Nuestros lectores saben que una de las cosas que distingue a esta bitácora es la distancia crítica respecto de los movimientos eclesiales neoconservadores. Nuestra especialización en el señalamiento de aspectos negativos no debe conducirnos a la desesperanza, ni a un pesimismo amargo, tan patológico como el optimismo compulsivo de los movimientos que criticamos.
La repercusión que ha tenido la entrada sobre las familias «en misión» del Camino Neocatecumenal nos ha llevado a pensar que puede ser importante publicar unas páginas del r.p. Antonin Sertillanges, o.p. sobre la importancia del trabajo y los deberes de estado, como partes integrantes de una espiritualidad auténticamente laical. Las tomamos de su libro Deberes que todavía puede conseguirse en librerías de viejo.
No se trata de una reflexión teológica sistemática, estructurada, con lenguaje escolástico. Son capítulos breves, con un estilo literario singular, un tanto poético, que pueden servir para la lectura espiritual y la meditación personal.
Publicaremos entregas semanales de acuerdo al siguiente plan:
1. El trabajo
2. Cualidades del trabajo
3. El deber de estado
4. El deber de estado es un culto
5. La intimidad divina en el deber de estado
6. Desenvolvimiento personal en el deber de estado
7. Utilidad social del deber de estado
8. Belleza y secreta dulzura del deber de estado
1. EL TRABAJO
El trabajo es el verdadero destino de la humanidad sobre la tierra y el que caracteriza sus etapas mejor que todos los otros acontecimientos que la historia acostumbra a poner en primer plano. Frecuentemente las guerras y revoluciones no son en el fondo más que vicisitudes del trabajo; interrumpen a veces su rendimiento y otras lo provocan. En todo caso, así es la vida, y se pasma uno de ver la mayor parte de los cristianos tener un fenómeno tan importante al margen de su vida espiritual. Pocos errores hay tan funestos. Se puede llevar a cabo una acción clarividente y eficaz sin preguntarse qué es en sí misma y a dónde va dirigida; y para conseguir una significación decisiva, una última eficiencia, ¿no es menester abrir los ojos a todo lo real que nos toca de cerca, prever y organizar el engranaje de todos los movimientos en que el trabajo tiene su lugar y no dejarle a un lado? Es la vida espiritual la que nos coloca en el corazón de lo real, y nos pone en condiciones de gobernar en todas sus fases nuestra actividad.
Realistas, tanto como se quiera: es más, habiendo afirmado la asistencia de lo espiritual, deberemos ser realistas impregnados de espiritualidad y tomar como programa el seguir en todos sus rodeos a una realidad exterior puesta al contacto de cuanto la mide y domina, sin que su primer principio y su fin último sean jamás olvidados.
Este sentimiento no nos aleja ni de esto ni de aquello, ni de los hombres ni de nosotros mismos; por el contrario, nos aproxima a todo en la proporción que influya; utiliza todos los recursos de nuestra personalidad; nos pone al contacto con todo aquel que desea el bien; promete nuestra ayuda ocasional a quien no está consagrado a la nada o a cosa peor que la nada, si esto fuera la perdición eterna.
Fuera de la vida espiritual no se sabe qué sentido atribuir al trabajo, ni cómo dirigirlo, ni cómo retribuirlo satisfactoriamente. El trabajo en sí mismo es alegría; la creación —incluso en el dolor— nos fascina, sin que necesidad alguna nos dé a conocer sus intereses inmediatos. Pero, ¿qué? Entendámonos: Nosotros, cristianos conscientes de nuestra inmortalidad, ¿dejaremos caer en la noche del tiempo una parte tan considerable de nuestro ser? El Espíritu que nos anima quiere hacer de todo un todo perfecto. Por la vida espiritual se da principio a la unidad de este todo; por ella el destino se organiza en todas sus partes, y por ella la hoz y el martillo, la pluma, el pincel o el buril, el devocionario y el misal vienen a ser instrumentos de vida eterna.
Se acusa al Evangelio de predicar el ocio: «Hombres de poca fe, ¿por qué os turbáis?» Pero la regia despreocupación del Evangelio está muy por encima de aquello que, para nosotros, establece una diferencia entre el ocio y el trabajo; uno y otro son condenados por ella o reclamados, según el caso; y su intención sublime es mantenerlos en el sentimiento de su común relatividad, sin que nos engañen bajo el señuelo de idéntico título a pesar de su oposición.
Así como el olvido de sí mismo convida a socorrer al prójimo y el espíritu de convivencia declina el interés de la persona en provecho del conjunto, de igual modo el desprendimiento evangélico, alejado de una solicitud egoísta, no lo está menos de la pereza y de la dejadez poltrona. En todo será siempre el «yo» eterno el que se ha de procurar salvar y de salvarlo en conjunto, aprovechando la colaboración de todas las realidades hijas de Dios, sean materia, energía, vidas inferiores asociadas a la nuestra, o simples máquinas.
Traigo a colación estos artefactos de los cuales sólo se habla mal, para rehabilitarlos espiritualmente, sea lo que fuere de su sentido económico. Se dice con demasiada facilidad que la máquina da carta de ley al trabajo sin sentido. Pero sólo puede ser sin sentido el trabajo cuando se trabaja de esta manera: sin sentido. El que haya habido y haya pastores sublimes y nobles labradores no es razón suficiente para creer que la grandeza esté vedada al que dirige con su vigilancia una máquina u ocupa un lugar en la «cadena» del trabajo en serie.
Lo esencial es no invertir el orden de los valores, no creer que el hombre es para la máquina cuando la máquina es para el hombre, ni que los valores del espíritu —de los cuales la máquina es su expresión y su triunfo— están destinados solamente para este triunfo, siendo así que el verdadero triunfo es independiente para ellos de toda utilidad, gratuito y libre.
El hombre vulgar cree que la ciencia está hecha para construir aviones y máquinas de cálculo; el pensador y el cristiano estiman —por el contrario— que nuestros artefactos tienen por misión, utilizando momentáneamente el espíritu, procurarle cuanto antes a éste su libertad y devolverle a su destino que es la comunión desinteresada de todos los seres, el comercio espiritual consigo mismo, con sus semejantes y con Dios.
Sea con la máquina o con la mano, con los miembros o con la cabeza, se trabaja para crear en sí, o alrededor de sí, la belleza y la utilidad, factores vitales que tienen como fin último una vida espiritual. No cabe aquí ningún interés en empujar más lejos la civilización si no es teniendo en perspectiva la «cultura», es decir, el desarrollo, el progreso y la defensa del espíritu, Trabajar, tomado en su sentido amplio y aún cuando el objeto del trabajo sea mínimo, es obedecer y hacer que las cosas inferiores obedezcan a la ley del mundo que es ascenso y espiritualidad, pensamiento, amor y alegría impregnada de eternidad. Trabajar es hacer avanzar delante de sí las cosas hacia el alma y hacia Dios.