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La lección del perfecto diplomático

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«Lectio magistralis» del cardenal Pietro Parolin sobre cómo construir la paz con diplomacia. La propuesta de una nueva «oficina para la mediación pontificia». Una sorprendente oferta de diálogo con Arabia Saudita de Sandro Magister

ROMA, 13 de marzo de 2015 – Durante un día el cardenal secretario de Estado Pietro Parolin se ha subido literalmente a la cátedra. Lo ha hecho el miércoles 11 de marzo en la Pontificia Universidad Gregoriana, donde ha pronunciado una «lectio magistralis» sobre el tema que le es más congenial: la diplomacia de la Santa Sede. El texto íntegro de su lección ha sido rápidamente difundido por la sala de prensa vaticana: > L’attività diplomatica della Santa sede a servizio della pace Más abajo se reproduce la parte central de la misma. En ella, Parolin propone la constitución estable, dentro de la secretaría de Estado, de una «oficina para la mediación pontificia» al servicio de iniciativas como la que llevaron a cabo en secreto las autoridades de la Iglesia para el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. La reserva, la discreción, la prudencias son la virtudes que Parolin atribuye a un buen diplomático y que él ejerce con convencimiento, como muestra la total discreción con la que defiende los enfoques actuales de la diplomacia vaticana con uno de sus interlocutores más problemáticos, China, aun a costa de recibir críticas de un exponente de relieve de la misma Iglesia china como es el cardenal Joseph Zen Ze-kiun: > Zen: «La Cina pretende dal Vaticano una resa incondizionata» Un punto sobre el cual Parolin prevé nuevos desarrollos es el recurso a las fuerzas armadas. Al «ius ad bellum», al «ius in bello» y al «ius contra belium» – es decir, a las reglas que justifican el inicio de una guerra, que imponen límites a su desarrollo y que establecen prevenirla – el cardenal propone añadir un «ius post bellum» que no se limite a establecer las relaciones entre vencedores y vencidos al final del conflicto (y aquí cita, sacándolas de su contexto, las palabras del Papa Francisco sobre la guerra en Ucrania que habían causado mucha amargura a los obispos de este país), sino que se extienda a la reconciliación entre las partes, a la vuelta de los prófugos, al restablecimiento de las instituciones, a la nueva puesta en marcha de la economía, a la salvaguardia del patrimonio artístico, cultural y religioso. Otro punto sobre el que Parolin prevé pasos adelante tiene que ver con el desarme del agresor. Además de la intervención armada humanitaria y el deber de proteger a los pueblos, sobre lo que insistieron – recuerda – Juan Pablo II y Benedicto XVI, el cardenal propone «la búsqueda de ulteriores instrumentos» para contrastar a los nuevos agresores como el terrorismo «extraterritorial» hoy en acción, en especial mediante la potenciación de una función judicial supranacional. A proposito de la libertad religiosa, Parolin recuerda como los «diez principios» del tratado de Helsinki de 1975 exigen ser aplicados, sobre todo en un «momento en el que está bien documentado que los cristianos son de los más discriminados y que aún existen leyes, decisiones y comportamientos intolerantes hacia la Iglesia católica y las otras comunidades cristianas». Y con el fin de «estructurar el diálogo entre las religiones basándose en las instituciones y las normas del derecho internacional», el cardenal señala como ejemplo una organización intergubernamental con sede en Viena, el Centro Internacional para el Diálogo Interreligioso e Intercultural, en siglas KAICIID. Sin embargo Parolin no dice que las dos primeras letras del acrónimo se refieren al King Abdullah, es decir, a la monarquía de Arabia Saudita, fundadora del organismo junto a Austria y España, con la Santa Sede como «observador fundador». Tampoco tiene en cuenta el hecho de que el pasado mes de febrero el gobierno de Viena amenazó a Arabia Saudita con cerrar la sede del Centro después de la condena a mil latigazos y diez años de cárcel del activista de derechos humanos Raif Badawy, enésima prueba de la falta de libertad imperante en ese reino y del fanatismo con el que aplica las leyes del Corán. Ante la amenaza de Austria, Arabia Saudita reaccionó amenazando a su vez con trasladar la sede de la OPEC, la organización de los productores de petrolio, de la que es el miembro más influyente y cuya sede está en Viena, rechazando así cualquier tipo de injerencia externa en las propias normas y reivindicando estar «entre los primeros países» en el apoyo a los derechos humanos «siempre que estén de acuerdo con la ley coránica»: > Precisazione in relazione al caso giudiziario del cittadino saudita Raif Badawy El observador de la Santa Sede ante el KAICIID es el padre Miguel Angel Ayuso Guixot, secretario del pontificio consejo para el diálogo interreligioso presidido por el cardenal Jean-Louis Tauran. La inesperada cita «ad honorem» del KAICIID hecha por Parolin en su «lectio magistralis» puede ser vista como un ejemplo preclaro de su estilo diplomático, que evita cualquier ruptura incluso con los interlocutores más intratables. __________ UNA DIPLOMACIA AL SERVICIO DE LA PAZ de Pietro Parolin […] En los años 80 del siglo pasado, dentro del consejo para los asuntos exteriores, actualmente sección para las relaciones con los Estados de la secretaría de Estado, se ubicó una oportuna «Oficina para la mediación pontificia». Se trataba de desarrollar los contenidos jurídico-políticos para poner fin a la disputa territorial entre Argentina y Chile sobre el Canal de Beagle, en el extremo sur del  continente americano. El objetivo se alcanzó el 29 de noviembre de 1984 con la conclusión del tratado de paz y de amistad mediante el cual las partes concedían efectos de obligación a la solución del contencioso propuesta por la Santa Sede. Un tipo de acción pacificadora como esta ya se había realizado en la historia, como recuerda el arbitraje llevado a cabo por el Papa León XIII en 1885 para poner fin al conflicto entre España y Alemania por la soberanía de las Islas Carolinas, y que llega hasta el muy reciente inicio de una nueva relación entre Cuba y Estados Unidos después de decenios de enfrentamiento. A quien quisiera leer estos hechos desvinculándolos de la dimensión eclesial, basta recordar que en los casos mencionados fueron los episcopados locales y, a pesar de todo, la presencia y el papel de la Iglesia en esos países quienes consideraron esencial una intervención diplomática de la Santa Sede. Por consiguiente, a la diplomacia pontificia se le confía la tarea de trabajar por la paz siguiendo los modos y las reglas que son propios de los sujetos de derecho internacional, elaborando respuestas concretas en términos jurídicos para prevenir, resolver o regular conflictos y evitar su posible degeneración en la irracionalidad de la fuerza de las armas. Pero mirando el aspecto sustancial, se trata sobre todo de una acción que muestra como el fin perseguido es principalmente religioso, por lo que pertenece a ese ser verdaderos «operadores de paz» y no «operadores de guerras o al menos operadores de malentendidos», como nos recuerda el Papa Francisco. Un llamamiento frente al cual el contexto académico en el que nos encontramos permite, y diría que casi impone, acercar a estas reflexiones la propuesta de que en la obra de reforma iniciada por el Santo Padre encuentre espacio en la secretaría de Estado una «Oficina para la mediación pontificia» que pueda hacer de enlace a todo lo que en el terreno ya desarrolla la diplomacia de la Santa Sede en los distintos países, uniéndose también a las actividades que en dicho ámbito llevan adelante las Instituciones internacionales. […] En lo que respecta al viejo debate sobre el límite que la fuerza armada debe tener en las relaciones internacionales, recuerdo sólo como las dos modalidades que la comunidad internacional ha individuado después de la «caída de los muros», es decir, la intervención humanitaria y la responsabilidad de proteger, han encontrando consideración respectivamente en las intervenciones de Juan Pablo II en la FAO en 1992 y de Benedicto XVI en las Naciones Unidas en 2008. Los peligros para la paz y las amenazas a la seguridad imponen, sin embargo, la búsqueda de ulteriores instrumentos y modos de actuar, al menos para hacer frente a un escenario que ha cambiado: basta recordar que el terrorismo deslocalizado que se afianzó con el 11 de septiembre de 2001 ha sido sustituido con un terrorismo «extra-territorial» que surge de entidades localizadas territorialmente y que llegan incluso a utilizar los instrumentos propios de la actividad estatal. Desarmar al agresor para proteger a personas y comunidades no significa excluir la extrema ratio de la legítima defensa, sino de considerarla como tal, es decir, ¡extrema ratio! Y sobre todo llevarla a cabo sólo si el resultado que se quiere alcanzar es claro y hay probabilidades efectivas de éxito. No estoy recordando aquí algo que es constante en la enseñanza de la Iglesia, sino también esas normas del derecho internacional que han hecho superar la convicción según la cual el  uso de la fuerza armada sólo se puede humanizar, pero no eliminar. Se convierte entonces en una necesidad no limitarse a conocer las causas de cada agresión, sino que hay que afrontarlas y resolverlas según el principio de buena fe. La historia de la diplomacia narra numerosos episodios en los que para dos o más contendientes el territorio de un tercer Estado se convierte en el lugar en el que confrontar los correspondientes intereses, olvidando los derechos de las poblaciones residentes, víctimas inocentes u obligadas a desplazamientos forzados. Del mismo modo, el diplomático intuye las consecuencias que en un conflicto o en una región inestable comporta el abastecimiento de armas, como también la garantía de disponer y utilizar recursos económicos. Todo ello tal vez cubierto por motivaciones de orden estratégico, económico, étnico, cultural e incluso religioso. Si falta la voluntad de detener estas situaciones, el riesgo de prolongar la espiral de los conflictos y la desestabilización de áreas enteras será un hecho, pero la paz no nace del miedo a las bombas o del predominio de uno sobre otro. Más general es, además, la búsqueda de nuevos caminos, es decir, de confiar la solución de disputas a medios pacíficos, incluso esos que, por ejemplo, comportan la intervención obligatoria de un juez internacional. Un tema querido para la diplomacia pontificia y ya manifestado por León XIII en una carta a la reina Guillermina de los Países Bajos fechada 11 de febrero de 1899, mientras que con la conferencia de paz de La Haya se llevaba a cumplimiento la idea del tribunal permanente de arbitraje. Los contenidos de esta carta fueron retomados por Juan Pablo II en un inolvidable discurso al Tribunal Internacional de Justicia en 1988, invocando un «criterio legal de responsabilidad individual y penal hacia la comunidad internacional» que se llevó a cumplimiento diez años después con la institución del Tribunal Penal Internacional. La pregunta es: si dentro de los Estados una función judicial centralizada ha superado la venganza y la represalia, ¿no podrá suceder lo mismo en la sociedad de los Estados? Tal vez sea necesario que nuestro papel de constructores de paz sea factible proponiendo ideas que puedan concurrir después en la definición de nuevos escenarios y procedimientos para la paz. Como indicaba al principio de estas reflexiones, en la «word cloud» del término paz hay también otras situaciones y cuestiones que interesan a la acción diplomática de la Santa Sede, cuando se hace presente en el contexto de las Instituciones internacionales. Son los lugares en los que se trabaja no sólo para alcanzar la paz, sino también para hacer madurar una cultura de paz a través de distintos sectores de las relaciones internacionales. Se trata de un proceso interesante que la Santa Sede sigue desde los albores y que a la luz de la experiencia permite constatar que normas y programas de los organismos internacionales no están tan distantes de la cotidianidad de personas, comunidades y pueblos, sino que orientan sus comportamientos y sugieren estilos de vida. Podríamos decir que la dimensión multilateral de las relaciones internacionales, con sus métodos y regulaciones cada vez más complejos, es parte también de la dimensión global que caracteriza nuestra época. Para la diplomacia de la Santa Sede el desafío es doble. Por un lado se siente obligada a un esfuerzo de formación y preparación, reconociendo que no se puede operar en las Instituciones intergubernamentales sin la necesaria competencia, la capacidad técnica y una verdadera profesionalidad. Por el otro, como instrumento eclesial debe valorar «si y cómo» cuanto emerge en esos contextos responde al bien de la familia humana y no se limita a intereses particulares que pueden fácilmente desbaratar las propias orientaciones y programas en función de la paz. Un mapa de ruta como este se vincula necesariamente a la recordada prevención no sólo de los conflictos y de la guerra, sino cada vez más de la tutela de la dignidad humana y de los derechos a ésta vinculados. Entonces se convierten en prioritarios factores como la pobreza, el subdesarrollo, las catástrofes naturales, las crisis económicas y otras situaciones que pueden turbar o hacer imposible la paz. La llamada  a la dignidad humana para la diplomacia pontificia lleva a la temática de la libertad de religión como derecho articulado que, desde las cuestiones vinculadas a los actos de culto, llega a la necesidad de reconocer a cada comunidad religiosa la capacidad de organizarse autónomamente. En este ámbito la finalidad de las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con los Estados es garantizar la «libertas ecclesiae», mientras que la acción multilateral tiende sobre todo a situar la dimensión religiosa en los esfuerzos para una coexistencia pacífica entre los pueblos y los Estados. Si hace exactamente cuarenta años la Santa Sede actuó para que en el Acto final de Helsinki el derecho a la libertad religiosa fuera considerado uno de los Diez principios fundamentales de las renovadas y pacíficas relaciones internacionales, en este momento el objetivo de su acción diplomática es la superación de un uso instrumental de la religión que llega incluso a considerarla motivo de justificación para todo tipo de odio, persecución y violencia. Pero hoy, como en 1975, un elemento permanece constante: la gran importancia que tienen para las intervenciones de la Santa Sede las condiciones de todos los creyentes. Un compromiso que se convierte en un desafío en el momento en el que está bien documentado que los cristianos son de los más discriminados y que aún existen leyes, decisiones y comportamientos intolerantes hacia la Iglesia católica y las otras comunidades cristianas. Este desafío parte necesariamente de la consideración prominente del diálogo, tal como muestra, por ejemplo, el apoyo a la idea de estructurar el diálogo entre las religiones basándose en las instituciones y las normas del derecho internacional, y que desde el 31 de octubre de 2012 ve a la Santa Sede participar como observador fundador en el Centro Internacional para el Diálogo Interreligioso e Intercultural (KAICIID), organización intergubernamental con sede en Vienna. […] __________ Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.

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