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El caso de Alfie Evans a la luz de «El aceite de la vida»

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¿Recordáis esta película del año 1992? En ella, los actores Nick Nolte y Susan Sarandon interpretaban a un matrimonio que debía luchar contra la enfermedad degenerativa de su hijo. Como hasta el momento nadie le había hecho frente por considerarla intratable, ellos prácticamente lidian contra toda la comunidad médica, para que esta sienta interés por su curación. La película consiguió tal éxito de crítica y de público que la Academia de Hollywood (la de entonces) la nominó al premio a la mejor cinta del año y al mejor guion, aunque al final se los concedieron respectivamente a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) y a Neil Jordan por Juego de lágrimas (id., 1992).

 

Curiosamente, esta cinta fue dirigida por el australiano George Miller, autor de la imprescindible saga de Mad Max (a la sazón, una trilogía), donde nos había ofrecido su dura visión del mundo que nos aguarda en un más que posible futuro violento y distópico (en lo que al comportamiento humano se refiere, por supuesto). Y es que, después de haber flirteado con la comedia negra (Las brujas de Eastwick), y tal vez desazonado por su propia concepción del mañana (que había suavizado no obstante en la tercera entrega de su saga futurista), quiso presentarle al mundo un motivo de esperanza. Para ello, eligió la historia real de Augusto y Michaela Odone, un matrimonio italoamericano que, como hemos indicado en el párrafo precedente, despertó a la comunidad médica mediante su lucha contra la enfermedad de su hijo: la adrenoleucodistrofia, o ALD. Ciertamente, el tesón de estos esposos por el bienestar de su retoño fue tan grande que ambos consiguieron elaborar una medicina que hoy previene la citada enfermedad: el aceite de Lorenzo (por ser este el nombre de su hijo), o el aceite de la vida, como señala el título español del film.

 

Como hemos dicho, la historia de estos padres-coraje engatusó tanto al Hollywood de la época y al público que acudió en masa a ver la cinta que la Academia decidió que esta contase al menos con un par de nominaciones a los Óscar. De este modo, y aunque finalmente no le concediese el premio a ninguna de ellas, la meca del cine demostró que todavía estaba interesada en películas que abordaban los valores tradicionales y eternos, como son, en este caso, la defensa de la vida o la importancia de la familia (por otro lado, temas que siempre habían gustado al Hollywood de antes). Probablemente, hoy sería impensable que una cinta así llegase tan alto, puesto que nos encontramos ante una Academia que no solo se ha rendido al discurso de lo políticamente correcto, sino que también lo ha promovido abiertamente a través de sus últimas obras, que por supuesto ha premiado sin rubor alguno en un vergonzoso y escandaloso delito de prevaricación flagrante, es decir, y como diría el clásico, «Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como» (¿de verdad que alguien cree que la horrorosa y plúmbea La forma del agua, una metáfora sobre el amor interracial -tan de moda por eso del supuesto racismo de Trump-, merecía ser la ganadora del Óscar a la mejor película del año?, ¿o que Déjame salir, una cinta de terror correcta -pero solo correcta-, merecía estar entre las candidatas a obtener dicho premio, más allá de que era una obra realizada e interpretada por afroamericanos y dirigida a ellos, por su discurso acerca de la presunta supremacía blanca que los oprime?). ¡Y eso que todavía presenciamos gestas paternas (y paternales) tan grandes como la de los Odone de El aceite de la vida, que nos pueden servir de ejemplo a todos nosotros! La última de ellas ha sido la protagonizada por los Evans, un matrimonio inglés que ha preferido enfrentarse al Estado británico antes que acomodarse a una sentencia injusta de este, que había dictaminado impunemente la muerte de su hijo Alfie.

 

 

 

 

Por si alguno anda despistado, ya que los media se han encargado de silenciar esta batalla (salvo en su tramo final, cuando el clamor popular era ya irrefrenable), recordemos que Alfie Evans era el niño que murió el pasado 28 de abril después de que un juez de la Corte Suprema de Inglaterra decretara su muerte. En efecto, pese a que todo apuntaba a que este niño, aquejado de una rara enfermedad neuronal degenerativa, podía seguir vivo con la ayuda de un respirador artificial, el citado magistrado determinó que ese dato era irrelevante para su decisión, por lo que debía ser desconectado de inmediato y aguardar así su prematuro fallecimiento (el caso incluso podría ser tildado de blasfemo y hasta de satánico, si tenemos en cuenta que el decreto entraba en vigor el día 23 de abril, festividad de san Jorge, patrono de Inglaterra). A partir de ese momento, sus padres comenzaron una dura lucha contra este dictamen y en favor de la supervivencia de su retoño, llegando incluso a entrevistarse con el papa, a escribir a la reina de Inglaterra y hasta consiguiendo la nacionalidad italiana para el pequeño, de modo que este pudiera ser atendido en el hospital «Bambino Gesù», que depende directamente del Vaticano. Pero la obstinación anticurativa del juez y de los médicos ingleses (en palabras del catedrático de Genética de la Universidad del Sagrado Corazón de Milán –aquí-) fue tan grande que estos no solo desoyeron y despreciaron cualquier injerencia o ayuda externa, sino que también recrudecieron las medidas contra la vida de Alfie, prohibiendo para ello que incluso sus padres le otorgaran el alimento, el oxígeno y la hidratación que el niño necesitaba.

Por suerte, las reacciones a esta lucha no se hicieron esperar mucho, pues a las puertas del hospital se reunieron decenas de personas con el fin de protestar contra la abusiva decisión del juez y de los médicos y en favor de los Evans y de su hijo Alfie; Francisco, en respuesta a aquella entrevista que mantuvo en el Vaticano con Thomas Evans, padre de Alfie, no solo pidió que se hiciera todo lo posible para salvar la vida del pequeño, sino que incluso rezó públicamente por él en la audiencia general de los miércoles y en la oración dominical del Regina Coeli, así como en su cuenta de Twitter, consiguiendo de este modo internacionalizar el problema; cada día, en las redes sociales aparecían nuevos comunicados sobre la evolución del niño, personas que se sumaban a las oraciones del pontífice y hasta vídeos que nos mostraban en directo la situación en la entrada del centro de salud (irónicamente dicho, por supuesto, ya que se encargó de privar de ella a uno de sus pacientes). Una vez que se internacionalizó el problema, reacciones tan importantes como la del primer ministro italiano, que pidió que Alfie fuera trasladado a su país, ya que él mismo le había concedido su nacionalidad, urgieron todavía más la situación: la directora del «Bambino Gesù» viajó en avión hasta Liverpool (sede del malhadado hospital inglés) para trasladar allí al pequeño; médicos alemanes visitaron de incógnito al niño para constatar que podía seguir viviendo; los respectivos presidentes del Parlamento Europeo y Polonia rogaron por su vida, y algunos (muy pocos) políticos españoles se sumaron a estos últimos. Pero nada de esto impidió que tanto la decisión del juez como de los médicos, empeñados en matar a Alfie, siguiera adelante (en un heroico gesto de caridad, un manifestante le lanzó a Thomas por encima del cordón policial una mascarilla de oxígeno, para que pudiera seguir respirando en contra del criterio de aquellos). No obstante, el niño sobrevivió casi una semana, a pesar de que a los padres les habían augurado que moriría pocos minutos después de que fuera desconectado de la máquina que lo mantenía con vida. Pero la enfermedad pudo con él y, como hemos indicado arriba, la madrugada del pasado día 28 murió, dejando al mundo consternado y denunciando los excesos de un Estado que ya ha dejado de proteger al más débil.

 

 

 

 

En efecto, si hay un problema que ha evidenciado todo este asunto es la creciente omnipotencia del Estado actual. Y es que, como ya han señalado varios artículos periodísticos (aquí), el caso de Alfie Evans trasciende la lucha religiosa en favor de la vida (recordemos que los padres del pequeño son cristianos -él, católico, y ella, protestante-, un factor que los ha impulsado a la pugna por la supervivencia de su hijo), ya que no solo se trata de poner en liza un convencimiento moral, sino de  frenar la autoridad que últimamente se están arrogando las instituciones públicas sobre la existencia de los individuos. Ciertamente, como si hubieran vuelto a nuestros tiempos los años oscuros de la Unión Soviética o del nacionalsocialismo alemán, hoy quien determina la supervivencia de un hombre no es el hombre mismo (cosa que ya es de por sí aberrante), sino el Estado, que, como ocurría en aquellos execrables regímenes del pasado, pretende ser el nuevo dios del mundo actual. Pero, por supuesto, esto no es más que el colofón de un camino que se emprendió hace ya mucho tiempo (concretamente, cuando Dios fue abolido de la vida pública); así, y en estos últimos pasos que el Estado está dando para convertirse en la nueva ley moral de la humanidad (y nunca mejor dicho, puesto que, al menos en Occidente, nos encontramos en un mundo completamente globalizado), podemos identificar su evidente sesgo adoctrinador: por ejemplo, en Escocia está a punto de aprobarse el infame Proyecto de Persona Designada (aquí), según el cual a cada niño se le debe asignar un empleado del Gobierno, para que vigile su progreso social y para que asesore su vida familiar (es decir, es el Estado el que debe regular la vida privada del individuo); el Tribunal Supremo del Reino Unido ha dictaminado que, en cualquier disputa sobre el interés del niño, por muy insignificante que esta sea, es precisamente el niño quien debe tener una voz soberana sobre sí mismo (evidentemente, por «voz soberana» se entiende el criterio del Estado, como han demostrado tanto el caso de Alfie Evans como, en su momento, el de Charlie Gard). Pero no es necesario viajar a las islas británicas para comprobar los trancos que está dando la supremacía estatal en materia ética, puesto que, si nos quedamos en España, podemos comprobar que en los colegios se imparte ideología de género sin la previa autorización de los padres, o que las niñas pueden abortar sin el permiso de estos últimos y hasta ser tratadas obligatoriamente por ellos como varones, si así lo sienten en su intimidad sexual. Y es que, como decimos, han vuelto los tiempos en que los rusos eran adoctrinados moralmente por la Unión Soviética o en que los pobres alemanes eran súbditos anímicos del Reich (a la sazón, según la ideología política de cada régimen; hoy, según los dogmas feministas, homosexualistas y posthumanistas que corroen nuestra sociedad).

Sin embargo, igual que entonces, hay determinadas actitudes personales que nos demuestran que, en un mundo totalitario, inmisericorde y violento (como el Mad Max de George Miller que citábamos arriba), todavía existe la esperanza (¡la esperanza es lo último que se pierde!); de este modo, y así como en la extinta Unión Soviética se alzaron voces discordantes, que vencieron la amenaza del gulag, campo de concentración ruso que ha presenciado la mayor matanza de seres humanos de la historia, para clamar por la libertad (al respecto, ver la película Cosecha amarga), o como en la Alemania nacionalsocialista surgieron grupos que denunciaron las ambiciones adoctrinadoras del Reich (como describe el film Sophie Scholl. Los últimos días), hoy surgen anónimos David que se encaran contra el gigantesco Goliat estatal, pertrechados solamente con la honda de su palabra, que les es proporcionada por su profundo convencimiento, por su persistente rebeldía y por su imbatible tesón. En este sentido, el matrimonio Evans se ha comportado como el valeroso israelita bíblico, puesto que se ha aproximado con bizarría al ciclópeo enemigo con el fin de mojarle la oreja, pese a que todos los factores apuntaban contra ellos; pero, como los acuciaba la injusta sentencia de un juez sin entrañas, siervo y paladín de los nuevos dogmas estatales (aquí), y especialmente el amor a su hijo, se atrevieron a arrojarle la piedra esperanzados de que cayese fulminado al suelo. Por desgracia, y pese a su empeño, esta vez ha vencido Goliat (aunque no del todo, puesto que consiguieron que Alfie fuera hidratado y alimentado de nuevo), pero de manera pírrica, ya que, mediante el esfuerzo de los cónyuges, que han sabido internacionalizar el problema, han salido a la luz los excesos inexorables de un Estado cada vez más omnipotente. Por este motivo, tanto ellos como Alfie son un verdadero símbolo de esperanza y rebeldía, puesto que no pertenecen a la masa adocenada que se deja manipular por el maligno leviatán, ávido de almas secas e incautas, que, sin embargo, se creen pletóricas y cultas (una sociedad que se manifiesta contra el sacrificio de un perro -¡de un perro!-, pero que condesciende ante el asesinato impune de un niño -¡de un niño!-, por su supuesto bienestar, es una sociedad enferma, execrable y vomitiva: «Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero, porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca«). No pretendo ser profeta, ni siquiera buen exegeta, pero los Evans han demostrado pertenecer a esa decena de justos por los que Dios le prometió a Abrahán refrenar su ira contra la ciudad de Sodoma (Gn. 18, 32); son, por tanto, y pese a la desgracia que han vivido en su seno, ese hálito de esperanza que este mundo marchito necesitaba.

 

Volviendo a la cinta que ha originado este post, recuerdo que esta ofrece un par de escenas y una actitud que parecen haber sido imitadas por los Evans estos últimos días (aunque realmente se trate del amor que subyace tras la resolución valiente de unos padres por sus hijos). En cuanto a las primeras, están protagonizadas por Susan Sarandon, que en la película interpreta a Michaela Odone, la madre de Lorenzo: en una de ellas, tras asistir a una reunión de padres cuyos hijos padecen la adrenoleucodistrofia, aquella descubre que los participantes no albergan la intención de luchar por sus hijos, sino de aceptar el mal que les ha sobrevenido (como aquellos que se conforman sin luchar por lo que es justo); en la otra, expulsa de su casa a la cuidadora que le insinúa que mate a Lorenzo por misericordia (una metáfora tristemente real de aquellas personas «cultas» y «solidarias» que disfrazan su impiedad bajo la máscara de la compasión). En cuanto a la actitud que denota el film, me refiero a la de Nick Nolte, que es capaz de irrumpir en un congreso médico con el fin de que los doctores despierten de su letargo y, así, procuren sanar a su hijo (como consiguió Thomas Evans cuando visitó al papa en el Vaticano, ya que despertó a muchas conciencias cristianas adormiladas). Aquellas escenas y esta actitud, pues, encierran el amor a la vida que debe urgir a todo hombre, pero que se convierte para el cristiano en una ley exigente («Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?«).

Si hoy viviéramos en un mundo decente, el mundo del arte se habría conmovido ante la bizarría de unos padres cristianos, que se han enfrentado a un poderoso enemigo con tal de salvar a su hijo (en el Hollywood de antes, pero en el de hace pocos años, ya le habrían dedicado un film). Pero, como vivimos en un mundo vacío, pendiente de modas pasajeras, de fútiles ganancias crematísticas y de inanes postureos políticos, que es incapaz de ver lo que hay de bello en una gesta memorable en defensa de la vida, nunca veremos su reconocimiento cinematográfico (¡ni falta que nos hace!). Por desgracia, esta sociedad, que prefiere dar la vida por un perro o por una clase de piojo en peligro de extinción antes que por un crío inocente, olvidará muy pronto a los Evans, como ya ha olvidado a los Gard y a tantos otros; pero no ha de ser así entre los bautizados, que hemos despertado frente a la opresión de un Estado con manifiestos tintes anticristianos. Que la hazaña de estos hermanos nuestros, que nos han comunicado parte de su esperanza, fundamentada sin lugar a dudas en las promesas del Hijo de Dios, nos sirva de ejemplo en la defensa de ese valor fundamental que es la vida. Por mi parte, ofrecí la santa misa por Alfie y por sus padres hasta que aquel murió; ahora que intuimos que el niño está en el cielo, pues fue bautizado y confirmado antes de fallecer (aquí), me queda rezar por la conversión y el perdón de ese Estado (y de ese juez) que lo han llevado a la tumba (el juicio sobre sus razones solo compete a Dios y no a nosotros). Pero recordemos que, mientras haya gestas de amor tan grandes como esta, aún hay esperanza en este mundo podrido: nuestra sociedad no será ese desierto árido y descorazonador que George Miller nos presentaba en Mad Max, sino un lugar donde se podrá sembrar el amor de una familia por su hijo; por este motivo, rodó El aceite de la vida.

 

 

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