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La Misa católica como nadie la explicó nunca antes. Un texto inédito del papa Benedicto

Benedicto
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De los quince textos escritos por Benedicto XVI luego de su renuncia al papado y publicados por voluntad suya después de su muerte, en el volumen publicado por Mondadori “Che cos’è il cristianesimo. Quasi un testamento spirituale” [¿Qué es el cristianismo? Casi un testamento espiritual], cuatro son inéditos y entre ellos se destaca uno por encima de todos.

Tiene 17 páginas y se titula “Il significato della comunione” [El sentido de la Comunión]. Se completó el 28 de junio de 2018, justo cuando se estaba produciendo un acalorado enfrentamiento en el seno de la Iglesia alemana y entre ésta y Roma sobre la cuestión de si dar o no la Comunión eucarística también a los cónyuges protestantes, en el caso de los matrimonios interconfesionales, con el papa Francisco confundido, bien por el sí o bien por el no, y a veces con el sí y el no pronunciados juntos.

En su escrito, Joseph Ratzinger va a la raíz del asunto. Si los católicos también reducen la Misa a una cena fraternal, como ocurre con los protestantes, entonces todo está permitido, incluso que la intercomunión -escribe- se convierta en el sello político de la reunificación alemana luego de la caída del Muro de Berlín, como de hecho ocurrió “bajo el ojo de las cámaras de televisión”.

Pero la Misa no es una cena, aunque haya nacido durante la última cena de Jesús. Ni siquiera deriva de las comidas de Jesús con los pecadores. Desde sus inicios es solamente para la comunidad de los creyentes, sometida a “condiciones rigurosas de acceso”. Su verdadero nombre es “Eucharistia” y en su centro está el encuentro con Jesús resucitado. Más que muchos liturgistas, los que comprendieron su esencia – recuerda Benedicto – fueron esos jóvenes que adoraban en silencio al Señor en la Hostia consagrada, en las Jornadas Mundiales de la Juventud de Colonia, Sydney y Madrid.

A continuación, se reproduce la primera parte del ensayo de Benedicto. Erudita y ágil a la vez. Con destellos de recuerdos personales y referencias rápidas y evocadoras a cuestiones como los fundamentos del celibato sacerdotal o el significado del “pan de cada día” invocado en el Padre Nuestro.

La publicación está autorizada por Piergiorgio Nicolazzini Literary Agency, PNLA – © 2023 Mondadori Libri S.p.A., Milano, y © 2023 Elio Guerriero para la edición.

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EL SIGNIFICADO DE LA COMUNIÓN

 

por Joseph Ratzinger / Benedicto XVI

En los últimos siglos, la celebración de la Cena no ha ocupado en absoluto un lugar central en la vida eclesial de las Iglesias protestantes. En no pocas comunidades la Santa Cena se celebraba una sola vez al año, el Viernes Santo. […] Es evidente que, con respecto a tal práctica, la cuestión de la intercomunión carece de relevancia. Sólo una conformidad sensible con la forma actual de vida comunitaria católica puede hacer que la cuestión sea humanamente urgente.

En la Iglesia antigua, sorprendentemente, muy rápidamente se consideró obvia la celebración diaria de la Santa Misa. Por lo que sé, no hubo ninguna discusión en torno a esta práctica, la cual se impuso pacíficamente. Sólo así se puede comprender el motivo por el cual [en el “Pater noster”] el misterioso adjetivo “epiousion” haya sido traducido casi obviamente con el término “quotidianus”. Para el cristiano, lo “súper sustancial” es lo cotidianamente necesario. La celebración eucarística diaria se reveló necesaria sobre todo para los presbíteros y los obispos como “sacerdotes” de la Nueva Alianza. En esto tuvo un rol significativo la forma de vida célibe. El contacto directo, “corporal”, con los misterios de Dios ya en tiempos del Antiguo Testamento había tenido un rol significativo al excluir la práctica conyugal en los días en los que el sacerdote competente se encargaba de ellos. Sin embargo, ya que el sacerdote cristiano tenía que tratar con los santos misterios no sólo temporalmente, sino que era responsable para siempre del cuerpo del Señor, del pan “cotidiano”, se tornó necesario ofrecerse en forma completa a Él. […]

Sin embargo, la práctica de recibir la Comunión fue objeto de una considerable evolución por parte de los laicos. Ciertamente, el precepto dominical exigía que en el día del Señor todo católico participara en la celebración de los misterios, pero la concepción católica de la Eucaristía no incluía necesariamente la recepción semanal de la Comunión.

Recuerdo que en el período posterior a los años ´20, para los diversos estados de vida en la Iglesia había días de Comunión, que como tales eran siempre también días de Confesión y así llegaron a asumir también una posición destacada en la vida de las familias. Era un precepto confesarse al menos una vez al año y comulgar en Pascua. […] Cuando el granjero, cabeza de familia, se confesaba, reinaba en la granja una atmósfera especial: todos evitaban hacer cualquier cosa que pudiera agitarle y poner así en peligro su pureza en vista de los santos misterios. En estos siglos, la Sagrada Comunión no se distribuía durante la Santa Misa, sino por separado, antes o después de la celebración eucarística. […]

Pero siempre ha habido también corrientes orientadas hacia una Comunión más frecuente, más ligada a la liturgia, que cobraron fuerza con el inicio del movimiento litúrgico. […] El Concilio Vaticano II reconoció las buenas razones para ello y con ello trató de poner de relieve la unidad interna entre la celebración común de la Eucaristía y la recepción personal de la Comunión.

Al mismo tiempo, especialmente durante los años de la guerra, se produjo una escisión en el ámbito evangélico entre el Tercer Reich y los llamados “deutsche Christen”, los cristianos alemanes, por un lado, y la “bekennende Kirche”, la Iglesia confesante, por otro. Esta división dio lugar a un nuevo acuerdo entre los “bekennende Christen”, los cristianos confesantes evangélicos, y la Iglesia católica. Esto derivó en un impulso a favor de la Comunión eucarística común entre las confesiones. En esta situación, creció el deseo de un cuerpo único del Señor, que hoy, sin embargo, corre el peligro de perder su fuerte fundamento religioso y, en una Iglesia exteriorizada, está determinado más por fuerzas políticas y sociales que por la búsqueda interior del Señor.

A este respecto, me viene a la memoria la imagen de un canciller católico de la República Federal que, frente al ojo de la cámara y, por tanto, también ante los ojos de personas religiosamente indiferentes, bebió del cáliz eucarístico. Ese gesto, poco después de que se produjera la reunificación, pareció un acto esencialmente político en el que se ponía de manifiesto la unidad de todos los alemanes. Pensándolo bien, todavía hoy advierto de nuevo muy fuertemente el distanciamiento de la fe que resultó de esto. Y cuando presidentes de la República Federal de Alemania, que al mismo tiempo eran presidentes de los sínodos de su Iglesia, reclamaban regularmente a viva voz la comunión eucarística interconfesional, veo cómo la exigencia de un pan y un cáliz comunes sirve a otros fines.

Sobre la situación actual de la vida eucarística en la Iglesia católica pueden bastar algunas observaciones. Un proceso de gran trascendencia es la desaparición casi completa del sacramento de la Penitencia que, a raíz de la disputa sobre la sacramentalidad o no de la absolución colectiva, prácticamente ha desaparecido en gran parte de la Iglesia, logrando encontrar algún refugio sólo en los santuarios. […] Con la desaparición del sacramento de la Penitencia se ha extendido una concepción funcional de la Eucaristía. […] Quien está presente en la Eucaristía entendida puramente como cena, obviamente recibe también el don de la Eucaristía. En tal situación de protestantización muy avanzada de la comprensión de la Eucaristía, la intercomunión parece natural. Pero, por otra parte, la comprensión católica de la Eucaristía no se ha desvanecido del todo, y especialmente las Jornadas Mundiales de la Juventud han llevado a un redescubrimiento de la adoración eucarística y, por tanto, también de la presencia del Señor en el sacramento.

A partir de la exégesis protestante se ha ido afirmando cada vez más la opinión según la cual la Última Cena de Jesús fue preparada por las llamadas “comidas con pecadores” del Maestro y sólo podía entenderse a partir de ellas. Pero no es así. La ofrenda del cuerpo y la sangre de Jesucristo no está relacionada directamente con las comidas con los pecadores. Independientemente de la cuestión de si la Última Cena de Jesús fue o no una comida pascual, forma parte de la tradición teológica y jurídica de la fiesta de Pésaj. En consecuencia, está estrechamente vinculada a la familia, al hogar y a la pertenencia al pueblo de Israel. De acuerdo con esta prescripción, Jesús celebró Pésaj con su familia, es decir, con los apóstoles, quienes se habían convertido en su nueva familia. Cumplía así con un precepto por el cual los peregrinos que iban a Jerusalén podían unirse en compañías, las llamadas “chaburot”.

Los cristianos continuaron esta tradición. Ellos son su “chaburah”, su familia, que él formó a partir de su compañía de peregrinos que recorrieron con él el camino del Evangelio a través de la tierra de la historia. Así pues, la celebración de la Eucaristía en la Iglesia primitiva estuvo vinculada desde el principio a la comunidad de creyentes y, con ella, a condiciones estrictas de acceso, como se desprende de las fuentes más antiguas: “Didaché”, Justino Mártir, etc. Esto no tiene nada que ver con eslóganes como “Iglesia abierta” o “Iglesia cerrada”. Más bien, el profundo devenir de la Iglesia como una sola cosa, un cuerpo único con el Señor, es un requisito previo para que ella pueda llevar con fuerza su vida y su luz al mundo.

En las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma, la celebración del sacramento se denomina “Cena”. En la Iglesia católica, la celebración del sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo se denomina “Eucaristía”. No se trata de una distinción casual, puramente lingüística. En la distinción de denominaciones se manifiesta, en cambio, una diferencia profunda vinculada a la comprensión del sacramento mismo. El conocido teólogo protestante Edmund Schlink, en un discurso muy escuchado durante el Concilio, afirmó que no podía reconocer la institución del Señor en la celebración católica de la Eucaristía. […] Estaba evidentemente convencido de que Lutero, al volver a la estructura pura de la Cena, había superado la falsificación católica y había restablecido visiblemente la fidelidad al mandato del Señor “Hagan esto…”.

No es necesario discutir aquí lo que entretanto es un hecho establecido, a saber, que desde una perspectiva puramente histórica la Cena de Jesús fue también completamente diferente de una celebración luterana de la Cena. En cambio, es justo observar que ya la Iglesia primitiva no repetía fenomenológicamente la Cena, sino que, en lugar de la Cena vespertina, celebraba conscientemente por la mañana el encuentro con el Señor, que ya en los primeros tiempos no se llamaba Cena, sino Eucaristía. Sólo en el encuentro con el Resucitado en la mañana del primer día se completa la institución de la Eucaristía, porque sólo con Cristo vivo pueden celebrarse los sagrados misterios.

¿Qué ocurrió aquí? ¿Por qué actuó así la Iglesia naciente? Volvamos por un momento a la Cena y a la institución de la Eucaristía por parte de Jesús en el transcurso de la cena. Cuando el Señor dijo “Hagan esto”, no pretendía invitar a sus discípulos a repetir la Última Cena como tal. Si se trataba de una celebración de Pésaj, está claro que, según los preceptos del Éxodo, Pésaj se celebraba una vez al año y no podía repetirse varias veces durante el año. Pero incluso con independencia de esto, es evidente que no se dio el mandato de repetir toda la cena de entonces, sino sólo la nueva ofrenda de Jesús en la que, de acuerdo con las palabras instituyentes, la tradición del Sinaí se conecta con el anuncio de la Nueva Alianza atestiguada especialmente por Jeremías. La Iglesia, que se sabía vinculada a las palabras “Hagan esto”, sabía al mismo tiempo que no debía repetir la cena en su conjunto, sino que había que extrapolar lo que era esencialmente nuevo y que, por eso, había que encontrarle una nueva forma global. […]

Ya el relato más antiguo que tenemos de la celebración de la Eucaristía -el que nos fue transmitido hacia 155 por Justino Mártir- muestra que se había formado una nueva unidad que constaba de dos componentes fundamentales: el encuentro con la Palabra de Dios en una liturgia de la Palabra y luego la “Eucaristía” como “logiké latreia”. “Eucaristía” es la traducción de la palabra hebrea “berakah”, acción de gracias, e indica el núcleo central de la fe y del rezar hebreo en tiempos de Jesús. En los textos sobre la Última Cena se nos dice extensamente que Jesús “dio gracias con la oración de bendición”, y así la Eucaristía, junto con las ofrendas de pan y vino, debe considerarse el núcleo de la forma de su Última Cena. Fueron sobre todo J. A. Jungmann y Louis Bouyer quienes pusieron de relieve el significado de la “Eucharistia” como elemento constitutivo.

Cuando la celebración de la institución de Jesús que aconteció en el ámbito de la Última Cena es llamada Eucaristía, se expresa válidamente con esos términos tanto la obediencia a la institución de Jesús como la nueva forma de sacramento desarrollada en el encuentro con el Resucitado. No se trata de una reproducción de la Última Cena de Jesús, sino del acontecimiento nuevo del encuentro con el Resucitado: novedad y fidelidad van de la mano. La diferencia entre las denominaciones “Cena” y “Eucaristía” no es superficial y casual, sino que indica una diferencia fundamental en la comprensión del mandato de Jesús.

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