Editorial Centro Católico Multimedial.- Las autoridades de salud de México han aceptado un aumento del diez por ciento en los contagios por covid-19 en las últimas semanas. La variante ómicron del virus se ha confirmado en este país en un hombre de 51 años quien viajó a Sudáfrica y las alertas se han activado sobre la progresiva expansión de la variante y sus posibles efectos de los cuales, al momento, no se han confirmado en relación con la gravedad de las afectaciones de la salud en comparación con las otras cepas del covid-19.
En México, la liberación de las actividades normales ha llegado y parece que las autoridades no darán paso atrás para volver al confinamiento o, al menos, restricciones mayores. Los escolares han vuelto a las aulas solo armados de geles antibacteriales y cubrebocas. Las calles vuelven al ritmo irrefrenable por esta época del año y, con jornadas de vacunación que parecen aletargadas, el covid-19 y la influenza de nuevo conviven acentuando los riesgos para millones a quienes la pandemia sólo les resulta en el molesto recuerdo del confinamiento.
A pesar de las medidas que otros países comienzan a adoptar tras la aparición de ómicron, como las restricciones de vuelos o el cierre parcial de fronteras, en México, nada parece reforzarse. De hecho, sólo hay controles para acudir a partidos de futbol o para mitines en el Zócalo con el mayor número de acarreados y vitorear los tres años de la presente administración.
Pero no todos son medidos con la misma medida. Esta semana, al anuncio de las festividades del 12 de diciembre dieron pauta para llamar a los fieles quienes, por el contrario, deberán asumir ciertas restricciones en previsión de contagios masivos. Autoridades de Basílica de Guadalupe y del gobierno de la Ciudad de México inician un operativo que recibirá a más de cinco millones de peregrinos que visitarán a la Guadalupana de entrada por salida. No habrá oportunidad de pernoctar ni de acampar, ni siquiera de celebrar la fe en la misa, nadie podrá quedarse sino unos instantes y así cumplir con la manda personal, por lo menos en Basílica, no así a lo alrededores de la Villa de Guadalupe en donde no se cerrarán negocios y restaurantes.
No logra entenderse por qué las restricciones a la celebración de la misa como una de las expresiones de fe más fundamentales en el credo católico. Habiendo un amplio atrio, el cual podría ser controlado en su afluencia, y una capilla abierta en donde se puede celebrar algunas celebraciones controladas, se ha optado por celebraciones pregrabadas que ya causan polémica y controversia. ¿Por qué se ha abdicado en defender la celebración de la misa? ¿Qué riesgos particulares tiene la celebración presencial de un acto de fe que no tenga la concentración de miles de aficionados del futbol en el estadio olímpico universitario? O ¿no es el mismo riesgo de contagios al tener a miles de personas, codo a codo, en un Zócalo atiborrado para alabar al líder de un cuestionado movimiento político?
El 27 de noviembre, en rueda de medios del último día de la Asamblea Eclesial de México y el Caribe, el arzobispo Rogelio Cabrera López, a pregunta expresa sobre la variante ómicron, señaló que la pandemia es una secuencia viral difícil de detener. “Tenemos que estar en esta cultura de lo provisional” señaló el presidente de los obispos de México a la vez que recomendó seguir los protocolos para impedir contagios.
Efectivamente, el virus habrá de modificar muchas cosas. Otras deben permanecer porque son derecho e identidad propias. La Eucaristía es el centro y la cima de la vida cristiana. Sin ella, cualquier fiesta, aun por ser multitudinaria, es nada, será simple turismo religioso o acto devocional que pronto se desvanece.
En la llamada “nueva normalidad” la celebración del culto público es un derecho que no debería sujetarse al capricho de autoridades sean religiosas o civiles. O todos nos medimos con la misma medida o todos no sometemos a restricciones por mas duras que parezcan. Seleccionar actividades religiosas como riesgosas, cuando otros conviven como si el virus no existiera, es una hipocresía que lleva sin duda a un peligro latente, la discriminación por motivos religiosos. Ese es un riesgo que puede escalar violando un derecho fundamental: la libertad de celebrar la fe.