Editorial CCM / Un nuevo caso de abuso sexual en la arquidiócesis de México surgió esta semana con el escándalo ante la opinión pública, especialmente al tratarse de un sacerdote recientemente ordenado.
Ventilado en la nota policiaca, el caso del padre Sergio González Guerrero señalado por el presunto abuso de un ahijado, fue confirmado por los obispos auxiliares de la arquidiócesis de México quienes señalaron que el presbítero estaba detenido y se aplicarían las medidas cautelares del derecho canónico asegurando los derechos de debida defensa y proceso legal, además de que esa entidad eclesiástica garantiza la protección de derechos, la prevención de abusos y maltratos contra niños y personas en situación de vulnerabilidad. Sin embargo, recientemente, en diciembre pasado, otro deleznable caso, el de Gerardo Espinosa Rubí, quien fuera ministro religioso de la arquidiócesis de Tulancingo, concluyó cuando fue sentenciado a más de 21 años de prisión por el abuso perpetrado contra un menor de edad.
Lejos de haberse erradicado, los abusos sexuales al interior de la Iglesia católica continúan como un desgraciado espectro que la cubre y de la cual no puede librarse. Anteriormente, las componendas que reflejaron también la impunidad y corrupción del sistema eclesiástico pasaban por la protección de los delincuentes con alzacuellos, movidos de parroquia en parroquia, sin pagar sus culpas.
A pesar de que los obispos de México han tenido un compromiso para poner fin a los abusos sexuales, parece que falta mucho para que este propósito llegue a buen puerto. A la fecha, no hay una certeza clara del estado de las diversas comisiones que deberían operar de forma efectiva en cada una de las diócesis para prevenir y garantizar que la Iglesia católica sea espacio seguro para todos.
A la par, los casos de Sergio González y Gerardo Espinosa son de llamar la atención. Se trata de ministros recientemente ordenados con unos pocos años de servicio y a quienes se les confió una responsabilidad pastoral al interior de comunidades donde tuvieron contacto con menores de edad. Esos seminaristas tuvieron una supuesta formación que debió ser adaptada a la prevención de abusos sexuales. Es decir, fueron parte de un clero nuevo que tuvo que pasar por el tamiz riguroso para aprobarlos como candidatos sanos e idóneos al ministerio y sacerdocio con una vocación segura, equilibrada para tratar con menores, mujeres y personas vulnerables. Sergio y Gerardo no son antiguos casos que lesionaron profundamente a la Iglesia. Son generaciones recientes que la siguen hiriendo.
Una cosa es cierta. Es necesario surtir de transparencia la labor de la Iglesia y prevenir estos hechos que se resisten a desaparecer. Ya no se trata de Marcial Maciel ni de los grandes depredadores del pasado. Son curas y ministros nuevos, esos que han tomado cursos de prevención o cuya formación costó dinero al pueblo santo de Dios para ordenar sacerdotes con afectividad humana, salud psicológica y convicción espiritual advertidos de que el espectro de los abusos lesionó tremendamente la credibilidad de la Iglesia católica.
Valen la pena estas preguntas: ¿Qué es lo que está pasando? ¿Se trata de encubrimientos? ¿O estos individuos son tan sagaces para engañar a todos? ¿Sirve de algo la supuesta justicia canónica? ¿Cómo se han reparado esos daños? ¿Hay una efectiva pastoral para atender a las víctimas? Alguien debe tener las respuestas.