por Michael Collins | 22 marzo, 2014 
En este pasaje el Cardenal Biffi muestra el verdadero significado de Lucas 22, 19…
(Sobre el Quinto Evangelio) Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío (Lc 22, 19). *
Esto es el cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo de vuestra mutua comunión. Si hubiera que aceptar la teología que parece subyacer en los textos sinópticos y de Juan, se pensaría que el aspecto fundamental de la eucaristía fuera realizar un rito que avivara en los discípulos un «recuerdo objetivo» de Cristo y de lo que él hizo por nosotros al instituir una participación real nuestra en su cuerpo y en su sangre. De tal modo que el sacrificio del Hijo de Dios, litúrgicamente representado y participado espiritualmente, uniría a los hombres más diversos y más lejanos entre sí a la persona del salvador, verdaderamente presente entre los suyos. Es obvio que en este caso la celebración eucarística daría origen también a una comunión efectiva de los participantes entre ellos mismos, pero sólo en cuanto fundados en el común recuerdo de Cristo: «Haced esto en recuerdo mío», y en la común participación de su carne y de su sangre. Es la doctrina tradicional y hay que confesar que envuelve un incontestable atractivo. Pero tras una consideración más profunda, se manifiesta a los espíritus más perspicaces como insuficiente y descolorida. Nuestro fragmento, en cambio, sitúa en primer lugar la prerrogativa de la «autenticidad» de la comunión, el gesto debe acontecer no entre extraños, que no se conocen ni siquiera de nombre, sino, como todos los banquetes, en el seno de personas vinculadas con franca amistad. Más aún, su sentido profundo es expresar esta solidaridad, que por consiguiente es más un prerrequisito para celebrar la eucaristía que una consecuencia de la acción común. Por tanto sólo se puede dar verdadera eucaristía entre personas que ya constituyen entre sí una comunidad de espíritu, de ideales, de gustos, de estilo de vida. Y, como estos vínculos no se suelen dar ni en una masa numerosa ni entre hombres muy diversos en cultura, condiciones sociales, edad o raza, una eucaristía auténtica puede nacer solamente en un grupito homogéneo reunido en torno a una mesita. La
ekklesia de Cristo, expresada por el sacramento, debe estar por tanto compuesta o por sólo griegos o por sólo hebreos, o por sólo pobres o por sólo ricos, o por sólo sencillos o por sólo intelectuales; o mejor, por sólo intelectuales que juegan a sencillos, con tal de que sean siempre de los suyos.
Por lo demás, la ley de la «autenticidad» tiene una validez absoluta que lleva felizmente a conclusiones que ni nos habríamos atrevido a sospechar antes de su descubrimiento. Autenticidad en el lenguaje sin inflexiones sacrales o vocablos eclesiásticos; autenticidad en el vestido, que debe ser el normal de todo el mundo; autenticidad del ambiente que será —evidentemente— el comedor o la grata intimidad de un restaurante; autenticidad en los manjares —¿se celebran banquetes de sólo pan y vino? —; autenticidad en las conversaciones y en los temas que se traten, que lógicamente serán los que normalmente surgen en una charla entre amigos. Todo bajo el signo de la espontaneidad, de la sencillez, sin formalismos, sin ritualismos, sin discordancias. ¡Qué lejos estamos de la frialdad, de la impersonalidad, del convencionalismo de las tradicionales misas de los domingos! A este respecto, recordamos haber celebrado alguna vez colosales eucaristías «anónimas» e innominadas en pequeño círculo de amigos en algunos de los pequeños restaurantes del Ticino a base de truchas suculentas. Cenas inolvidables que de verdad eran un vivo recuerdo de nuestra mutua comunión y a la vez la alimentaban y la hacían crecer; momentos mágicos que nos daban fuerzas para continuar en el duro caminar de la existencia y que nos dejaban unidos, más buenos y comprensivos con todo género humano (como le suele ocurrir a cualquiera después del cuarto brindis), más tranquilos de conciencia y más felices. Momentos maravillosos y, ¡qué pena!, demasiado raros. El cielo nos conceda que sean más frecuentes en el futuro; lo deseamos de todo corazón, más ahora cuando hemos descubierto su sentido eucarístico.