Éfeso (431): el Concilio que definió la Maternidad divina de María

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I

En la inolvidable película de Mel Gibson «La pasión de Cristo«, hay una bellísima escena de inmenso calado teológico. Aquella en la que María, al pie de la cruz y mirando a su Hijo, exclama: «Carne de mi carne, corazón de mi corazón, déjame morir contigo». Nuestra bendita madre, con estas sublimes palabras, afirmaba dos grandes misterios de nuestra fe católica, uno definido dogmáticamente –su maternidad divina-; el otro aún no –su corredención-. En este artículo quiero hablar del complicado camino que llevó a la definición dogmática de la maternidad divina. Y escribo con la esperanza de que no a muy tardar se declare como doctrina definitiva su corredención, quinto dogma mariano (si los ecuménicos respetos humanos no lo impiden). Así lo deseamos hoy los católicos con la mente y el corazón, aunque sinceramente pienso que no podemos compararnos con la apasionada piedad del pueblo cristiano del siglo V, y que constituyó la fuerza decisiva para aclamar a María como madre de Dios y madre nuestra.  

Para llegar a la definición de la Maternidad divina de María, debemos retroceder a los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381). A pesar de que éstos definieron frente a Arrio y a Macedonio de Constantinopla (y los pneumatómakos), la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, no por ello cesaron las controversias teológicas, que se centraron en precisar dogmáticamente el mismo ser de Cristo: su persona, su humanidad y su divinidad, y cómo conciliar ambas naturalezas; podríamos decir que del problema de Dios, pasamos al de su Encarnación. Las raíces del conflicto podemos encontrarlas en la existencia de dos cristologías alternativas, la ortodoxa (defendida por Cirilo de Alejandría), y las sostenidas por Apolinar y Nestorio. Aunque, en el fondo, el partido se jugaba entre las dos grandes escuelas teológicas del momento -la de Antioquia y la de Alejandría-, ambas ortodoxas en sus posturas moderadas, ambas heterodoxas en sus excesos doctrinales. 

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La Antioquena ponía el acento sobre todo en la humanidad de Cristo, y proponía una visión más divisiva de la relación de la naturaleza humana y divina de Cristo, con intención de salvaguardar su humanidad y evitar que la divinidad absorbiera a la humanidad (se pretendía sortear el error monofisita pero se podía caer en el error nestoriano). La Alejandrina, en cambio, de carácter unitivo, atendía sobre todo a la divinidad de Cristo, e incidía en la unión de ambas naturalezas para eliminar el peligro de admitir una doble persona en Cristo (pero para impedir el error de Nestorio, el riesgo era incurrir en la herejía monofisita). Y entremezcladas entre esas sesudas disputas (con sus cientos de matices), no podemos obviar la existencia de inmensos egos en los teólogos de una y otra adscripción. En el siglo V las escuelas teológicas se peleaban con más vehemencia que nuestros políticos en el parlamento patrio, sin excluir el ataque personal. Y las controversias dogmáticas llegaban hasta las plazas y mercados de las ciudades como hoy el fútbol.

Se asumía como doctrina tradicional de la Iglesia Católica la plena humanidad y la plena divinidad de Jesucristo, pero la controversia se enfocaba en fijar en fórmula dogmática su unión. Y fue precisamente la predicación de Nestorio la espoleta que activó convocatoria del Concilio efesino, aunque el conflicto ya se preveía por la aparición del apolinarismo, que entendía que el alma de Jesús había sido suplida por el Logos divino, con lo que la humanidad del Señor quedaba seriamente comprometida. Las consecuencias de tal error eran gravísimas para el misterio de la redención, pues lo que no ha sido asumido no puede ser redimido, como magistralmente expuso San Ireneo de Lyon. Fue fulminado el apolinarismo en el Concilio de Constantinopla del año 381. 

Señala Giuseppe Alberigo que Nestorio (381-451), un buen orador que había sido presbítero en Antioquía, al subir a la cátedra episcopal de Constantinopla como Patriarca, comenzó una predicación que escandalizó a muchos, aunque su punto de vista era más soteriológico y pastoral que doctrinal, pues “más que afrontar especulativamente la relación entre las dos naturalezas de Cristo, Nestorio se preocupa de exponer una teología de la vida cristiana que tiene como punto de referencia la concepción paulina del “segundo” Adán”. Nestorio quería probar que en la Escritura no se había atribuido jamás al Logos los acontecimientos de la vida terrena de Jesús, lo que en el fondo suponía cuestionar el misterio de la Encarnación y, en definitiva, oscurecer la salvación que Dios concede al hombre en Cristo.

Pero en todo caso, parece cierto que Nestorio, más que crear él la polémica del “Theotokos”, se vio arrastrado a ella. Nestorio rechazó la aplicación a la Bienaventurada Virgen María tanto del término “Theotokos” (madre de Dios), como “Antropotokos” (madre del hombre Jesús de Nazaret), proponiendo la solución intermedia del “Cristotokos” (madre de Cristo), desde una posición soteriológica y una terminología bíblica. 

Sonaba muy razonable y ecuánime, pero había un serio problema: no era correcto. Lo cierto es que Nestorio, por muy bien intencionado que estuviera, chocaba no sólo contra la tradición patrística sobre la Theotokos (Orígenes, por ejemplo), sino también contra la sencilla piedad del pueblo de Dios, pues ya en el siglo V, la devoción mariana, estaba profundamente arraigada en el pueblo cristiano. Hablamos del «sensus fidei», que son palabras mayores: con eso no se juega.

No sólo se trataba, por tanto, de una disputa entre inteligentísimos teólogos; el sentido de la fe del pueblo cristiano estaba expectante y se rezaba apasionadamente en todo el imperio, desde oriente a occidente, para que no se le negara a la Bienaventurada Virgen María su justo título  de Madre de Dios. Como vemos, igualito entusiasmo que el desplegado hoy por los católicos con ocasión del recientísimo Sínodo sinodal.

La teología de Nestorio, en definitiva, encontró una encarnizada oposición en Constantinopla y en otras zonas del imperio, y se le echó en cara un dualismo cristológico (dos personas en Jesucristo), e incluso repetir el error de Pablo de Samosata, que consideraba a Cristo como mero hombre, pero que debido a sus méritos fue constituido en Hijo de Dios por adopción en el momento de su bautismo (la herejía del monarquianismo adopcionista). Y, a pesar de que historiadores antiguos (por ejemplo, Sócrates) han rechazado esas críticas desenfocadas a la discutible teología de Nestorio, lo cierto es que se impuso la imagen negativa de un hereje contumaz que defendía una dualidad de personas, probablemente porque Nestorio no distinguía correctamente la diferencia entre persona y naturaleza. La cuestión de la verdadera teología defendida por Nestorio es tan compleja que aún da hoy quebraderos de cabeza a los teólogos pero es asunto cerrado para la Iglesia Católica, que en el Concilio de Éfeso (431) estableció la fórmula dogmática de Cristo como una sola Persona (prosopon), y dos naturalezas (humana y divina). Y que la Santa Virgen es verdaderamente Madre de Dios, porque en ella el Hijo, el Logos, la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado y se ha hecho hombre, tomando de ella la humanidad. «Carne de mi carne, corazón de mi corazón…». 

Junto con Nestorio, el otro gran protagonista de la historia previa al Concilio de Éfeso, fue Cirilo, obispo de Alejandría desde el 412 y que en el año 429 criticó duramente en sus homilías y en sus cartas la teología de Nestorio. La ácida discusión llegó hasta Roma y el papa Celestino I, primero en carta del 10 de agosto del 430 y en un sínodo inmediatamente posterior, condenó la teología del Patriarca de Constantinopla.

Finalmente, el emperador Teodosio II anuncia a los metropolitas y al papa Celestino I la convocatoria del Concilio, aunque Roma no mostró demasiado entusiasmo en él, dado que ya había fijado la ortodoxia en el sínodo romano anterior con lo que bastaría con que ratificase su sentencia (ya sabemos: «Roma locuta, causa finita«). San Agustín estaba invitado pero murió, víctima de los bárbaros del norte que asediaban Hipona, antes de iniciarse las sesiones, en el año 430.

II

Podemos resumir los errores de Nestorio, según nos han transmitido sus impugnadores, en los siguientes puntos que se examinaron en el Concilio:

– El hijo de la Virgen María es distinto al Hijo de Dios. Como hay dos naturalezas en Cristo, debe haber igualmente dos sujetos o personas distintas.

– Esas dos personas están vinculadas por una unidad accidental o moral. El hombre Cristo no es Dios, sino portador de Dios. El Verbo de Dios no se ha hecho hombre en Cristo, sino más bien ha morado en el hombre Jesucristo, de manera parecida a como Dios inhabita en los justos.

– Se niega la denominada comunicación de idiomas, pues las propiedades humanas (nacimiento, pasión y muerte) sólo pueden predicarse del hombre Cristo, y las propiedades divinas (creación, omnipotencia, eternidad) sólo pueden enunciarse del Logos-Dios.

– No es correcto dar a María el título de Theotokos (“madre de Dios”); ella es “madre del hombre”, o como mucho “madre de Cristo”.

El Concilio de Éfeso se celebró entre junio y septiembre del año 431. Muchos han criticado -no sin visos de razón- las malas artes de Cirilo en ese Concilio, pues éste se inició antes de la llegada de los legados papales, y con la ausencia de Nestorio (en su representante, Juan de Antioquía) y de sus partidarios orientales, por lo que se vislumbraba su clara intención de predeterminar su resultado. Parece probado por las fuentes que poseemos que Nestorio era bastante mejor tipo que el fogoso obispo de Alejandría (a quien, por cierto, se empeñó en parodiar el cineasta Amenábar con su plúmbeo péplum «Ágora«). Pero lo que importa al final es que, de acuerdo a la tradición patrística y al sensus fidei del pueblo, Cirilo tenía razón y Nestorio estaba equivocado. La mayor o menor bonhomía, cuando está en juego la Verdad divina, es un aspecto irrelevante, aunque eso repugne al tóxico sentimentalismo de nuestro malhadado tiempo. Y lo cierto es que, gracias a San Cirilo, rezamos los cristianos el Ave María. 

Como era de esperar, vistos los preliminares que hemos descrito, el Concilio ratificó la ortodoxia expuesta por Cirilo, enseñando la doctrina de que, mediante la encarnación, el Verbo de Dios se hizo hombre, siendo perfecto Dios y perfecto hombre en una unión sin confusión de dos naturalezas. La naturaleza divina y la naturaleza humana se hallan en Cristo unidas hipostáticamente, es decir, en unidad de persona. Por tanto:

– Cristo con su propia carne es un ser único, es decir, una sola Persona.

– El Logos-Dios está unido a la carne con una unión intrínseca y sustancial.  Las propiedades humanas o divinas de que nos hablan las Sagradas Escrituras y los Santos Padres no deben repartirse entre dos personas o hipóstasis, sino que deben referirse al único Cristo, el Logos encarnado. La consecuencia es conmovedora: fue el Logos divino hecho hombre quien padeció en la carne y fue crucificado, muerto y resucitó. Verdaderamente, el mismo Dios sufrió por cada uno de nosotros. 

– La Santísima Virgen María es Madre de Dios porque parió según la carne al Logos-Dios encarnado.

Por último, se condenó a Nestorio mediante “doce anatematismos”. Citaremos los dos primeros como resumen de la doctrina asentada con carácter definitivo: la maternidad divina de la Virgen María, y la doble naturaleza divina y humana del Verbo de Dios, hecho carne.

“Si alguno no confiesa que Dios es en verdad el Enmanuel, y que por eso la Santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne) sea anatema”

“Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios Padre se unió a la carne según hipóstasis y que Cristo es uno con su propia carne, a saber, que el mismo es Dios al mismo tiempo que hombre sea anatema.

En cuanto a Nestorio, fue condenado con las siguientes palabras: “Nuestro Señor Jesucristo, por él blasfemado, establece por boca de este santísimo sínodo que el mencionado Nestorio sea excluido de la dignidad episcopal y de cualquier colegio sacerdotal”. Lo desterraron a un convento en Antioquia, y acabó sus días purgando en los desiertos de Libia, el mismo año (451) en el que se celebró el decisivo Concilio de Calcedonia, que ratificó y perfeccionó las fórmulas propuestas por su enemigo Cirilo. Las casualidades del destino. 

III

En definitiva, en Éfeso se afirmaron los elementos más importantes de la fe cristológica, avanzando sobre la doctrina confirmada en Nicea (325) y abriendo paso a la más perfecta formulación dogmática expuesta, vente años después, en el Tomus Leonis del Papa León Magno y en el Concilio de Calcedonia. 

– Confirmación de la fe de Nicea en la divinidad de Cristo: La fe en Cristo reconoce que Él es el Hijo de Dios, el Unigénito y verdadero Dios (Dios perfecto), nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad (…) consustancial (homoousios) al Padre según la divinidad.

– Humanidad de Cristo. Si el Credo de Nicea destaca la encarnación del Señor y su misión entre nosotros (que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, (y) subió a los cielos), en Éfeso se avanzará teológicamente en explicar su humanidad: “hombre perfecto de alma racional y cuerpo», «semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado», “en los últimos tiempos el mismo por nosotros y por nuestra salvación nacido de María virgen según la humanidad” “consubstancial a nosotros según la humanidad”. Hay, por tanto, un solo Señor Jesucristo, la Persona divina del Verbo encarnado, distinguiéndose dos naturalezas, divina y humana, unidas hipostáticamente en una sola persona.

– Destacar también la expresión con la que se pretende explicar esa unión de las dos naturalezas en una sola Persona: sin confusión. Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica (numeral 470). “En esa unión misteriosa la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida. La Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad y del cuerpo de Cristo. Pero paralelamente ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido”. 

– Igualmente, se supera la polémica de si la Bienaventurada Virgen María es “Antropotokos”, “Christotokos” o “Theotokos”, definiendo con firmeza esto último, puesto que Dios –en la Persona del Hijo-  se ha encarnado en las entrañas purísimas de María, asumiendo de ella la humanidad sin dejar de ser Persona Divina. El título de “Theotokos”, aunque mariano, refuerza la fe en la divinidad de Cristo, sin merma de su humanidad recibida de ella. 

– Finalmente, concluye la profesión de fe aludiendo a la cuestión de la “comunicación de idiomas”. Nestorio consideraba que las propiedades divinas del Hijo no pueden atribuirse al hombre Jesús, ni las humanas del hombre Jesús al Logos. Frente a ello, el Concilio define la unidad de persona, a la que se le aplican las propiedades humanas y divinas, según ambas naturalezas. En definitiva, el que es Palabra de Dios a causa de su generación eterna es también sujeto de propiedades humanas, y el que es hombre Cristo por haber asumido la naturaleza humana es sujeto de atributos divinos. 

En conclusión, Cristo es Dios; Dios es hombre. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, la Persona única del Verbo de Dios se encarnó, padeció, murió y resucitó. Por nosotros. La carne en la que fue castigado el Señor era carne del Hijo de Dios hecho hombre en María, pero también carne nuestra dado que toda carne estaba representada, incluida y concentrada en carne de Cristo: era la carne de toda la humanidad en su misma cabeza, tal y como explica el gran teólogo español José María Bover. Por eso pudimos ser redimidos. Por eso nuestra vida como cristianos debe ser una permanente acción de gracias, en la que veamos a todo hombre como hermano de carne en Cristo y llamado por Él a la salvación. Por eso no sólo la madre de Dios sino cada uno de nosotros en el último instante de nuestras vidas, podemos mirar al crucificado y resucitado, y sentir verdaderamente que «no soy yo, sino que es Cristo el que vive en mí» (Gal. 2,20). Y exclamar junto a la Bienaventurada Virgen María, con la certeza de ser escuchado: «Carne de mi carne, corazón de mi corazón, déjame morir y resucitar contigo».

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