| 14 marzo, 2011
El cardenal Siri, ¿un proto-cripto-lefebvriano? |
Después de leer el último post del P. Iraburu he recordado una antigua argumentación falaz, llamada “argumentum ad consequentiam”. Se podría resumir así : “A afirma B, B tiene como consecuencia C( que es algo negativo), por tanto B es falso”. El padre Iraburu ha elaborado una nueva categoría, la del filolefebvriano, que finalmente parece que es el conjunto vacío pues en última instancia es completamente idéntica al “lefebvriano”, en el sentido que este estereotipo ha hecho fortuna en la Iglesia en las últimas décadas. El fenómeno del llamado “tradicionalismo” (utilizado más bien por sus detractores) es un movimiento muy amplio que aparece en la Iglesia en torno a los años setenta del pasado siglo, como reacción perpleja a toda una serie de alteraciones en la vida ordinaria de los fieles como consecuencia de la aplicación de las normas postconciliares. Desde el mismo, toda una serie de pensadores y eclesiásticos comenzarán a teorizar sobre las causas que lo originan, pasando revista ya no sólo a la aplicación de las normas postconciliares y a algunos textos enigmáticos del Vaticano II, sino remontándose a la Nouvelle Theologie así como a toda una serie de planteamientos que comienzan a aparecer en la época de Pío XII, y que se manifiestan con claridad tras el Vaticano II, ya de forma institucional. Y en todo ese movimiento, el llamado “lefebvrismo” es solamente una parte. Podemos hablar del movimiento que se desarrolla en Brasil en torno a la TFP (sin entrar a calibrar todos los elementos pintorescos de tal movimiento), del surgimiento de “la Ciudad Católica”, las obras pormenorizadas de Jean Ousset y Romano Amerio, pasando por la reivindicación de la conservación del rito tradicional en Inglaterra( que desembocaría en el indulto para la Misa tradicional en ese país, llamado de “Agatha Christie”, en época de Pablo VI, o en España, de la Hermandad Sacerdotal Española, que llegó a agrupar a más de cuatro mil clérigos. Se podrían aducir más ejemplos. Pero es suficiente para entender que Iraburu simplifica las cosas de una manera abrumadora: el llamado “tradicionalismo” (para él “filolefebvrismo”) se basa en la desobediencia de un obispo francés cegado por la percepción subjetiva de hacer un bien a la Iglesia, realizando un acto cismático fundado en su soberbia y desprecio a la autoridad papal. El P. Iraburu repite el término consecuencialismo. Pues él desarrolla de principio a fin una falacia ad consequentiam, de libro. Lefebvre se opuso a Juan Pablo II, entonces todo lo que se parezca a las reivindicaciones del arzobispo francés tienen que ser malas. Y su conclusión no puede ser más tendenciosa: todo ese movimiento tradicionalista que se desarrolla en la Iglesia no es distinto, se le pueden aplicar todas las categorías que hemos indicado en relación a aquel presunto acto cismático. Las intenciones del p. Iraburu las desconozco. Lo que sí puedo decir es que ese tradicionalismo asumido en la Iglesia es muy incómodo a la mayor parte de las conferencias episcopales –con honrosas excepciones individuales- porque pone en duda la eficacia de la pastoral y la teología de la que han hecho su bandera, que se ha definido precisamente como “renovación” frente a lo anterior, por lo que reconocer la pujanza de ese movimiento en la Iglesia sería asumir el fracaso de sus posiciones. Y esto es tan claro como el sol del verano.
Lo primero que nos dice el P. Iraburu es lo siguiente: “1. El principio del mal menor justifica a Mons. Lefebvre. El fin no justifica los medios. Jamás. Nunca «hagamos el mal para que venga el bien» (Rm 3,8). –El principio del mal menor nunca justifica la comisión de una acción mala, como lo es una ordenación episcopal prohibida por la Ley de la Iglesia y por mandato expreso del Papa.” Este entimema reproduce muy bien una falacia clásica, llamada quaternio terminorum, en donde la premisa y el término medio se utilizan en sentido distinto en ambos miembros. Comienza destacando, que el fin jamás justifica los medios, y continúa mencionando el aspecto legal del problema. Y a continuación nos muestra su conclusión “Obviamente, Mons. Lefebvre «no se vió obligado» a elegir entre dos males. No se daba una necesidad de elegir, porque otros medios había y hay para luchar, dentro de la obediencia al Papa y a la Iglesia, en favor de la ortodoxia doctrinal y de la mejor liturgia”. Dicho de este modo, no podemos más que felicitar al padre Iraburu, porque es así, cierto. Hay otros medios. El problema es que esos otros medios fueron empleados, hasta que la Santa Sede decidió arbitrariamente cortar por lo sano. La Hermandad Sacerdotal de San Pío X había recibido la aprobación canónica en la diócesis de Friburgo, y había erigido el seminario de Ecône con el permiso del ordinario local. Hasta ahí ningún problema, hasta que en 1974 son enviados de la santa sede tres visitadores para inspeccionar el seminario. Según consta, a Lefebvre no le ponen ningún problema, a excepción del litúrgico. No pueden continuar con la Misa tradicional (que nunca fue abrogada ¡ya!). Lefebvre se niega y es suprimida la Hermandad San Pío X por parte de la Santa Sede. Si todos los permisos que se han dado posteriormente hubieran existido, no hubiera habido ningún problema. Pero Padre Iraburu, las circunstancias eran muy distintas. Y decir que existen muchas congregaciones tradicionales surgidas al margen del “problema Lefebvre” es excesivo. El primer indulto (“Quattuor abhinc annos”) es de 1984 y el segundo (“Ecclesia Dei adflicta”) es de 1988 coincidiendo con las consagraciones episcopales. Lefebvre había dicho en varias ocasiones que dado que en la Iglesia se permitían experimentos de todo tipo, “déjennos hacer la experiencia de la tradición”. La respuesta siguió siendo no. Y no podía ser de otra manera, habida cuenta la saña que tenía la Conferencia Episcopal francesa y alemana para acabar con todo aquello. ¿No le quedaba más remedio? Usted apela a que “el mal no justifica los medios”; aquí no se habla de la relación medios-fines, sino a un problema muy clásico en moral, a la concurrencia de incertidumbre con respecto a una determinada ley (haremos abstracción de su cualidad) y la certeza práctica de la conciencia. Dice San Alfonso que “En lo que atañe al acto concreto (operario), hay que distinguir siempre dos verdades: una, la verdad especulativa de la cosa (verdad objetiva); otra la verdad práctica (prácticamente práctica) por la que la acción es honesta”. El problema se puede plantear así : Dada una ley objetiva que tenga razones para imponerse a la conciencia y tenga razones contrarias que permitan una cierta autodeterminación de conciencia tradicionalmente los moralistas católicos han afirmado que se puede salir de esta duda en virtud de principios que son «extrínsecos» a la verdad objetiva de la ley. Son los llamados “principios reflejos” frente a los “directos” que emanan de suyo de la ley objetiva. Si partimos de un planteamiento moral de tipo “objetivista” (al estilo del tuciorismo, probabilismo, probabiliorismo) cuyo modo de solventar la duda sería aplicando el principio “en caso de duda, hay que seguir la opinión más segura”. ¿Pero más segura respecto a qué? Pues precisamente a lo que manda la ley objetiva. En el caso que nos ocupa, la ley objetiva es la consabida ley que obliga a tener mandato apostólico para proceder a una consagración episcopal. Pero no se trata de una ley absoluta, pueden darse excepciones; y las excepciones están determinadas por la imposibilidad física o moral de obtener el mandato apostólico. Y es aquí donde entra la duda. Aunque se nos repita insistentemente a día de hoy que la Misa tradicional nunca fue abrogada, si lo fue “de facto”. A eso hay que sumarle toda la nueva pastoral y la nueva liturgia que entraba en una degradación creciente. Por no mencionar los seminarios y la vida religiosa. Así como los encuentros de Asís, encuentros ecuménicos devenidos en puro sincretismo (tenemos cientos de ejemplos, con cardenales y obispos de oficiantes mayores). Y en esta situación de duda ante la ley, San Alfonso enseña que la verdadera seguridad (a la que antes hacíamos referencia) consiste en estar seguros de hacer una elección moral correcta, con la que no se cometa un pecado formal, y tal seguridad se obtiene asumiendo como norma en tal situación la norma que se opone a la ley dudosa (Theologia moralis, 1.1, trat.1, n.82). Y la norma que se opone a la ley dudosa es que no es posible, en la situación eclesiástica del momento, llevar una vida católica normal, sin estar sujetos a los desviacionismos teológicos y las innovaciones litúrgicas, que en ese momento cada vez iban en un ritmo ascendente. Dice usted, padre Iraburu que “Justificar una desobediencia gravísima a la Ley eclesial y al mandato del Papa por los presuntos buenos efectos que de ella se esperan es un consecuencialismo moral inadmisible”. Eso lo podemos decir desde nuestra actual situación. Los abusos litúrgicos más graves suceden en la década de los ochenta. Sólo será en los años posteriores a los acontecimientos de que nos ocupamos, de la necesidad de frenar los abusos, quizás por el peligro de nuevas reacciones similares, a las que ya se habían sumado dos obispos más, el obispo Castro Mayer en Brasil, y el obispo Lazo, en Filipinas. Y probablemente, lo doloroso de aquellos acontecimientos –doloroso para todos- introdujese en la vía de la reflexión a las autoridades romanas, como podemos vislumbrar en el “Informe sobre la fe”, que el Cardenal Ratzinger reportaba a Vittorio Messori, reflexionando precisamente sobre las causas, que pudiéndose haber evitado, desembocaron en los acontecimientos de 1988.
Dice usted en su segundo punto : “. Como después veremos, otros grupos católicos tradicionales, adictos sin reservas al Concilio Vaticano II, a los Papas postconciliares y a la Liturgia antigua, se han mantenido en perfecta comunión con la Iglesia”. Grupos que en su origen tuvieron que estar en la órbita de la Hermandad de San Pío X, y sólo después de las consagraciones tuvieron su sitio en la Iglesia. ¿Curioso, no? Hay algún caso, como el del Instituto Cristo Rey, que sin proceder de Lefebvre, coincidió en su fundación con estos acontecimientos, recibiendo los permisos necesarios para su erección canónica así como para el uso de los libros litúrgicos tradicionales. Que tuvo como uno de sus principales valedores al cardenal Siri (¿Otro filolefebvrista?).
Concluyendo; creo que todo el mundo es consciente de que la ordenación de obispos sin mandato apostólico conlleva la excomunión latae sententiae, para el obispo que ordena y para los ordenandos. Pero no vale reducirlo todo a un problema de obediencia-desobediencia, sino que todo esto hay que integrarlo en el “Status Ecclesiae”, sin lo cual todo esto resulta incomprensible. Lo que no es de recibo es reducir el ámbito del llamado “tradicionalismo” a un acto que conlleva una pena canónica haciendo abstracción de que estamos hablando del problema central de la Iglesia del postconcilio. ¿Qué problema, ah Lefebvre claro? No. El problema del desmantelamiento de todo aquello que pudiese suponer un indicio de “retorno” al preconcilio, indicio que hasta hace unos pocos años podría conllevar las más variopintas acusaciones. Pero vuelvo a lo que decía al principio. Retomar la polémica de las consagraciones episcopales de Ecône, no es sino una manera disfrazada de apuntar al “tradicionalismo”, que tanto incomoda a los obispos, por insinuar que ya es hora de ir acabando con todo este circo en el que han convertido a la Santa Iglesia.