Al concluir el tiempo de adviento, la Iglesia entra a contemplar un misterio y dogma de fe: la encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento en la humildad de la carne, asumiendo la naturaleza humana en todo, menos en el pecado.
Durante siglos, el misterio de la Navidad fue contemplado en muchas disertaciones y especulaciones. No sólo en la teología y la filosofía, también en el arte y la cultura; notables y majestuosas obras musicales y artísticas fueron dedicados al Hijo de Dios hecho hombre y a su nacimiento gracias al “Sí” de la Virgen María que restauró la naturaleza caída por el pecado y nos dio la Salvación al inaugurar una nueva era que, pese a cualquier intento de aniquilar, perdura hasta nuestros días.
Centurias después, la Iglesia se enfila hacia los dos milenios de la redención realizada en el patíbulo de la cruz. Nos tocará vivir un momento privilegiado, nos hará sólo recordar y también celebrar ese destino querido por Dios cuando envía a su Hijo a dar testimonio de la Verdad.
Esa Verdad nos ha nacido hoy. En el pesebre de una tierra hoy agobiada por el conflicto y la guerra. Sin embargo, ¿Qué aprendemos de nuevo en este tiempo? ¿Tiempo de paz? ¿Tiempo de amor? Particularmente en México, un país equivalente a otro en conflicto armado donde miles y miles no tendrán una Navidad en paz por la ausencia de algún ser querido arrebatado violentamente del hogar. Muchos no tendrán amor, a pesar de las campañas de demagogia que presumen que en estos momentos vivimos un tiempo de esplendor con el segundo piso de la transformación.
Y parece que no hay amor cuando se vive el encono, el odio, la polarización y los arrebatos. Desprecio hacia la gente común cuando, sin decirlo, se ha consolidado una nueva élite política de izquierda, arrobada en privilegios, lujos, excentricidades y sibaritismo. Una clase política de juniors y señores que, al amparo del poder, están desatados demoliendo lo que queda de este país en sus instituciones y estado de derecho.
La Navidad recuerda también eso que padeció la familia de Cristo en tiempos colmados de arrogancia, violencia y miedo tal como los nuestros. Fijar la vista en el sentido de la Navidad, como afirmó el Papa Benedicto XVI, es contemplar al Niño “que no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso. Y, sin embargo, precisamente, el Niño irrelevante y sin poder se revela como el realmente poderoso, como aquel de quien, a fin de cuentas, todo depende”.
Efectivamente, el Niño Jesús no posa para nacimientos públicos pagados con el erario e impuestos de los contribuyentes, ni sirve de propaganda para adornar melosas felicitaciones de políticos cobijados en residencias y lujos.
El nacimiento de Cristo subsiste y es un llamado especialmente para quienes ostentan el nombre de cristianos y fueron, alguna vez, regenerados por las aguas del bautismo.
Ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes para entrar en la Luz de la Verdad, afirmó Benedicto XVI, “porque los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo, pero no son del mundo” afirma una antiquísima carta.
Mientras haya testigos del nacimiento de Cristo, a pesar de todo el dolor, miseria y arrogancia, habrá esperanza. ¿Tiempo de paz? ¿Tiempo de amor? A pesar de todo, sí. Es noche de paz, noche de amor.