| 09 marzo, 2012
Uno de nuestros comentaristas siempre repite que si supiésemos más y mejor historia de la Iglesia, muchas de las discusiones que tenemos con los “neocons” no se producirían. Más allá de lo simplista que puede sonar la afirmación, el hecho es que en el tema de los concilios —como en otros—, conocer su historia, la historia menuda, es fundamental para poder evaluarlos correctamente.
La teoría es relativamente simple y se encuentra bastante bien explicada tanto en el Catecismo como en el Código de Derecho Canónico. Cualquier manual clásico de Teología, nos dice que para ser ecuménico un concilio debe cumplir con una serie de elementos constitutivos:
1) Reunión convocada legalmente de acuerdo al Derecho Canónico vigente;
2) Compuesta por miembros de la jerarquía de la Iglesia (obispos, etc.) provenientes de todo el mundo (ecumene);
3) Presididos por el Papa o sus legados;
4) Con el propósito de llevar a cabo funciones judiciales y doctrinales;
5) Mediante la deliberación común;
6) Resultando en la sanción de regulaciones y decretos investidos con la autoridad de toda la asamblea que, contando con la confirmación Papal, son obligatorios para todos los cristianos.
Ahora bien, lo que queda tan claro en teoría, no lo es en la práctica.
Algunos concilios que fueron ecuménicos por su convocatoria, luego no lograron su aprobación por parte de la Iglesia o del Papa, como por ejemplo el Latrocinio (o falso concilio) de Efeso de 449, el Sínodo de Pisa de 1409 o algunas partes de los concilios de Constanza y de Basilea.
Por otro lado, determinados sínodos generales, terminaron siendo aceptados por toda la Iglesia, y elevados, entonces, a la categoría de concilio ecuménico. Caso el de Constantinopla de 381, que recién fue aceptado por la Iglesia de Roma en 451, ¡70 años después!
Y, luego, existe una zona gris de concilios patriarcales, metropolitanos, primados y provinciales que, sin ser considerados ecuménicos, son con frecuencia citados por el Magisterio con una autoridad equivalente, como el III Concilio de Toledo o los Concilios de Cártago de 251 y de 397.
Otra dificultad es la histórica. La numeración de concilios ecuménicos es relativamente moderna y, en muchos casos, la misma surge por tradición escolástica pero no del Magisterio. Los primeros siete concilios, por ejemplo, recién fueron considerados como tales en el siglo XI. Y los concilios medievales lo fueron recién en el XVI, incluso cuando algunos no cumplen las condiciones antes referidas.
Existen, además, controversias. ¿El IV Concilio de Constantinopla es el del 869-870 ó el de 879-880? La primera fecha hace referencia al concilio que depuso al patriarca Focio y reinstalo a San Ignacio, aunque nunca fue declarado ecuménico por el Papa, sino así citado por los canonistas del siglo XI durante la Querella de las Investiduras. La segunda fecha, considerada por las iglesias ortodoxas de tradición bizantina, que restauró a Focio en la sede constantinopolitana tras la muerte de San Ignacio, sin embargo, sí fue un concilio aprobado por el Papa. Lo curioso es que el primer concilio (869-70) aparece como octavo concilio ecuménico en los anales, a pesar de sus deficiencias, y el segundo (879-880), no, a pesar de cumplir con los requisitos.
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VII Concilio Ecuménico – Icono del siglo XVII, Monasterio Novodevichy (Moscú) |
¿Qué podemos decir de las intenciones y de los participantes de los concilios? Algunos como el anti-concilio de Pisa de 1409 tuvieron las mejores intenciones y estuvieron formados por verdaderos santos preocupados por el estado general de la Iglesia en el tiempo del Gran Cisma de Occidente. Otros, por el contrario, que sí figuran como ecuménicos simplemente se ocuparon de cuestiones políticas como el “affaire” con los sucesivos Emperadores romano-germánicos.
Ni que hablar de concilios llenos de buenas intenciones y con grandes promesas de nuevas primaveras de la Iglesia y que quedaron en nada. De esto último, quizá el paradigmático sea el V Concilio de Letrán (1512-17). Sólo siete meses después de clausurado, un fraile agustino alemán de nombra Martín Lutero, clavaba 95 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos en Wittenberg.
No podemos tampoco evitar contar la cantidad de estos concilios ecuménicos que mandaron cruzadas que nunca se realizaron. Decían en nuestro portal amigo, “Los católicos, para ser católicos, hemos de ser todos tradicionales, como también hemos de ser al mismo tiempo bíblicos y fieles al magisterio apostólico de todos los Concilios y del Papa.” Reiteramos “todos los Concilios”. Y, en otro lado, va más lejos aún: “Los documentos… han de ser íntegramente recibidos por todos los hijos de la Iglesia”.
Ahora bien, nos preguntamos. ¿Eso incluye la prohibición absoluta, penada con excomunión, de la usura (incluso como mero interés), el uso del arco y la ballesta, la participación en torneos y justas, o el facilitar armas a los musulmanes? ¿Incluye la imposición de vestimentas especiales a los herejes, los judíos y otros infieles? ¿Incluye la obligación de todo gobernante católico a recuperar la Tierra Santa? ¿Incluye los beneficios a perpetuidad para los cruzados y sus familias?
Fácil es decir que debemos dar asentimiento a “todos los Concilios”, pero eso no nos exime de usar la cabeza y poder discernir qué de lo que dice un concilio forma parte del Depósito de la Fe y qué no, según la célebre regla de San Vicente: “quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est”, o como decían los viejos manuales, aplicar los principios de universalidad, antigüedad y unanimidad. O, si se prefiere, las siete notas de que habla el beato cardenal Juan Enrique Newman, para distinguir el desarrollo genuino de la corrupción de la doctrina: 1) preservación de su tipo; 2) continuidad de principios; 3) poder de asimilación; 4) secuencia lógica; 5) anticipación del futuro; 6) acción conservadora del pasado, y 7) vigor crónico.
Claramente, si aplicamos este proceso de cribado a los textos del Vaticano II, nos quedan bastante desech… subproductos. Por lo que no podemos asegurar que de aquí a unas décadas o siglos, este concilio que quiso ser un nuevo comienzo, no termine teniendo el mismo peso en la historia de la Iglesia que el que tiene hoy el V de Letrán.