| 04 noviembre, 2011
Iremos reproduciendo a partir de hoy y en breves pero jugosas entregas esporádicas un clásico de Jean Ousset. Recomendamos leerlo con detenimiento y, más allá del contexto para el que fue escrito (la postguerra francesa), descubrir conceptos que se nos aplican directamente, tanto dentro como fuera del ámbito católico tradicional.- La Redacción.-
“Llegará un día en que los seglares rechazarán, más enérgicamente que nosotros mismos, ciertos axiomas de la secularización exclusiva y sistemática que les habrán resultado más funestos que a la Iglesia.”
Cardenal Pie
El Papa y el Emperador.
Fórmula tipo. Demasiado esquemática para resultar plenamente satisfactoria a los ojos de un historiador.
Fórmula cómoda, no obstante, para explicar lo que nos queda por decir.
Distinción de lo temporal y de lo espiritual que encontraba una conveniente aplicación en lo que representaban estos dos personajes en al teoría como en la práctica.
Ya que si, para facilitar nuestra exposición, el emperador tiene aquí valor de símbolo, en la cristiandad el emperador era algo más que un símbolo, era “alguien de carne y hueso”… Y no solamente el emperador… sino (lo que nos conduce al mismo punto a efectos de nuestra demostración) el rey, el príncipe, el barón, incluso… el burgués de tantos municipios… Encarnaciones cristianas de todos ellos de los poderes civiles de entonces.
Y no se trataba de meras fórmulas sin peso ni volumen, de las que únicamente se encuentran en la lectura de los manuales de Derecho Canónico.
El emperador no era uno de esos notables feligreses de primera fila, para servir de instrumento e incluso de protección a su párroco. Marionetas incapaces de expresarse y en nombre de las cuales… se “habla”. Como ocurre al famoso “laicado” de hoy en día, del cual maneja los hilos un equipo religioso.
El emperador, los reyes, los príncipes, etc., eran personajes con los cuales había que contar. Que no podían ser apartados de un manotazo. Que, sin duda, podían ocasionar algunas dificultades. Incluso cuando se trataba de un San Luis, que no vacilaba en enfrentarse a los obispos.
En otras palabras: frente a la innegable realidad del poder espiritual (cristiano) del Papa, de los obispos, de los párrocos… existía como indudable realidad un poder temporal (cristiano) ejercido por personalidades no menos visibles, difícilmente escamoteables.
No establezcamos una falsa simetría.
Emperadores, reyes, príncipes, comendadores, como no eran fantasmas resultaban a veces molestos. Lo que explica que tantos clérigos de hoy se sientan satisfechos de haberse liberado del poder temporal (cristiano) de estos compañeros de anchas espaldas. Clérigos que, al sentirse los únicos agentes de una autoridad cristiana organizada, no vacilan en proclamar su gozo por no ver subsistir en la Iglesia más que un solo poder: el suyo.
Lo que resulta tal vez muy satisfactorio a sus ojos.
Pero que ya no es el orden cristiano; puesto que éste implica dos poderes. No es ya el orden cristiano de derecho. No es ya el orden cristiano de hecho; que no ha cesado de disolverse desde que solamente el poder espiritual continúa rigiéndolo.
Prueba de que alguna cosa falta para el equilibrio y la solidez del edificio.
¿Es esto verdaderamente sorprendente?
Si dos poderes han sido establecidos por Dios para asegurar la plenitud del orden cristiano, ¿es concebible que uno de estos poderes pueda desaparecer sin que resulte amenazada la existencia del orden que ambos tiene por misión garantizar?