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Francisco, Putin y Xi. Las desventuras de la “diplomacia paralela”

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El encargo al cardenal Matteo Zuppi de una “misión” de paz en Ucrania, aún por definir en su totalidad, es la última de las iniciativas personales tomadas por el Papa Francisco manteniendo al margen a los diplomáticos de la Secretaría de Estado.

Zuppi, además de arzobispo de Bolonia y presidente de laConferencia Episcopal Italiana, es miembro histórico de laComunidad de San Egidio, universalmente conocida por su“diplomacia paralela” ejercida desde hace años en diversaspartes del globo.

Zuppi sabe que no es querido en Ucrania, ni por el gobierno deKiev ni por la Iglesia Greco-católica local. En el diluvio de sus palabras sobre la guerra siempre se ha mantenido alejado de respaldar claramente tanto el derecho de la nación ucraniana a defenderse con las armas contra la invasión rusa, como sucontinuo rearme por parte de muchas naciones occidentales. Dijo que “el cristiano es un hombre de paz que elige otra forma de resistir: la no violencia”.

Pero para Rusia éstas son palabras melosas, como lo son aún más las del fundador de San Egidio, Andrea Riccardi, el todopoderoso monarca de la Comunidad. Desde el primer día de la agresión rusa, Riccardi abogó por la rendición de Ucrania, lanzando un llamado para que Kiev fuera declarada “ciudad abierta”, es decir, ocupada por el ejército invasor sin que se le oponga resistencia.

Y además de ello fue Riccardi quien pronunció el 5 de noviembre el discurso de clausura de la multitudinaria procesión pacifista que recorrió las calles de Roma hasta la basílica de San Juan de Letrán, pidiendo el alto el fuego, con decenas de banderas de San Egidio pero, comprensiblemente, sin ninguna de Ucrania.

Es notable la distancia que existe entre las posiciones de Zuppi y Riccardi y las del ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano, el arzobispo Paul Gallagher, inequívoco en cambio en aprobar la defensa armada de la nación ucraniana.

Al encargarle la “misión” a Zuppi, Francisco demuestra así que quiere reabrir el diálogo con Rusia más que con Ucrania, y también con el Patriarcado de Moscú, con el que la Comunidad de San Egidio siempre ha cultivado una relación de amistad, salpicada con evocadores encuentros ecuménicos siempre atentos a evitar hasta el más mínimo tema de discordia.

Pero eso no es todo. Francisco aprecia y muestra que hace propia la “diplomacia paralela” de San Egidio también con Cina.

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Ha habido novedades últimamente entre la Santa Sede y China, que han visto deteriorarse el acuerdo secreto sobre el nombramiento de obispos estipulado entre las dos partes en 2018 y renovado por segunda vez y por otros dos años en el pasado mes de octubre.

Desde que se estipuló el acuerdo hasta hoy los nuevos nombramientos han sido solamente seis: en 2019 en Jining y en Hanzhong (pero en estos dos casos los candidatos ya habían sido acordado años antes, respectivamente en 2010 y en 2016); en 2020 en Qingdao y en Hongdong; en 2021 en Pingliang y en Hankou-Wuhan.

Después nada, durante más de un año. Hasta que el 24 de noviembre de 2022 la Santa Sede hizo saber que se había enterado “con sorpresa y pesar” de la “ceremonia de instalación” de John Peng Weizhao, ex obispo de Yujiang, también “como obispo auxiliar de Jiangxi”.

Desde Roma denuncian este acto como “no en conformidad” con el acuerdo vigente y además realizado en una diócesis, la de Jiangxi, “no reconocida por la Santa Sede”, es decir, con fronteras trazadas unilateralmente por el gobierno de Pekín.

Pero desde China procedieron inexorablemente con un segundo acto no acordado. El 4 de abril de 2023 el director de la Oficina de Prensa vaticana, Matteo Bruni -otro miembro de San Egidio-, comunicó que la Santa Sede “ha sabido por los medios de comunicación” que Joseph Shen Bin había abandonado su anterior diócesis de Haimen y había sido instalado al frente de otra diócesis, la de Shanghai.

En “Avvenire”, el periódico de la Conferencia Episcopal Italiana, el especialista en asuntos chinos, Agostino Giovagnoli, intentó atenuar el golpe, señalando que no se trata de una nueva consagración episcopal, sino sólo del traslado de un obispo de una sede a otra, y que tal vez haya habido algún “malentendido” entre las autoridades de Pekín, “cómplice también en este caso de un reciente cambio en la dirección del organismo del Frente Unido que se ocupa de los asuntos religiosos y del catolicismo en particular”.

Giovagnoli es también miembro de alto rango de San Egidio, así como profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Católica de Milán y vicedecano del Pontificio Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia. Forma parte del Instituto Confucio de Milán, uno de los muchos institutos de este nombre promovidos por Pekín en todo el mundo para la difusión de la lengua y de la cultura chinas.

Pero Shanghái no es una diócesis cualquiera: es una de las más antiguas e importantes de China. Gobernada hasta su muerte en 2013, a los 97 años, por el jesuita Aloysius Jin Luxian -precedido a su vez por el heroico Ignace Kung Pinmei, hecho cardenal en secreto por Juan Pablo II en 1979 mientras estaba en prisión-, tenía preparados para la sucesión tanto al obispo “clandestino” Joseph Fan Zhongliang, que había cedido el cargo a Jin, como al obispo auxiliar Joseph Wenzhi Xing y al otro obispo auxiliar Thaddeus Ma Daqin.

Pero el primero de los tres posibles sucesores, Fan, murió en 2014. El segundo, Wenzhi, ahora de 63 años, favorito del Vaticano, fue obligado a dimitir por el régimen en 2011 por razones que nunca se han aclarado. Y el tercero, consagrado obispo en 2012 con el acuerdo conjunto de Pekín y Roma, fue puesto bajo arresto el mismo día de su ordenación por haber renunciado a la Asociación Patriótica de Católicos Chinos, el principal instrumento del régimen para controlar a la Iglesia. Y desde entonces, aún bajo arresto pese a su posterior retractación pública, vive confinado en el seminario junto al santuario mariano de Nuestra Señora de Sheshan, a las afueras de Shanghái.

Por el contrario, luego de una década de diócesis vacante, fueron las autoridades chinas las únicas que eligieron e instalaron al nuevo obispo de Shanghai. Y se entiende por qué. Shen es el obispo orgánico número uno del régimen comunista, es vicepresidente de la Conferencia Política Consultiva del Pueblo Chino, el órgano con más de dos mil delegados llamado a aprobar las decisiones del presidente Xi Jinping y de la cúpula del partido, y es también el jefe del Consejo de los Obispos Chinos, la pseudo conferencia episcopal nunca legitimada por Roma que nombra a cada nuevo obispo según los términos del acuerdo secreto de 2018, dejando en manos del Papa solamente la aprobación o no.

Además, el nuevo obispo de Shanghái también es aficionado a los encuentros internacionales organizados por la Comunidad de San Egidio. Los últimos en los que participó fueron los de Münster y Osnabrück, en septiembre de 2017, y en el de Bolonia, en octubre de 2018, con Zuppi al frente de la arquidiócesis desde hacía tres años.

Pero de ahí a pensar que la “diplomacia paralela” prochina de San Egidio pueda influir positivamente en un mejoramiento de las relaciones entre Roma y Pekín hay un largo trecho.

Para enfriar este optimismo, ya ampliamente desmentido por los hechos, está presente la reciente entrevista en “La Civiltà Cattolica” al obispo de Hong Kong, el jesuita Stephen Chow, concedida a su regreso de un viaje a Pekín por invitación del obispo de la capital, Joseph Li Shan, presidente de la Asociación Patriótica de Católicos Chinos, también muy favorable al régimen.

Chow hizo una referencia explícita a los dos casos de Jangxi y Shanghai, para deducir que “el acuerdo no está muerto”, sino que revela serias “discrepancias de puntos de vista entre las dos partes”, que requerirían “conversaciones más regulares y profundas”, incluso “sobre los supuestos que deben regir el proceso de diálogo entre las partes involucradas”.

Añadió que “quienes se oponen al acuerdo provisorio parecen más bien tener prejuicios contra Francisco”, a pesar de que “una gran mayoría de católicos en China” siguen siendo “fieles al Papa”.

Pero, sobre todo, trazó una conclusión decepcionante de acuerdo, cuando dijo que “alrededor de un tercio de las diócesis del continente” siguen “a la espera de sus respectivos nombramientos episcopales”.

Porque en realidad las cosas son así. El Vaticano cuenta 147 diócesis en toda China, incluidas Macao y Hong Kong. Pero está el recuento del gobierno, que ha rediseñado unilateralmente todas las fronteras y redujo las diócesis a 99. Pues bien, entre estas 99 diócesis hay 34 que todavía están sin obispo, a pesar del acuerdo sobre los nuevos nombramientos. La lista detallada de las diócesis vacantes, antes de que estallaran los casos de Jiangxi y Shanghai, fue publicada por “Asia News”, la agencia del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras de Milán, especializada en China.

Además, también otras estadísticas muestran una Iglesia en dificultades. En los seminarios chinos, tanto “oficiales” como “clandestinos”, el número de aspirantes al sacerdocio ha descendido de unos 2.400 aspirantes al sacerdocio a principios de siglo a sólo 420 en 2020, a quienes “también les cuesta confiar los unos en los otros y tienden a permanecer aislados”, constató un misionero de Hong Kong que escribió su tesis doctoral sobre ellos.

Pero más todavía pesan sobre la Iglesia católica china las vejaciones y restricciones impuestas a numerosos obispos, a muchos sacerdotes y a un gran número de bautizados de a pie. Entre los obispos más criticados, además del ya mencionado auxiliar de Shanghai, Ma Daqin, se puede señalar a:

– el obispo Augustin Cui Hai de Xuanhua, que ha sido encarcelado varias veces durante años y ahora se encuentra de nuevo bajo arresto en un lugar desconocido, sin noticias suyas desde la primavera de 2021;
– el obispo James Su Zhimin, de Baoding, que lleva más de 25 años en manos de la policía, luego de haber pasado ya más de 40 años de trabajos forzados bajo el régimen de Mao Zedong;
– el obispo de Wenzhou, Shan Zhumin, reiteradamente detenido y encarcelado por la policía;
– el obispo de Zhengding, Jules Jia Zhiguo, en arresto domiciliario desde el 15 de agosto de 2020;
– el obispo de Xinxiang, Joseph Zhang Weizhou, encarcelado el 21 de mayo de 2021 y detenido desde entonces quién sabe dónde;
– el obispo auxiliar de Xiapu-Mindong, Vincent Quo Xijin, sometido a confinamiento forzoso y obligado a dimitir de todos sus cargos.

Los más perseguidos son los obispos “clandestinos”, que carecen del reconocimiento oficial del régimen. Incluso cuando en el momento de mayor presión aceptan registrarse, las autoridades suelen llevarlos a lugares secretos y someterlos a sesiones de “reeducación” política, hasta que dan pruebas firmes de su sumisión.

Contra todo esto, ni la jerarquía china, ni las autoridades vaticanas, ni siquiera el papa Francisco han levantado nunca una sola palabra pública de protesta. El único que ha alzado la voz en muchas ocasiones ha sido el anciano cardenal Joseph Zen Zekiun, que también fue detenido y condenado hace unos meses por defender la libertad de sus conciudadanos en Hong Kong y que sigue siendo investigado por “connivencia con fuerzas extranjeras”.

En Hong Kong, más de mil personas, muchas de ellas cristianas, están en prisión por las revueltas democráticas de 2014 y de 2019. Durante una de sus visitas a los presos, el cardenal Zen también bautizó a Albert Ho, un importante líder prodemocrático.

El actual obispo de la ciudad, Chow, en su mensaje de Pascua a los fieles, publicado poco antes de su viaje a Pekín, pidió a las autoridades políticas un acto de clemencia hacia estos presos, con vistas a la pacificación.

“Hay que elogiar al obispo Chow por esta intervención valiente y sin precedentes”, escribió en “Asia News” Gianni Criveller, sinólogo y misionero en Hong Kong durante 26 años.

Y es de esperar que este gesto de su hermano jesuita aliente un giro similar en la “vía china” del papa Francisco, en lugar de la estéril “diplomacia paralela” de la Comunidad de San Egidio.

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