Tranquilizando a los mercados

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Por JUAN MANUEL DE PRADA
¿CUÁNTAS veces hemos oído que eran necesarios «gestos» para tranquilizar a los mercados financieros? Es una de las frases predilectas de los «analistas» económicos, esos medioletrados al servicio de la plutocracia, encargados de mantener en pie el tinglado de la farsa hasta el colapso final. Zapatero prodigó «gestos» para amansar a la fiera, después de provocar su furia; Rajoy, temeroso de reavivar esa furia, no ha dejado de hacer «gestos» desde que ganara las elecciones, tantos que corre el riesgo de convertirse en un histrión gesticulante. Los «gestos» que presumiblemente habrían que tranquilizar a los mercados ya sabemos en qué consisten: «flexibilidad laboral» (que es como finamente se llama al despido a mansalva y a los sueldos sometidos a una dieta digna de un campo de concentración), «ajuste fiscal» (que es como finamente se llama a las exacciones crecientes), «co-pago» sanitario y educativo (que es como finamente se llama al «bi-pago», pues se trata de que paguemos dos veces por el mismo servicio: la primera por vía impositiva, antes de que solicitemos el servicio; la segunda cuando lo solicitamos), etcétera. Y también sabemos cuál es la reacción de los mercados financieros ante tamaña sucesión de «gestos»: la prima de riesgo del bono español sigue disparándose, mientras las llamadas «agencias de calificación» rebajan la nota de nuestra deuda pública.
¿Y no será que tales «gestos», lejos de tranquilizar a los mercados financieros, no hacen sino excitarlos? ¿No será que los mercados financieros han hallado en la deuda española un filón inagotable para sus enjuagues especulativos? Pues, cuanto más gesticulamos, más nos exprimen y vapulean, como el chiquilín emberrinchado que, viendo que sus papás acceden a sus caprichos por aplacar sus berridos, berrea todavía más, seguro de que así obtendrá mayores ventajas. Los mercados financieros han descubierto, en efecto, que invertir en la deuda española es un chollo, pues los españoles estamos dispuestos a seguir haciendo «gestos» para aplacarlos; con lo que no tienen más que ponernos mala nota para que las nuevas emisiones de deuda les salgan más rentables; y la rentabilidad creciente de la deuda española —la prima de riesgo cada vez más disparada— exige nuevos «gestos» para pagar sus sucesivas emisiones, en un círculo vicioso cada vez más enloquecedor.
Los mercados financieros no se tranquilizan ante los «gestos»: por el contrario, en los «gestos» descubren la debilidad del animal que sangra por la herida; y el olor de la sangre no hace sino enardecerlos. Al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío: los mercados financieros saben que pueden convertir a los Estados en peleles a su servicio, en meras maquinarias de exacción dispuestas a prodigar «gestos» con tal de mantenerlos apaciguados (esto es, excitados). Así los Estados, que deberían ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas, se han rebajado a la condición de esclavos del imperialismo internacional del dinero, entregados y vendidos al capricho y la codicia de especuladores desenfrenados, como profetizara hace casi un siglo Pío XI. Y, mientras se dispara la prima de riesgo, el desempleo alcanza cifras de congoja, como inevitablemente ocurre cuando la actividad económica se somete a la voracidad de los mercados financieros. Cuando la economía española quiebre, cuando los mercados financieros nos hayan convertido en un despojo, hincarán el diente a otro incauto. Pero, entretanto, ¡más gestos, hacen falta más gestos!
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