Concluyo con este cuarto artículo mi reflexión sobre el Compendio de Monseñor Schneider, cuya tercera y última parte de su Catecismo titula «El culto divino: Ser santo».
Como explica a continuación «los actos de culto incluyen todos los medios de santificación, es decir, todas las formas en que honramos a Dios y nos santificamos» (III,1,2). Esos medios son la oración (entramos en comunión con Dios y suplicamos su Gracia), los sacramentos (que significan y producen esa misma Gracia), y la liturgia o el culto público de la Iglesia (que regula la oración pública y los sacramentos) (III,12,2). Señalaré a continuación algunos puntos importantes o clarificadores:
1º.- ERRORES sobre la GRACIA y la JUSTIFICACIÓN.- Frente al error moderno del naturalismo (exclusión y a veces la negación de todo el orden sobrenatural, lo que implica considerar al hombre y a la naturaleza como autosuficientes, II,1,11-12), Monseñor Schneider afirmará rotundamente la necesidad de la Gracia para elevarnos sobre nuestra condición humana, para disfrutar de la amistad y comunión con Dios y para nuestra salvación. La Gracia es un «don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente -sin que tengamos derecho a ella y sin que Dios esté obligado a concederla- por los méritos de Jesucristo para nuestra salvación o en orden a la realización de alguna tarea» (III,1,5). Aun así, Dios, por su inmensa bondad siempre la concede a todos los hombres para hacer lo necesario en las circunstancias de nuestra vida para alcanzar el cielo, aunque puede «frustrarse si nos resistimos culpablemente a ella» (III,1,23). «Dios desea que todos los hombres se salven» (1 Tim. 2,4), pero «que correspondamos o no a ese don divino es cuestión de nuestra libre decisión» (III,1,31). Ahora bien, nos advierte Monseñor Schneider que la infidelidad a la gracia puede «disminuir la frecuencia y la fuerza de las gracias que nos dan”. «Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros» (St. 4,8) (III,1,30).
Vinculado con el naturalismo, nuestro autor citará el neopelagianismo, «la noción de que el hombre es salvado simplemente por las buenas obras morales, con independencia de su cooperación con la gracia divina y la fe salvadora». Éste es el «error más común acerca de la Gracia en nuestro tiempo» (III,1,15), lo que puede constatarse haciendo una simple encuesta, y no precisamente entre ignorantes de nuestra fe, sino a cristianos que incluso frecuentan los sacramentos. Otro error, opuesto a éste y propio de los protestantes, es la negación de la cooperación humana a la Gracia, pues consideran que «la voluntad libre, sin ayuda de la gracia de Dios sólo puede pecar«. Ese grave yerro de naturaleza antropológica y teológica convierte al hombre en un títere, en un ser indigno sin libertad, y a Dios en un juez injusto que crea a seres humanos para castigarlos eternamente sin relación a sus actos libres pecaminosos. Fue fulminado este dislate en el Concilio de Trento.
Para describir nuestro paso del estado de pecado al de gracia, se usa el término Justificación (III,2,45). Cada uno de los cristianos debemos ser conscientes (y más aún, llevarlo grabado a fuego en nuestras almas) que «La resurrección del hombre pecador y su paso al estado de gracia divina es un milagro mayor que la resurrección de los muertos a la vida; de hecho, es un milagro mayor que la creación del universo material» (III,1,47).
2º.- LA ORACION CRISTIANA.- La oración «es una elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarle, darle gracias, pedirle perdón y solicitar su gracia» (III,3,64). La importancia de la oración en la vida cristiana radica en el hecho de que «no podemos hacer nada sobrenaturalmente bueno sin ayuda de la gracia de Dios, que debe buscarse mediante la oración» (III,3,75). Por ello Nuestro Señor nos recuerda que «es necesario orar siempre» (Lc. 18,1), «sin cesar» (1 Tes. 5,17) (III,3,77). Y esta necesidad de oración muestra el orden de la Providencia, pues «Dios da fertilidad a los campos, pero quiere que los labremos y cuidemos; nos da capacidades intelectuales, pero exige que estudiemos; y de manera similar, Dios quiere nuestra salvación, pero con la condición de que nosotros también la queramos, y operemos con su gracia a través de la oración» (III,3,76).
Remito a los espléndidos consejos sobre las circunstancias, características y cualidades de la oración cristiana en (III,3,78-105). Pero quiero destacar especialmente la prelación de bienes que debemos pedir en oración: el primero de todos es «la vida eterna y la caridad sobrenatural que nos conduce a ella». Todos los demás bienes «los deberíamos desear sólo como medios para ganar el cielo» (III,4,88). Por tanto, todas nuestras necesidades temporales de cualquier índole, debemos siempre pedirlas condicionalmente, esto es, si no son obstáculos para nuestra salvación y humildemente, con perfecta sumisión a la voluntad de Dios» (III,4,89). El cristiano debe hacer su oración «en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…) pidiendo aquellas bendiciones que Él ha merecido para nosotros y estando profundamente convencidos de que él ora en nosotros» (III,4,92)
Y en relación con este último consejo, un aviso a navegantes de nuestro tiempo. «Cualquier camino de oración que busque la unión con Dios al margen de la sagrada humanidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, es incompleto y engañoso: Nadie va al Padre sino por Mí (Jn. 14,6)». (III,4,123). Por lo tanto no debemos practicar formas «cristianizadas» de yoga, zen u otras formas de oración paganas, puesto que «no pueden practicarse de manera segura, ya que están inherentemente vinculadas a una forma falsa de adoración y a los engaños del diablo» (III,4,124).
3º.- LOS SACRAMENTOS.- «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios«. Esta cita que nuestro catecismo toma de San León Magno, explica con inmensa simplicidad y belleza que el Señor, tras su vida como hombre, quiso dar continuidad a esa presencia entre nosotros hasta el fin de los tiempos a través de signos sacramentales. «Éstos son como la humanidad de Nuestro Señor, y las gracias que transmiten son como la Divinidad oculta bajo ella» (III,6,166). Las razones por las que así lo decidió el Señor las explica magistralmente Santo Tomás, y están recogidas en el catecismo (III,6,167): «1. La condición del hombre, de cuya naturaleza es propio dirigirse a las cosas espirituales e inteligibles mediante las corporales y sensibles. 2. Al pecar el hombre, su afecto quedó sometido a las cosas corporales, y debe aplicarse la medicina donde está la enfermedad. 3. Dado el predominio que en la actividad humana tienen las cosas de orden material, le fueron propuestos al hombre en los sacramentos algunas actividades materiales para que, ejercitándose en ellas provechosamente, evite la superstición como es el culto a los demonios o cualquier otra práctica nociva y peligrosa».
Son siete los sacramentos, porque «reflejan en el orden espiritual las diversas necesidades de nuestra vida corporal» (III,6,172). Nacemos a la vida sobrenatural por el bautismo; la fortalecemos mediante la confirmación; la alimentamos con la Santa Eucaristía; somos sanados o incluso resucitados si nuestra alma está muerta por el pecado mortal con la penitencia; preparados a la muerte con la extrema unción; gobernados en la sociedad espiritual de la Iglesia con las sagradas órdenes, y fomentamos dicha sociedad mediante el sacramento del matrimonio (III,6,173).
Del capítulo 7 al 13 de esta tercera parte, Monseñor Schneider explicará con detalle cada uno de los siete sacramentos. Me limitaré a recoger aquella parte de su enseñanza que, a mi juicio, más pueden ayudar a disipar los desenfoques y errores actuales sobre cada uno de ellos.
1º.- BAUTISMO.- La importancia del bautismo es tal que «ningún otro sacramento puede recibirse antes del bautismo, no puede repetirse y nadie puede salvarse sin recibir sus efectos santificantes» (III,7,217). Y precisará luego que «aparte de por su signo sacramental ordinario (…) también puede ser recibido (…) mediante el perfecto amor a Dios (el llamado «bautismo de deseo») o el martirio por la verdadera fe (el llamado «bautismo de sangre») (III,7,234). El bautismo nos regenera en Cristo Jesús (III,6,234), borra el pecado original y los pecados actuales (III,7,236) y nos convierte verdaderamente en «una nueva criatura» (2 Cor. 5,17) (III,7,237).
En una sección de su catecismo se pregunta nuestro autor por el destino de los no bautizados. Es un tema abierto teológicamente, pero del que sí se pueden aventurar algunas conclusiones: 1. Todo caso de salvación extraordinaria sólo y exclusivamente puede tener como causa los méritos de Nuestro Señor Jesucristo (III,7,253). 2. Dios «no consiente, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con etenos suplicios si no es reo de culpa voluntaria» (Pío IX, Quanto Conficiamur) (III,7,250). 3. Ningún no bautizado puede rechazar el pecado mortal y cumplir la voluntad de Dios sin su gracia (III,7,251). 4. Desgraciadamente no podemos asumir que haya muchos casos de salvación extraordinaria entre los no bautizados porque el mismo Señor nos advirtió «¿Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y qué pocos dan con ellos (Mt, 7,14). 5. El hecho de que sea posible que los no bautizados sean salvados, no implica que sea probable, por lo que se nos urge a todos los cristianos evangelizar (III,7,254). 6. En el caso de bebés no bautizados, Monseñor Schneider se acoge a la opinión teológica general: si bien no pueden alcanzar la visión beatífica, quizá sean «acogidos en una eternidad pacífica, una especie de visión indirecta o mediata de Dios» (Santo Tomás De malo q.5, a.5) (III,7,258). Aunque el autor no lo recoge, en nuestros días Benedicto XVI dio un argumento en favor de la salvación integral de esas criaturas (incluidas las abortivas) que sinceramente me convenció. Jesús dijo «Dejad que los niños se acerquen a Mí, no se lo impidáis» (Mt. 19,14).
En cualquier caso, el error central de muchos es pensar que la naturaleza humana tiene derecho a la visión beatífica. Y concluye Monseñor Schneider: «Podemos pedirle a Dios que conceda a esos niños el milagro de la gracia santificante debido a su infinita misericordia, pero su destino en última instancia sigue siendo un misterio que confiamos a la amorosa Providencia de Dios» (III,7,259).
2º-CONFIRMACIÓN.- A través de este sacramento instituido por Cristo (Hch. 1,5), se nos otorga el Espíritu Santo con la abundancia de sus dones y hacernos cristianos perfectos (III,8,260). Por lo tanto, este sacramento «fortalece y completa la gracia del bautismo en nuestras almas» (II,8,261).
Lo más llamativo de esta parte es el juicio severo que el autor hace al pentecostalismo, al Movimiento Carismático o Renovación Carismática. Lo considera -a mi juicio con bastante agudeza- como «un fenómeno nuevo -en cierto sentido una nueva religión- que se asemeja a herejías como el montanismo y que enfatiza la experiencia religiosa carismática, efusiva, sentimental e irracional». En definitiva, «un verdadero peligro espiritual en nuestro tiempo»(III,8,294).
Criticará -con idéntica lucidez- «el apoyo ocasional de miembros de la jerarquía de la Iglesia, que ven el movimiento como una supuesta «nueva primavera» de la Iglesia o una implementación del «espíritu» del Concilio Vaticano II» (III,8,295.)
Frente a estos desmanes, propondrá la «sobria ebrietas Spíritus«, la ebriedad sobria del Espíritu Santo, un corazón ardiente unido a una mente guiada por la razón (III,8,300), considerando que la verdadera renovación de la Iglesia sólo se producirá «por un retorno a la auténtica y constante Tradición católica» (III,8,304). El sentimentalismo tóxico, importado de movimientos ajenos a la tradición católica, pudre los cimientos de la fe.
3º.- EUCARISTÍA.- Monseñor Schneider dedica dos partes a este sublime sacramento, que perpetúa el sacrificio de la cruz (III,9,305): la Eucaristía como SACRAMENTO y la Eucaristía como SACRIFICIO. Probablemente sean, junto con las de la liturgia, las páginas más hermosas de todo su Compendio y eso que simplemente se limita a recoger ordenadamente lo que los católicos hemos creído y creemos sobre ese impresionante milagro de amor, que hace arrodillarse de una vez a las miríadas de ángeles del Cielo. No me es posible exponer tal o cual punto y dejar aparcados los demás, por lo que ruego la atenta lectura de esas imprescindibles páginas.
De hecho, la dignidad de este sacramento hace que Monseñor Schneider critique algunos aspectos actuales de práctica sacramental, por ejemplo la actual consideración de los diáconos como ministros ordinarios de la comunión según el nuevo Código de Derecho Canónico (en contra de la tradición litúrgica de la Iglesia, que los consideraba extraordinarios), o que los laicos a día de hoy distribuyan la comunión de manera habitual en las iglesias (III,9,344-345). Más duro aún es su juicio sobre la denominada comunión en la mano. «Debemos recibir la Sagrada Comunión de rodillas (si nuestra condición física lo permite) y en la boca» (III,9,363); la «práctica actual de la comunión en la mano es espiritualmente dañina y ajena al patrimonio litúrgico católico (…) esa tradición fue inventada por los calvinistas para manifestar su rechazo a las órdenes sagradas y a la transubstanciación» (III,9,364); «atenta contra los derechos de Cristo (…); debilita la creencia y el testimonio en la encarnación y en la transubstanciación (…); facilita el robo y la profanación de Hostias consagradas” (III,9,365). En definitiva, no debería prolongarse el indulto (ordenado por Pablo VI), ni por «necesidades pastorales» ni por un presunto «derecho de los fieles». El único derecho es el «del Señor a tener la mayor reverencia posible» (III,9,366).
Por último, enjuiciará duramente la prohibición de los ritos de culto público y los sacramentos debido a las preocupaciones sobre la salud pública. «Es una violación de los derechos de Dios y de los fieles, así como una subordinación de la ley suprema de la Iglesia -salus animarum, salud del alma- al cuidado de los cuerpos» (II,14,440). Sin duda, tenía presente mientras redactaba esta crítica, la decisión -más cobarde que prudente-, de la jerarquía eclesiástica durante la pandemia del COVID, obedeciendo sin rechistar a las autoridades civiles, y sin tener en cuenta que «una prohibición general del culto católico excedería los límites del poder civil y violaría los derechos divinos y de su Iglesia» (II,15,487).
4º.- PENITENCIA.- Explicó nuestro papa Francisco en 2015 que el sacramento de la confesión no debe ser una tortura para los católicos ni convertirse en un interrogatorio molesto e invasivo. Pero también criticó a confesores que confunden la misericordia con tener manga ancha. Por lo tanto «ni el confesor de mangas largas ni el confesor rígido son realmente ministros de la misericordia«. El primero porque dice al penitente «no hay pecado; el otro, porque le echa en cara que «la ley es ésta».
Francisco hablaba aquí como un buen pastor que advertía de los dos peligrosos extremos en los que puede caer un confesor. Pero hay otro grave error, esta vez cometido por el fiel que va a confesarse y es pensar que con una mera mención de sus pecados sin arrepentimiento puede obtener el perdón. En realidad, lo que más deseamos los fieles ante este «incómodo» sacramento es alcanzar, además de los efectos sobrenaturales propios del mismo (el perdón de los pecados), «una paz sensible y una serenidad de conciencia» (III,10,476). Y eso sólo se logra, como explica Monseñor Schneider, mediante una confesión donde estemos verdaderamente compungidos de corazón por los pecados y los expongamos con sinceridad y claridad (en número y especie) (III,10,460); de ahí la necesidad de la contrición: «es absolutamente necesaria para la remisión de los pecados mortales, porque sin ella nos mostramos enemigos de Dios, que no puede mostrarnos su amistad si permanecemos impenitentes y obstinados en el mal (III,10,479). Como recordó Juan Pablo II, «se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a solo uno o más pecados considerados más significativos» (III,10,466)
Por otra parte, el sacerdote debe comportarse «como servidor justo y misericordioso, para contribuir al honor divino y a la salvación de las almas» (III,10,468). Por consiguiente debe conocer e identificar claramente «los pecados objetivamente graves del penitente, porque no es misericordia excusar o mentir sobre el pecado, y mucho menos dejar a los penitentes en estado de pecado debido a la negativa de un sacerdote de hablar como un padre autorizado y un médico atento, tareas confiadas por Cristo a cada confesor» (III,10,467).
Finalmente, la última parte de esta sección se dedica a los sufragios e indulgencias. Llena de esperanza la certeza de saber que a la hora de nuestra muerte podemos obtener una indulgencia plenaria si «recibimos los sacramentos o, al menos, estamos contritos por nuestros pecados; invocamos el santo nombre de Jesús al menos en nuestro corazón, y aceptamos la muerte con sumisión a la voluntad de Dios y en expiación por nuestros pecados» (III,10,554).
5º.- UNCIÓN de ENFERMOS.- Aparte de advertirnos sobre las «grandes Misas de Sanación” como medio habitual de obtener este sacramento (por el peligro de que el fiel descuide el frecuente sacramento de la penitencia) (III,11,570), lo más relevante del mismo son las disposiciones aconsejables para recibirlo. Éstas inciden, una vez más, en la esencia teocéntrica de la fe cristiana, hoy tan aparcada: «1º.- Una gran confianza y esperanza en Dios, apoyándose en su poder, bondad y misericordia; 2º.- Una sumisión perfecta a su santa voluntad, ya que a los que aman a Dios todo le sirve para el bien (Rm. 8,28); 3º.- La disposición a ofrecer nuestras enfermedades y sacrificios a Dios como penitencia por nuestros pecados y ganar méritos» (III,11,573).
6º.- ÓRDENES SAGRADAS.- Frente a los errores protestantes y de una nueva teología «progresista» que pretende (por vía de hecho) equiparar el Orden Sagrado con el Sacerdocio común de los laicos, Monseñor Schneider citará a Pío XII, en una Alocución de 1954: «Es necesario afirmar firmemente que el sacerdocio común a todos los fieles, por elevado y digno que sea, difiere no sólo en grado, sino también en esencia (…)» (III,12,587). Como destaca nuestro autor, de acuerdo al Concilio de Trento, el Orden Sagrado es un «sacramento instituido por Cristo, que produce una transformación permanente en el alma de un hombre, haciéndolo partícipe del divino sacerdocio de nuestro Señor, dándole el poder espiritual y la gracia para desempeñar dignamente las funciones sagradas» (III,12,585). En efecto, antes de la Última Cena, «los colocó (a los apóstoles) por encima de los demás discípulos; durante la misma «les dio poder para consagrar su Cuerpo y su Sangre» y, por último, tras la resurrección «les dio poder y jurisdicción para perdonar los pecados, predicar, bautizar y realizar todos los demás deberes sacerdotales» (III,12, 586).
Defenderá la diferencia entre órdenes mayores y menores (III,12,590-595); que «sólo el obispo y el sacerdote» pueden actuar «in persona Christi capitis«, y el celibato como «tradición inmemorial y apostólica» (III,12,596-598). Aunque no los cita, parece aludir a los «sedevacantistas» cuando afirme «la validez de los nuevos ritos de ordenación introducidos por Pablo VI», dado que siguen siendo los mismos que en la ordenación del Rito Romano Tradicional» (III,12,602).
Por supuesto, rechaza rotundamente con toda la tradición de la Iglesia que una mujer pueda ser sacerdote o diácono. «1º.- Contrario a la Escritura como a la Tradición, ya que nunca se hizo en la Antigua Ley ni en el Nueva. 2º.- Inconsistente con el significado esponsal del sacerdocio, por el cual un hombre representa y extiende la presencia de Cristo, esposo de la Iglesia. 3º.- Opuesto al correcto ordenamiento de los sexos según el cual «la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre» (1 Cor. 11,3) y ninguna mujer debe «enseñar y tener autoridad sobre el hombre» (1 Tim. 2,12). 4º.- Imposible, dada la enseñanza infalible de la Iglesia de que las mujeres no pueden ser ordenadas (carta Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II). (III,12,634 y 638-639 sobre los diáconos). Las cuatro razones -sobre todo la última- son suficientes para cerrar definitivamente el debate, aunque es de prever que a muchos/as no les guste, sobre todo la tercera.
Es muy, muy crítico con la inclusión por el papa Francisco en el Código de Derecho Canónico (Canon 230) (2021) de la posibilidad de que mujeres reciban las órdenes menores de lectora y acólita (III,12,645), y lo explica con profundas razones de tradición que todo católico coherente debería meditar (III,12,644). Califica esta novedad como «ruptura grave y manifiesta con la tradición litúrgica ininterrumpida de la Iglesia oriental y occidental» (aunque ya había sido consentida esa práctica por vía de hecho, como también recuerda nuestro obispo, por Pablo VI, Juan Pablo II e incluso Benedicto XVI). Una ruptura, como muchas otras -por ejemplo, la comunión en la mano– que, primero tolerada, con el tiempo alcanza carta de naturaleza. Y añadirá que «en el futuro la Santa Sede sin duda deberá rectificar esa ruptura sin precedentes con la práctica universal de la Iglesia” (III,12,645).
Cierra esta sección poniendo el ejemplo de la bienaventurada Virgen María quien «a pesar de haber sido la más digna de tal servicio, no hay ningún registro de que la Santísima Virgen María haya hecho (funciones litúrgicas) alguna vez». Y cita a San Epifanio que Chipre, que señala con rotundidad que «no fue del agrado de Dios (que ella fuera sacerdote). Ni siquiera se le confió la administración del bautismo, porque Cristo podría haber sido bautizado por ella y no por Juan» (III,12, 648-649).
7º.- MATRIMONIO.- Aunque elevado a sacramento por Cristo, el matrimonio es institución arraigada en el derecho natural que consiste en «la unión conyugal exclusiva, perpetua e indisoluble entre un hombre y una mujer, ordenada a la procreación y a la asistencia mutua entre los cónyuges» (III,13, 650). Como enseña Santo Tomás de Aquino «principalmente es un deber de la naturaleza y fue instituido antes del pecado y no como remedio« (III,13,655). Desgraciadamente, tras el pecado, un San Pablo pesimista propondrá «mejor casarse que abrasarse» (1 Cor. 7,9).
El fin primero (finis operis) es la procreación y educación de la prole, y el fin secundario (finis operantis) es «la asistencia mutua, el amor mutuo y la cooperación de los cónyuges en el cumplimiento de sus deberes. La experiencia subjetiva de los esposos no cambia ni suplanta el fin objetivo mismo del matrimonio como ha sido declarado por el magisterio constante a lo largo de los siglos” (III,13,656-657). Triple fin del matrimonio, por lo tanto, es: «1º.- el nacimiento de los hijos y la educación de ellos para la gloria de Dios; 2º.- la fidelidad mutua y 3º.- el matrimonio es un sacramento, o en otras palabras, manifiesta la unión indisoluble de cristo y su Iglesia» (III,13,658).
Es relevante su sección acerca de los «errores sobre el matrimonio»: frente a la novedad de Amoris Laetitia, rebate que «puedan crecer en gracia y caridad aquellos que se han divorciado y luego han contraído un nuevo matrimonio por la ley civil«, pues, dado que nos encontramos en una situación de «adulterio público», «no puede recibir la gracia santificante ni la salvación hasta que se arrepientan y se reconcilien con Dios» (III,13,704); se rechaza el uso de cualquier tipo de anticonceptivos, incluyendo el abuso del método de la abstinencia temporal (III,13, 705-712); se insiste en la falta de autoridad del poder civil para redefinir la institución matrimonial, así como para introducir el llamado «matrimonio homosexual«, pues se hacen cómplices de «un pecado que clama al cielo y coloca a la nación en el camino de la destrucción moral o física» (III,13, 714-715). La Iglesia nunca podrá bendecir tales uniones, por contrarias a la ley divina y natural (a pesar de lo que parece pretender Fiducia supplicans) (III,13,716), y ningún católico debe asistir a tales enlaces civiles (III,13,719).
Finalmente, tratará de los efectos y deberes del matrimonio; de los cónyuges entre sí, de cada uno de ellos y de los padres con sus hijos. El marido es cabeza de familia y debe ejercer una autoridad y liderazgo prudentes, como imagen digna del amor providente y sacrificial de Cristo a su Iglesia (III,13,694). La mujer es el corazón del hogar, debe someterse a su marido como al Señor en las cosas legítimas (Ef. 5,25), mostrándole afecto y amoroso apoyo, desempeñando sus tareas domésticas con devoción y atención, siendo modesta y reservada en su comportamiento y vestimenta» (III,13,695).
Es evidente que esos deberes propios del matrimonio cristiano son incomprensibles para los no cristianos (y hasta ofensivos dirán algunos), pero también son imposibles e irrealizables para los mismos cristianos sin el auxilio de la gracia. En un matrimonio natural puede existir amor, respeto y fidelidad entre los cónyuges, pero no esa entrega sobrenatural –sometiéndose unos a otros en el respeto a Cristo (Ef. 5,21)- que lo habilita, por su carácter de sacramento, como un poderoso medio de santificación y futura salvación para ambos. Y además -como señaló León XIII- es un «primer seminario«, «semillero y fundamento mismo de las futuras vocaciones sacerdotales y religiosas» (III,13,722). Por último, la Iglesia, siempre ha elogiado a las familias numerosas, pese a alguna reciente y muy desafortunada comparación zoológica de Francisco (III,13,725). Les animo a leer detenidamente las bellísimas palabras tomadas de Pío XII, con la que cierra este sacramento (III,12,726).
4º.- LA LITURGIA.- La fuerza de la Tradición católica, que se va desplegando a lo largo de este detallado catecismo, alcanza su cenit ya casi al final cuando aborda el tema la liturgia. Aquí se pone de manifiesto la innegociable conciencia católica del autor, sabedor de que la liturgia es un misterio que se nos ha dado a los cristianos como un inmenso don. De hecho, para entender adecuadamente su importancia nos debemos remontar hacia su origen, pero ante ese inefable principio inaugural cualquier capacidad humana palidece, y el hombre sólo puede arrodillarse y adorar en silencio: «la liturgia tiene su origen en el eterno intercambio de amor entre las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que a su vez, es objeto de incesante adoración en el cielo» (III,15,758).
Esa liturgia celestial -que de manera grandiosa nos describe el Apocalipsis, con adoración, incienso, cánticos y silencio-, fue traída al mundo, bajo la providencia de Dios en la historia, primeramente en el sacrificio mosaico, y luego perfeccionada de manera definitiva por Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio Eucarístico: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales« (III,15,763).
Sólo siendo conscientes de lo que estamos hablando cuando tratamos de liturgia -y pocos católicos lo son hoy- podemos deducir dos inevitables corolarios:
El primero es que el fin principal de la liturgia «no es la instrucción o edificación del hombre (…) sino la glorificación de Dios». Así nos lo expresa el Apocalipsis: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos” (Ap. 513). Por supuesto, es también «fuente de instrucción y santificación para los que participan en ella», pero como aspecto subordinado y secundario (III,15,755).
El segundo es que la liturgia «no puede ser fabricada ni decretada; sólo puede recibirse humildemente, protegerse diligentemente y transmitirse con reverencia. Este es el principio apostólico rector: Tradidi quod accepi. Os transmití lo mismo que yo recibí» (1 Cor. 15,3)» (III,15,767). En consecuencia «sólo los ritos tradiciones gozan de esa santidad inherente; es decir, las formas litúrgicas que han sido recibidas desde la antigüedad y desarrolladas orgánicamente en la Iglesia como un solo cuerpo de acuerdo con el auténtico sensus fidelium y el perennis sensus ecclesiae (sentir perenne de la Iglesia), debidamente confirmado por la jerarquía (III,15,766). Por lo tanto, la jerarquía eclesiástica (no puede) crear a voluntad nuevas formas litúrgicas, pues (…) «la continuidad litúrgica es un aspecto esencial de la santidad y catolicidad de la Iglesia» (III,15,765).
Enlazando ambos aspectos, Monseñor Schneider considera con gran perspicacia que “la forma más común del culto centrado en el hombre se introduce en la liturgia con los abusos litúrgicos y las innovaciones”, las cuales, «incluso cuando no contienen ninguna falsedad objetiva, tales innovaciones -celebración de la Misa en un estilo protestante semejante a un banquete, como en un círculo cerrado, con bailes, espectáculos, estilos de organizaciones seculares o religiones paganas etc- socavan la Tradición constante de la Iglesia y vulneran los mismos ritos sagrados» (II,12,382-383). Como escribió Nicolás Gómez Dávila: «quién reforma un rito, hiere a un dios».
La Iglesia Católica fue fiel a esa regla a lo largo de la historia, y queda probado con la feroz condena del Sínodo de Pistoya (1786), perpetrado avant la lettre con la finalidad de simplificar los ritos, introducir el vernáculo y proferir en alto las oraciones: «temeraria, ofensiva a los piadosos oídos, insultante para la Iglesia y que favorece las injurias que profesan los herejes contra ella» (Pío VI, Auctorem fidei, 1794) (III,15,770). Todos los papas sentían temor reverencial ante la hipótesis de «suprimir un rito litúrgico de costumbre inmemorial en la Iglesia» (III,15,771), pues como afirmó Benedicto XVI -el añorado papa teólogo de exquisita sensibilidad litúrgica-, «lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial» (III,15,770).
Monseñor Schneider, además, enlaza la antigüedad del rito (los ritos tradicionales) con su santidad: «sólo los ritos tradicionales gozan de esa santidad inherente» (III,15,766). ¿Se insinúa un déficit de los actuales por las alteraciones litúrgicas introducidas tras el Concilio Vaticano II, especialmente la Nueva Misa? Es mucho suponer, pero llama la atención su significativo silencio ante la innovación del rito romano moderno (introducido por Pablo VI en 1969), salvo una mención crítica en otra parte del catecismo al Ofertorio moderno (al que aludí en un artículo anterior) (I,16,680).
En cambio, sí defenderá el Rito Romano tradicional ante las burdas acusaciones de «clerical» (por la exclusión de los laicos del presbiterio) y «oscurantista» (por sus silencios y el aroma a misterio que impregna el rito). «El papel propio de los laicos es ser santificados interiormente por los sacramentos y someter todas las realidades temporales al Reinado de Cristo». Y nosotros no somos quienes para juzgar “los misterios sagrados, ante los cuales los santos y los ángeles cubren su rostro (Job. 40,4)(Is. 6,2)(Ap. 7,11) (III,15,775); misterios que “están apropiadamente velados detrás de un iconostasio visual o sonoro, o velo santo como parte de la reverencia que Dios ha ordenado” (Ex. 33,18-33 y 2 Cor. 3, 7-11) (III,15,775).
En suma, Monseñor Schneider reafirma con rotundidad que «no puede prohibirse de forma legítima el Rito Romano tradicional para toda la Iglesia (…) porque este rito tiene su fuente en la Palabra del Señor y en un uso apostólico y pontificio antiguo, junto con la fuerza canónica de una costumbre inmemorial; nunca podrá ser abrogado ni prohibido« (III,15,772). Y “legítimamente los católicos no estamos obligados a cumplir la prohibición de ritos litúrgicos católicos tradicionales» (II,15,484).
CONCLUSION
Definitivamente, es imposible pensar y sentir en católico sin decir un rotundo «amén» a cada palabra de Monseñor Schneider en su enseñanza sobre la liturgia.
Corrijo, en todo su Credo; en la totalidad de su Compendio de la fe católica. Por muchas glosas, notas a pie de página, matices e incluso correcciones que hagamos -ya he leído algunas críticas por internet-, se nos ha entregado un monumento de cimentada solidez y, también, de melancólica belleza sobre el catolicismo que nunca debimos perder. Una religión centrada, por encima de cualquier consideración, en la gloria de Dios, a través de Jesucristo, nuestro Maestro, nuestro Rey, nuestro Señor y nuestro Salvador, al que debemos gratitud y fidelidad hasta la misma cruz: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales» (Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 83) (III,15,763).
Esa adoración, que el Cuerpo Místico de Cristo -la Iglesia- hace al Padre especialmente en el Sacrificio de la Misa ratifica nuestra condición de hijos de Dios obtenida en el bautismo, y nos lleva a amar al prójimo con amor sobrenatural (Charitas), y a juzgar el mundo con una lucidez profética, venciendo siempre el desánimo con la virtud de la Esperanza y la certeza inconmovible de la Fe. No hay otro camino, por tanto, que el retorno a ese catolicismo vertical al que nos interpela esta magna obra de Monseñor Schneider, tan alejado del catolicismo horizontal que hoy se destila por casi todas partes. Sólo así podremos comprender con exactitud y vivir con radicalidad esas palabras que escribió San Pablo a los cristianos de Galacia, después de zurrarles de lo lindo precisamente por pervertir el Evangelio de Cristo:
«Con Cristo he sido crucificado, y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí» (Gal. 2,20).
Los católicos debemos confesar todos los dogmas de fe si queremos ser católicos. Y en el caso de los niños muertos sin bautizar, tenemos los siguientes dogmas de fe:
— Cuando un niño nace tiene el Pecado Original: dogma de fe.
— Nadie con pecado grave puede ir al cielo: dogma de fe.
— Nadie sin pecados graves personales puede ir al infierno: dogma de fe.
— La gratuidad de la salvación: la vida sobrenatural es un don o regalo gratuito de Dios al hombre. La salvación eterna no es un derecho del hombre, sino que es resultado del don gratuito de Dios. Es por ello que nadie puede exigir de Dios el derecho de irse al cielo, a no ser que cumpla las condiciones que Dios ha prescrito para ello, a saber, estar en gracia de Dios al momento de su muerte. Y la gracia se obtiene, principalmente a través de los sacramentos. Y el perdón del Pecado Original se obtiene a través del bautismo (sacramental, de sangre o de deseo).
Pues como estos niños no están bautizados, tienen el pecado original y consecuentemente no pueden ir al cielo y gozar de la visión beatífica. Pero como tampoco tienen pecados actuales (personales), tampoco pueden ir al infierno y padecer la pena de sentido. Conclusión: viven en el «limbo», un estado de felicidad natural pero que no conlleva la visión de Dios (tienen la pena de daño). Esta ha sido la posición de la Iglesia que es la única compatible con los dogmas de fe antes enunciados. La posición de Monseñor es la correcta, más allá de lo que dijo BXVI (que en ese caso, obró como doctor privado).
«Aunque el autor no lo recoge, en nuestros días Benedicto XVI dio un argumento en favor de la salvación integral de esas criaturas (incluidas las abortivas) que sinceramente me convenció. Jesús dijo «Dejad que los niños se acerquen a Mí, no se lo impidáis» (Mt. 19,14).»
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Pues mucho me temo de que te convencen fácilmente. Lo que Jesús dijo es la justificación del bautismo de los niños, no de su salvación incondicional.
Cuando un niño no está bautizado NO HA IDO TODAVÍA A CRISTO, los adultos no lo han dejado que vaya al Señor. En cambio la posición de Monseñor Schneider es la correcta y la que siempre ha sostenido la Iglesia hasta tiempos recientes, en donde las herejías y apostasías cunden. SIGUE…