Centro Católico Multimedial / Ante un clima de violencia rampante, la evidente penetración del narco en los procesos electorales y el control del crimen organizado de diversos sectores sociales y económicos, la evidencia de un estado fallido por la ausencia de autoridad no pasa desapercibido por la comunidad internacional que ve serios riesgos en México de una progresiva descomposición que ponga al país al borde de la desestabilización.
Al interno, comunidades enteras han modificado radicalmente su forma de vida y costumbres. Sin garantías ni autoridad, o bien han tomado las armas para hacer justicia por propia mano o no queda mas que dejar su tierra para sobrevivir creando el desplazamiento forzado no por causas bélicas, pero sí por la violencia. Incluso la clase política ha sido tocada por la violencia en lo más sensible: Sus familias. En Zacatecas, familiares del gobernador y de uno de los senadores de la República quien fuera coordinador del grupo oficialista, fueron asesinados; los grupos criminales así han demostrado a que quienes detentan un cargo público que ya no son intocables y sin no le entran a sus reglas, pueden ir por lo más querido y personal, la vida misma de los seres que aman.
Ante esta desesperada y cada vez más preocupante situación, la ausencia de la autoridad de Estado debe ser cubierta por otro actor de reputada calidad moral y que sea un signo de confianza y de garantías de paz y seguridad. Recientemente, en el Estado de Guerrero, los obispos de la provincia eclesiástica de Acapulco unieron esfuerzos pastorales para lanzarse al mundo violento como los apóstoles lo hicieron en su momento. En sus respectivas jurisdicciones eclesiásticas, sin más armas, tomaron la decisión de encontrarse con los hacedores del mal y llevarlos por el camino que, al menos, diera una paz temporal a miles en el Estado.
Sin embargo, esto no es nuevo. La prolongada situación de “guerra de baja intensidad” en diferentes partes del país ha hecho que los obispos católicos abandonen la cómoda posición de prudencia para enfrentarse a quienes provocan dolor y devastación. En 2013, el obispo de Apatzingán, Miguel Patiño Velázquez, denunció la maquinaria del mal y la indolencia de los gobiernos ante la violencia: “La gente espera una acción más eficaz del Estado en contra de los que están provocando este caos”, escribió el obispo quien pidió a los políticos, al gobierno y al Secretario de Gobernación dar a los pueblos de la región signos claros de que en realidad quieren parar a la máquina que asesina’”. Esto hizo que los obispos del país se sumaran a esta exigencia; sin embargo, después de una década, la situación parece peor.
No obstante, los obispos de México han querido salir y anunciar la paz como único camino para salvar a la nación. Su intervención, junto con la de otros clérigos, procura una intervención que propicie, al menos, detener acciones que llevarían a más derramamiento inútil de sangre. Sin embargo, la ambición desmedida, el poder incontrolable y la avaricia de riqueza, son los demonios alimentados por la ausencia del Estado de Derecho y de las autoridades que han optado aliarse con el mal. Sin embargo, por el camino estrecho, la Iglesia católica ha demostrado que no cambia su vocación y fidelidad al Señor como estabilizadora social y promotora de la paz.