuauhtlatoatzin, macehual, el primer santo indígena, vidente y mensajero de la Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive.

Fue canonizado en 2002. Tras las polémicas, los debates entre defensores y detractores, los herederos de los antiguos pueblos americanos continúan peregrinando a la Casa del Tepeyac para acogerse y encomendar sus necesidades a la Virgen de Guadalupe y su vidente, quien tuvo el encargo de llevar al obispo de México una imagen que, hasta nuestros días, sigue provocando más y más preguntas por la peculiar naturaleza como fenómeno sociológico, religioso y cultural.

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Cuando Juan Pablo II visitó México el 31 de julio de 2002,  la canonización de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, vidente de la Virgen María a quien le entregó su imagen, era la consumación de debates sobre su existencia. Fue la canonización del siglo y la medalla de legitimación del régimen político.

Una Basílica de Guadalupe atiborrada, Invitados especiales, desde luego siempre adelante, funcionarios del gobierno federal y el Presidente de México del sexenio del cambio, Vicente Fox, junto con su esposa. Ellos no pudieron comulgar, aún no habían sido disueltos sus vínculos matrimoniales anteriores.

Apoteósico evento con un Papa en el ocaso de su ministerio. Llegó en una andadera. Su voz temblorosa retumbo en los muros de la Basílica y comenzó la celebración. En la canonización de Juan Diego se hizo gala de bailes y folclor en un buen montaje.

Danzantes atléticos preparados en la academia, mujeres esculturales moviéndose acompasadas de la música prehispánica, mientras un Papa agobiado y decadente sostenía el peso de la Iglesia sobre sus hombros; las pantallas gigantes captaban al Pontífice encorvado, débil, babeante, somnoliento, pero de voluntad de hierro.

¡Qué diferencia de la celebración de beatificación de los mártires cajonos de Oaxaca! Más popular y con los indígenas de México, incluso con un Papa más activo y despierto, descansado y atento.

Sin duda, la de Juan Diego quiso ser el acto de legitimación y bendición del sexenio foxista de su política hacia los pueblos indígenas. La proclamación en el catálogo de los Santos de Juan Diego fue el clímax de la celebración. Todo estaba consumado. Las palabras de Juan Pablo II sonaron en el recinto: “En particular es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México!”
Se alzaba la imagen oficial del indígena… no era un macehual, como nos habían enseñado en el catecismo, no era el humilde, él mismo se dijo cuando estaba ante la Verdaderísima Madre de Dios por quien se vive, según el Nican Mopuhua, que era escalera, que era cola… No, la imagen era de un indígena europeizado, barbado de rostro español, no el lampiño y de facciones asiáticas. Atrás habían quedado los pleitos y duras disputas de los clérigos aparicionistas y antijuendieguinos. Schulenburg Prado fue uno de los últimos. Tuvo que salir de la Basílica de Guadalupe por cuestionar la historicidad de Juan Diego y, en consecuencia, la autenticidad de la imagen milagrosa del cual era custodio inmediato.

El Papa había instalado oficialmente al primer santo indígena latinoamericano para que en el orbe se le reconociera como tal y se le rindiera el culto que le corresponde. Su canonización supuso que sería un atractivo inmediato para los mexicanos. Su fiesta, el 9 de diciembre, sería ocasión especial que abriría magníficamente, año con año, las fiestas de 12 de diciembre.

Pero Juan Diego no tiene la misma devoción que san Judas. Su santuario de Juan Diego, en la esquina de Montevideo e Insurgentes norte, fue bendecido por el Papa, minutos antes de la celebración de canonización. En su papamóvil, Juan Pablo II, bendijo el antiguo edificio del cine Lindavista. La tremenda tarea de construir un santuario nacional al indígena vidente parece que se detuvo en el tiempo… Un santuario que parece no tener prisa a pesar de que han pasado más de 20 años desde su bendición para el “¡Amado Juan Diego, «el águila que habla»! Aquel que, como dijo Juan Pablo II, nos enseña el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que Ella nos reciba en lo íntimo de su corazón, pues Ella es la Madre amorosa y compasiva que nos guía hasta el verdadero Dios…”

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